Carmen

57 2 0
                                    

        Una vez conocí a una muchacha de veintidos años llamada Carmen, pero prefería que la llamasen Ca.
        Pensar en ella me hace recordar su cabello castaño claro con las raíces pelirrojas: se avergonzaba de él y se lo teñía. Sus tirabuzones y mechones lisos, además, caían divertidos en su espalda, acariciándola. Escondía su larga frente tras un flequillo que dejaba entrever sus finas cejas y, bajo la izquierda y al lado de su único ojo verde, se encontraba un pequeño y tímido lunar. Su otro ojo era marrón oscuro, mas pocas veces pude ver esas preciosas joyas bicolor, ya que elas ocultaba bajo unos redondos cristales oscuros. Su nariz era chata y estaba cubierta y envuelta de una Vía Láctea de pecas, y a sus lados, unas orejitas pequeñitas, pero que al más mínimo atisbo de sonrisa ella se giraba para contemplarla, le gustaba la gente feliz. Luego está mi primera parte favorita: sus labio; melífluos, tiernos y de sonrisa tímida inmarcesible, con unos dientes manchados y no muy bien colocados, con un hueco entre sus paletas superiores. Tenía el mentón no muy pronunciado, suave y nada anguloso, además de un fino cuello repleto de collares y gargantillas y lunares y besos míos nunca dados.
        Era bajita pero delgada, con unos pechos pequeños pero un culo bonito. Los huesos de sus clavículas se asomaban por encima de su casi escote y los de sus caderas se marcaban en ese vestido negro apretado de lunares blancos. Mi segunda parte favorita era su tripa, donde ni el mayor explorador podría salir vivo hidratado. Sus brazos eran largos y delgados y sus piernas infinitas de muslos regordetes; sus manos y pies, grandes; y cada uno de sus veinte dedos, largos con las uñas pintadas de negro mate.
        Solo la conocí durante dos noches y media en un antiguo bar del barrio del Raval, pero su personalidad era tan transparente como su retina, ya que sus cuerdas vocales salía la más dura poesía y de su mirada una extraña pero bonita melancolía. Que sus abrazos eran frágiles como su respiración y sus temblores no eran propios de su dulce cordura.

        Que me dijo que hoy volveríamos a vernos, pero llevo ya más de cuatro horas en nuestra mesa y aún no ha aparecido cruzando la puerta.

Vírgenes blancasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora