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Ocurrió hace ya varios años, pero hay días en los que recuerdo aquel verano como si hubiese sucedido ayer mismo.

Ana y yo éramos tan solo unas niñas por aquel entonces. Inquietas, curiosas, sin sentido del peligro... En resumen, aventureras. Explorar lugares que todavía no conocíamos nos hacía sentir capaces de lograr cualquier cosa.

Invencibles.

Pero esa actitud tiene consecuencias. Tanto es así, que los sucesos de aquellas vacaciones estivales fueron nuestra última aventura.

Y estáis a punto de descubrir por qué.

***

Ana y yo llevábamos siendo amigas toda la vida, y no solo porque hubiésemos ido al mismo colegio y, después, al mismo instituto. En realidad, habíamos tenido la suerte de conocernos porque nuestros abuelos vivían en el mismo pueblo y, como era costumbre en nuestras familias, Ana y yo pasábamos allí las vacaciones de verano.

Era gracioso escuchar las quejas de los vecinos, acostumbrados a una vida tranquila y monótona, sin ajetreos, al vernos llegar con nuestras respectivas familias. No se explicaban cómo dos niñas tan bien educadas y de familias tan respetables podían andar todo el día de un lado para otro, resolviendo misterios inexistentes y, para qué negarlo, metiéndose en líos alguna que otra vez.

Pero aquellas críticas no iban a hacer que Ana y yo, a nuestros trece años, cambiáramos nuestra actitud intrépida y atrevida. De hecho, lo único que hacían todos aquellos vecinos del pueblo mirándonos con desaprobación y murmurando sus opiniones negativas al cruzarse con nosotras era que persistiéramos, aún más si cabe, en seguir buscando nuevas aventuras día tras día.

Aunque, siendo sinceros, tampoco es que aquel pueblo invitase a dejar de explorar. Al fin y al cabo, estaba lleno de misterios sin resolver, todos ellos relacionados entre sí por aquellos recónditos acantilados. Tanto era así que casi nadie recordaba el nombre real de aquel pueblo. La gente se refería a él, simplemente, como «El Territorio de las Almas Perdidas», debido a todas las personas que habían perdido la vida en aquellas enigmáticas paredes rocosas contra las que chocaban, incesantes e incansables, las olas del mar.

Con el paso del tiempo, los lugareños habían dejado de acercarse a aquellos acantilados, y solo los imprudentes e incrédulos iban hasta allí, ya fuese a admirar las vistas o para intentar demostrar que no se corría ningún peligro yendo hasta aquel lugar, mitificado por las habladurías y las supersticiones de los vecinos del pueblo.

Todos y cada uno de ellos, sin excepción, habían sido arrastrados por la marea hasta una playa cercana, en la que habían aparecido unos días después de haberse acercado a los riscos. Una expresión de terror en sus rostros, pálidos y fríos, era lo que más destacaban todas las personas que se habían encontrado alguna vez con alguno de aquellos cuerpos sin vida.

Nadie había llegado a descubrir por qué ocurría aquello.

Por supuesto, se habían llevado a cabo varias investigaciones por parte de las autoridades, pero las explicaciones que estas habían dado para cerrar los casos rápido y sin una teoría probada eran, como mínimo, poco creíbles. La razón estrella era que todas esas personas debían de haberse acercado más de lo debido al borde de los acantilados. Dado que no había ninguna barandilla o límite de seguridad, lo más probable era que se hubiesen tropezado o resbalado, y que hubieran acabado por caer al mar.

Aquel razonamiento habría servido si hubiese aclarado por qué todos los cuerpos, salvo por aquella inexplicable expresión de terror grabada en sus rostros, estaban intactos. Ni un solo moratón, ni una sola magulladura. No resultaba demasiado coherente con el hecho de que se hubieran caído en una zona donde las olas chocaban con fuerza contra los acantilados. Cualquiera habría pensado que, si realmente se hubieran precipitado al mar en aquella zona, los cuerpos deberían haber sido golpeados varias veces contra aquella dura y escarpada pared rocosa.

Y así es como habían empezado los rumores.

La gente que había visto alguno de los cuerpos, ante la falta de una explicación razonable, había empezado a decir que la expresión de terror que presentaban todas las víctimas de los acantilados podría deberse a que habían visto algo tan aterrador en esa zona que habían muerto, literalmente, de miedo. Después, lo que fuera que les hubiese provocado la muerte de manera tan repentina los había llevado hasta la playa, haciendo que pareciese que había sido la marea la que los había arrastrado hasta la arena.

Sin embargo, aquello no eran más que rumores susurrados entre los vecinos cuando ninguna otra persona ajena a su pequeña comunidad parecía estar prestando atención.

Nadie se atrevía a hablar abiertamente de la maldición que todos habían asumido que reinaba sobre aquellos acantilados.

El Territorio de las Almas PerdidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora