Enero 1990
Era la madrugada del día 1 de enero de 1990, todo el mundo estaba celebrando el año nuevo. Algunos desde la tranquilidad de sus casas cenando con sus familiares y otros desde la euforia de las discotecas abarrotadas de jóvenes bebiendo alcohol. Poca gente, en esa fecha tan señalada, prefería quedarse en casa trabajando. Pero es que Annie siempre había sido así, a ella las reuniones familiares no le gustaban desde que su madre se había vuelto a casar y las fiestas nunca le habían llamado la atención, a pesar de haber asistido a varias en su época de estudiante.
La noche anterior había llovido y se había llevado todas las nubes negras del cielo, dejando una visión perfecta de las estrellas, sobre todo desde la casona de Annie, donde no había demasiada contaminación lumínica y se podía estar toda la noche con el cuello levantado, admirando la belleza del firmamento. Y así precisamente se encontraba la joven, con su cabello trenzado, un gran abrigo blanco de seda y unos guantes negros para combatir el frío. Y a su lado estaba Eric.
—Feliz año nuevo —se atrevió a decir Eric rompiendo el silencio.
—Feliz año nuevo —respondió ella con la mejor de sus sonrisas.
Aunque no lo pareciera, le encantaba el 1 de enero. Se respiraba felicidad en cada rincón, todo el mundo estaba sonriente y cantaba algún villancico. Era como volver a ser niña de nuevo e irremediablemente Annie se acordó de su padre. Especialmente del día en el que se despidieron en el aeropuerto porque su padre iba a Canadá a realizar un curso para empresarios emprendedores, o algo así. Ella solo sabía que su padre regresaría después del verano y eso le bastó hasta que el verano se acabó. Entonces su madre tuvo que contarle que en realidad su padre las había abandonado. Durante mucho tiempo Annie mantuvo la esperanza de que su padre volvería algún día, pero ya han pasado catorce años y la esperanza se convirtió en odio.
Un estornudo de su compañero la hizo salir de sus pensamientos y volver a la realidad. A pesar de la noche tan despejada y mágica, hacía mucho frío y los abrigos no los salvarían de coger un resfriado si seguían ahí de pie, así que entraron de nuevo a la casona pasando por el laboratorio improvisado que tenían en la antigua sala de las flores de su abuelo.
El abuelo de Annie, el señor Adrien Bayard, era un apasionado por las plantas y había tenido casi un centenar de ellas en esa misma sala antes de morir. Era la sala de las flores como la madre de Annie la había bautizado cuando era niña y veía a su padre regar las macetas y limpiar las hojas de las plantas con tanto cariño y devoción. Allí es donde Adrien practicaba su dendrofilia o amor por las plantas y Annie juraría que de niña le escuchó cantar más de una vez porque así las plantas crecían más rápido.
En aquella época le pareció absurdo pero en su intento de hacer madurar las frutas fuera de temporada se había encontrado a sí misma repitiendo el mismo ritual de canto que había visto hacer a su abuelo materno años atrás.
Pero cuando su abuelo falleció, todas las flores marchitaron con él y las plantas se quedaron sujetando unas hojas secas y amarillas, dando una apariencia muy triste a la sala. Para instalar ahí su laboratorio, Annie había sacado todas las macetas y las había ido dejando en varios puntos de la casa. Una vez que la sala estuvo limpia se dio cuenta de que no había perdido su esencia, pues estaba repleta de cuadros de flores.
Eran unos cuadros impresionistas de un pintor ruso llamado Oleg Trofimov que Adrien había comprado en una subasta años atrás. En la exposición del pintor había todo tipo de paisajes, sobre todo de zonas urbanas, pero él solamente se había interesado en aquellos con motivos florales. Así que en realidad el laboratorio seguía siendo la famosa sala de las flores, solo que estas estaban pintadas al óleo sobre un lienzo.
Annie y Eric continuaron hasta la cocina y allí se sentaron a charlar mientras se calentaban un té y sacaban algo de comer. Desde hacía un mes Eric frecuentaba la casa de Annie a diario, al principio la excusa era el proyecto de Annie, luego se hizo evidente que la causa de sus visitas era otra. Y Annie no sabía cómo sentirse al respecto.
Eric era un hombre de complexión alta y fuerte. Tenía los músculos de los brazos y abdomen bien definidos, Annie nunca lo había visto sin camiseta pero las que llevaba eran tan ceñidas a su cuerpo que no hacía falta para saberlo. Su piel estaba bronceada todo el año y contrastaba con el verde claro de sus ojos. Pero lo que resultaba más atractivo era su acento. De ascendencia italiana Eric Amaglio tenía el acento más sexy que Annie jamás hubiera escuchado.
Lo normal en cualquier chica sería querer acostarse con él y quien lo conociera mejor, incluso casarse. Era todo un galán. Era inteligente, tenía un buen trabajo por lo que también un buen sueldo, era atento, respetuoso y endemoniadamente guapo. Pero Annie no era una chica normal. Su mayor preocupación era el proyecto y una relación de cualquier tipo con Eric lo estropearía todo. No podrían volver a concentrarse en el trabajo sin pensar en quitarse las ropas y si la relación se convertía en algo serio y algo salía mal, perdería a su única ayuda.
No sabía qué hacer, así que pensó que lo mejor sería no hacer nada. Dejó que Eric preparara la cena, al fin de cuentas, la casona era ya como su segunda casa de tantas veces que había estado en ella. Algunas veces se quedaban trabajando hasta tan tarde que a Annie le daba pena que se fuera en coche a esas horas y le preparaba la cama de la habitación de invitados. Todas esas veces había refrenado el impulso de levantarse e ir hasta su habitación.
Aunque de haber ido, no hubiera ocurrido nada. Eric le hubiese preguntado si estaba segura, ella hubiera dado marcha atrás pensando en su proyecto y se habría vuelto a ir a su habitación. Eric no era ningún aprovechado, ella lo sabía y era una de las cosas que más le gustaban de él. Junto con su acento italiano hablando francés. Eso era insuperable.
Esa noche cenaron unas berenjenas rellenas que Eric había preparado desde esa mañana, tomaron un vino tinto español y charlaron hasta casi el alba. Entonces la pareja de botánicos fue hasta el jardín y se sentó en el balancín de madera a contemplar el amanecer con una copa de vino en la mano que había sido rellenada varias veces esa noche por varias botellas. Y mientras salía el sol, en un estado de semi embriaguez, ambos se miraron a los ojos mientras su asiento se balanceaba, se besaron.
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Cerezas en marzo 🍒
ContoLa joven Annie Lombard es una licenciada en Botánica que le dedica todo su tiempo desde hace dos años a un proyecto revolucionario y muy ambicioso. Su desesperación ante sus intentos fallidos por conseguir que su proyecto triunfe hace que la joven c...