Aquella noche, probablemente influido por mi charla con tío Luis, soñe con un mundo en el que los pájaros volaban y nunca dejaban de volar, un mundo en el que los ríos fluían sin pausa, en el que el viento arrastraba las nubes por toda la eternidad y el compás de la luna dada cuerda para siempre al reloj de las mareas. Un mundo, en definitiva, de movimiento perpetuo.