Enero.

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El pasado enero. Uno de esos días que nunca llegan a empezar, porque la luz apenas consigue abrirse paso, y a media tarde avanza la noche para, una vez más, acallar la vida en sueño.
Yo estaba en casa de Hinata; estábamos solos y juntos. Recostados en el sofá, tan confortable, leíamos, oíamos música, nos besábamos... Hinata dijo que quería subir, separó sus dedos de mi mano y me sonrió desde arriba. Yo no quería que se apartarse de mi ni un segundo. La seguí y puse en su habitación una música muy suave. De las paredes colgaban pañuelos de seda muy finos, azules y verdes, que se agitaban con la más ligera corriente de aire, como si fueran pájaros a la deriva. Puede que fuera por la música elegida, por la extraña y débil luz de la habitación, con las cortinas aún descorridas y esas largas alas ondulantes de seda apolillada, o por la forma en que ella me miró, sonriendo interrogante al acercarse a mí, no se. Quizá fue porque algo de lo que nunca nos atrevimos a hablar había estado apoderándose de nosotros durante semanas, nos tomó por sorpresa y nos asaltó. Lo cierto es que no fue calculado, de eso estoy seguro. Ninguno de los dos sabía que sucedería. Pero aquella tarde de enero, con la casa vacía y la pálida luz ocuosa de la luna dando un tono fantasmal a la habitación, mientras nuestra música favorita seguía sonando, Hinata y yo nos acariciamos como nunca hasta entonces e hicimos el amor. Sus besos llenos de ternura me hacían suspirar, su respiración entrecortada me llevaba al cielo de sobremanera, sus caderas moviéndose al compás de mis movimientos me hicieron enloquecer, mis embestidas cada vez más fuertes y profundas, deseaba llegar hasta lo más profundo de ella, quería hacerla mía desde hace mucho tiempo que no me había dado cuanta de cuanto.
Después, para mí fue imposible mirarla sin sonreír. Su padre y su madre volvieron de la compra discutiendo quién de ellos era el culpable de haber olvidado comprar algo para la cena, y cuando Hanani llegó a casa mojada y hambrienta, la regañaron por volver tarde. Hinata y yo estábamos en la cocina, tomando café tomados de la mano.

-Me pregunto si saben hablar-. Le susurre a Hinata

Ella miró a otro lado con una chispa de risa en sus ojos y se levantó para ayudar a su madre a descargar detergentes y zumo de pomelo no azucarado. Yo la observaba mientras colocaba cosas en un armario debajo de la pila. Podía verla reflejada en la ventana, dos Hinata que se juntaban y separaban cuando se movía hacia atrás y hacia adelante, de la mesa al fregadero. Yo quería que se diera vuelta y me sonriera. Sabía que yo la estaba mirando, lo mismo que yo sabía que estaba en medio de sus pensamientos. Mientras la miraba me di cuenta que el centro de mi vida había cambiado. Durante años lo había ocupado mi padre. Ahora era como si él se hubiera alejado, con ese gesto pensativo tan suyo, con la mano rozando la boca, recordando algo que tenía que hacer; y Hinata, sonriente, hubiera ocupado su lugar.

-Me estoy muriendo gente hambre-. Dijo Hanabi. -¿Qué vamos a comer con el té?

-Nada-. Dijo secamente la señora Hyuga-. Lo único que le interesaba comprar a tu padre eran botellas de Sake para el ensayo con su dichosa orquesta.

-Papel higiénico-. Dijo Hanabi vaciando una de las bolsas-. -Lejía. ¡Limpiacristales! ¡Yo tengo hambre!.

-¿Has escrito la carta, Hinata?-. Preguntó de repente el señor Hyuga.

Hinata se sonrojo y se tapó la boca con la mano.

-¡Oh, no! ¡Lo he olvidado!.

-¡Lo has olvidado!-. Levanto con disgusto su tono de voz. -¡Lo has olvidado!.

-¿Que ha olvidado ahora?-. Preguntó la se señora Hyuga.

-Solo el asunto más importante de su vida-. Dijo el señor Hyuga. -Su aceptación. ¿Cómo demonios has podido olvidarlo, Hinata?.

Hinata me Miró de rápidamente, con un asomo de acusación, y en seguida desvío la mirada.

-Lo haré ahora-. Dijo. -Todavía hay tiempo.

Querido nadie.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora