Querido Dylan,
La primera vez que le hablé a mi padre de ti tenía siete años.
Recuerdo que estábamos jugando en los columpios del parque más cercano a mi casa. Eran aproximadamente las cinco de la tarde, y el sol nos regalaba sus últimos rayos de luz, mientras el cielo se teñía de tonalidades rosadas y naranjas. Era todo un espectáculo.
Un espectáculo digno de admirar.
Normalmente, mi padre y yo solíamos apreciar juntos esos atardeceres. Pero por alguna razón, aquella tarde, esa belleza natural no fue suficiente para embelesarme.
Mi inquietud era más grande que el deseo de disfrutar del paisaje. Necesitaba decirlo, tenía que dejarlo salir.
Creí que era el momento perfecto para hablar de ti, así que fui directa al grano.
"Papá, he encontrado mi mermelada".
Mi padre, al oírme, me miró con sus grandes ojos azules, y al ver mi expresión completamente seria, se echó a reír.
Debo admitir que me molestó que no me tomara en serio, pero aun así estaba dispuesta a explicarme. En algún momento se dio cuenta de que hablaba en serio, así que no dudó en preguntarme por qué había dicho eso. Mi respuesta no tardó en llegar.
"Papá, es obvio. Los sándwiches de mermelada son mi cosa favorita en el mundo. Además, el pan y la mermelada se complementan muy bien. Y mi amor por la mermelada es tan eterno como mi amor por Dylan".
Estaba tan segura de ello que no lo dudaba ni un poquito.
Mi padre solo sonrió con comprensión, como si yo tuviera toda la razón del mundo. Luego volvió la vista hacia el horizonte y, segundos después, murmuró algo en voz muy baja, casi inaudible.
"Eres igual que tu madre".
Y es que mi madre siempre estuvo muy segura de su amor por mi padre, siempre supo que eran el uno para el otro. No se equivocó ni un poquito, así como yo no me equivoqué contigo.