Reputación

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Un día, cuyas nubes tormentosas usualmente pondrían de malhumor a Félix Agreste, el mencionado saltó de la cama, como si los rayos del sol se filtraran por su ventana y la calidez de los mismos tocara su frío corazón.

—Hoy es un buen día —Se dijo, en un tono casi rítmico, sin molestarse en peinarse el pelo.

Se dirigió hacia su armario y rebuscó entre sus ropas, tirando cada tanto ropa blanca y negra que sabría que combinarían. Tener un diseñador por padre definitivamente debía haberle afectado.

Eligió, sin prisa, unos pantalones negros sueltos, una remera blanca con un dibujo mediano de una vaquita de San Antonio y una chaqueta de cuero negro, que no quiso abrocharse.

Amaba a las catarinas: ¿por qué habría de ocultarlo?

Cuando bajó a desayunar, para su extrañeza, se encontró a su padre sentado a la cabecera de la mesa, bebiendo un café mientras hacía unos diseños. Sabía que se había demorado vistiéndose, así que solo pudo suponer que su padre desayunaba después de él, a lo que decidió que, para mantener su buen ánimo, le restaría importancia, sentándose a su derecha y dando un alegre «buenos días».

A Gabriel Agreste casi se le resbaló la taza. Con cuidado la colocó lejos de sus diseños, se acomodó sus anteojos y se limpió la boca con un pañuelo, alzando la mirada para encontrársela con alguien a quien, si no tuviera la certeza de que la mansión era segura e impenetrable, consideraría un extraño.

—¿Félix? —preguntó al adolescente que comía con apremio su croissant y bebía de un trago su café, apenas tocando el libro que Nathalie le había devuelto luego de habérselo quitado por la noche, sabiendo que si no lo hubiera hecho, el chico a su cargo no habría dormido.

—¿Sí? —respondió él, pasando un pañuelo por las comisuras de sus labios, que esbozaban una sonrisa que Gabriel suponía que estaba más allá de las capacidades del cuerpo de Félix, a quien creía conocer como la persona seria y disciplinada en la que lo había moldeado.

—Buenos días —atinó a decir el rubio mayor, cerrando su boca demasiado abierta y desviando bruscamente su vista hacia sus diseños, a los cuales frunció el ceño luego de ver la tremenda raya que atravesaba uno.

Ojeando un poco el libro que tenía leída la mitad de las páginas, según indicaba el señalador, Félix se rió entre dientes al ver a su padre incorporarse y retirarse cargando un aire de solemnidad y sus diseños... hechos un bollo.

La semana anterior, un Plagg aburrido le había advertido que, cuando los portadores de los miraculous mostraban personalidades distintas al transformarse, ocurría un cambio gradual en su estado civil: su verdadero yo, ese que mostraban sin escrúpulos con el traje puesto, se empezaba a hacer ver.

Félix había apretado los dientes y suspirado, resignado.

—Como kwami —continuó el gato volador—, cuando te doy el traje también me filtro en tu mente. Así supe que tu cambio ya debería de haber ocurrido.

—¿Es un caso especial, entonces? —Se burló el humano, torciendo la boca, entornando los ojos y pasando con brusquedad las páginas del libro que apoyaba en la mesa de la biblioteca.

—No. Solo te resististe.

—¿Me...?

Claro. Él ya se había construido una máscara ideal para enfrentar su pequeño mundo, más que nada evitar pequeños conflictos con su padre que terminarían en la decisión del hombre de que modelara "para mantenerlo bajo control" y "vigilarlo mejor".

De seguro su subconsciente había hecho de las suyas para evadir la magia.

—No te creas, chico —dijo el kwami, ya leyéndolo por la obvia expresión satisfecha que el rubio tenía—: ahora es peor.

Coleccion de FeligetteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora