Cuando vuelves del infierno, perdido y aterido de miedo; cuando todo lo que hallas es desconocido, y tu único lugar seguro en el mundo ha desaparecido, ¿qué queda por hacer sino desesperar?
Él estaba consciente de que no debería pensar así de ella. Después de todo, Danielle era una persona. Sin embargo, para él siempre había sido más que eso, no solo una amiga, ni siquiera la mejor, sino esa persona. Un momento, un lugar, lo que se sentía familiar y cálido, eso era ella. Pero ya no estaba.
Jake no iba a decir que había vuelto por ella, o no solo por ella. Había vuelto porque, francamente, no había tenido otra opción. Debían haberlo matado, quizás y había sido un error que no, pero seguía vivo, por cualquier razón que fuera. Y debería estar agradecido por ello, lo sabía, pues no muchos podrían contar una historia como la suya.
No lo estaba.
En realidad, no sabía lo que sentía, pero agradecimiento no era. Muchas cosas estaban impregnadas en su corazón, pero la satisfacción de seguir respirando para ver un día más no era una de ellas.
Cerró los ojos y simuló dormir, esperando que nadie lo interrumpiera. No necesitaba más preguntas, o quizá sí que las necesitaba, solo que no sabía cómo responderlas. Por eso era más sencillo simular que dormía, a pesar de que sus ojeras marcadas revelaban que no era así, que fingía, que, en su mente, él seguía perdido en algún lugar lejano. No había vuelto, no del todo.
No aún.
Todo era tan familiar y desconocido a la vez, que solo podía significar que era él quien había cambiado, quien no se hallaba más, quien transitaba por esos días grises como si el siguiente fuera igual que el anterior.
Cuando finalmente se rindió y no pudo engañarse más, bajó en silencio las escaleras, atravesó el vestíbulo, tomó su abrigo y salió con dirección al bosque. Las primeras luces del alba se adivinan en el horizonte cuando alcanzó la pequeña cabaña. Tras su regreso, había sido un refugio que le daba la bienvenida, con un anciano que no hacía preguntas y se limitaba a compartir el silencio de su hogar con él, así como la calidez del fuego de su chimenea.
Llamó a la puerta, pero entró sin esperar respuesta. Después de todo, así había sido desde hacía un par de semanas su rutina. Lo que no esperaba era hallar que el espacio frente a la chimenea estaba ocupado por una joven mujer que sostenía en brazos a un niño que dormía. Esta, al escuchar el ruido, giró y encontró su mirada. Abrió los ojos y pudo leer claramente el terror en ellos.
Quiso tranquilizarla, pero las palabras se quedaron atoradas en su garganta. Intentó pensar qué decir, analizar la situación, hacer algo más que estar mirándola fijamente.
Se rindió. Giró sobre sus talones y salió sin decir nada.
La joven continuó mirando el lugar en que hacía unos segundos un extraño había ocupado. Era alto, delgado y, aunque lucía cansado, se veía aterrador. No supo qué hacer, su única reacción había sido apretar a su pequeño contra su pecho e imaginar que, de alguna manera, lograría salvarse de esta situación.
Aunque no sabía de qué situación. Y nunca lo sabría pues el desconocido dio media vuelta y se fue, sin más. No dijo una palabra, ni siquiera murmuró una disculpa por entrar a un lugar que no era suyo. Sencillamente giró y se marchó.
Y ella respiró aliviada. Esta, precisamente esta, era otra de las razones por las que esperaba que Mike aceptara dejar la cabaña y mudarse al pueblo. Estaría más seguro y ella se sentiría más tranquila. Después de todo, esa era la única misión que la había traído hasta aquel lugar.
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Historias navideñas
ContoVarias historias cortas de Navidad. Una nueva cada año (o ese es el objetivo...).