II: Luna

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(...) Hay muy pocas cosas en el mundo 
que sean sinónimos de «eternidad» (...)
Fragmento extraído del libro
Las Almas de Brandon;
propio de César Brandon Ndjocu.


     Triste.

     Ahora empiezo a sentirme triste tras recordar tus últimas palabras antes de abandonarte, antes de abandonarme, antes de abandonarnos... Todavía me rehúso a olvidarte. Es que no puede ser cierto; una historia como la nuestra no pudo haber terminado así.

     —¿Y esa cara? —preguntaste con voz anodina.

     —Tú bien sabes por qué —me limité a responder de igual manera, con la mirada en los pies, cruzado de brazos y ahogado en ideas. No me atreví a mirarte. De hecho, no sé si aún me atreva; de haber cedido seguramente rompía a llorar.

     Aunque llorar...

     Llorar era todo lo que quería en ese momento, pero no podía complacerme; no cuando tú estabas a punto de irte y ya yo lo sabía. No pretendía que te llevaras de mí un último recuerdo débil y dolido. Creo que no habría sido justo después de regalarme seis años de entera felicidad.

     —Cambia esa cara, cariño —suavizaste el tono—. Ya no podemos seguir alargando todo este asunto.

     Sonreíste, y sin saberlo le diste luz y color a mi vida por última vez. Me acerqué hasta ti con la finalidad momentánea de acomodarte la almohada, pero como por arte de magia me desconcentré al tropezar con tu pelo.

     «Tricofilia»

     El fetiche que desarrollé por tus cabellos.  Algo me dice que extrañaré todas esas noches en las que mis dedos traviesos se enredaban con tus rizos negros (¿Cafuné? Sí; cafuné). Echaré de menos el aroma que se colaba en nuestras sábanas durante los domingos y los mechones odiosos que se interponían entre el lavabo y tus esperanzas. Puedo jurar que tu cabellera era casi comparable contigo: preciosa, viva, rebelde, brillante, espesa... Claro, excepto por un detalle:

     Extensa.

     Tu cabellera era extensa, era larga, era duradera... ¿Por qué no fuiste como tu cabellera? Corrígeme si cometo algún error, pero creo que mis suspiros duraron menos que tus dudas, y que tu determinación me supo más salada que mis lágrimas; y mientras repasaba todo esto estabas sonriéndome, al tiempo que denotaba en mi mente el contorno de tus hoyuelos y de tus problemas. Ciertamente, tus labios lucían descoloridos, pero eso no te restaba hermosura. Tus ojeras (bien marcadas) reflejaban la estampa de quien se dedica a vivir cada segundo de su vida pensando que será el último.

     Y en efecto, así fue (literalmente).

     Ironía perfecta: tu ánimo (aunque decadente) no dejaba de mantenerme en pie... Y yo que todavía sigo apoyándome en tus recuerdos, en tus chistes malos, en el extraordinario titilar de tus esmeraldas oculares y en tus manos hechas a la medida de un ángel.

     Tus manos...

     Esas que recorrieron mi cuerpo muchas veces, y que de haber querido, ahora mismo serían capaces de dibujarlo de memoria. Las suaves manos de las que caminé, con las que bailé, en las que me apoyé y las que levanté... Esas manos llenas de historia que de un año al otro comenzaron a percibirse adoloridas, con las venas marcadas gritando silenciosamente su deseo ardiente de recobrar la vida.

     Pero tú ¡Joder! No obstante a todo eso, tú seguías sonriéndome, y por un segundo el mundo dejó de parecerme imperfecto. Te acomodé la almohada finalmente y me vi tentado a besarte la frente. Creerás que no, pero sentí el momento exacto en el que cerraste los ojos y envolviste mis manos entre las tuyas ¿Qué ibas a decirme cuando la Naturaleza te interrumpió y empezó a llorar?

[Antología de Vidas] Volumen I: Cosas del corazón Donde viven las historias. Descúbrelo ahora