Disintegration

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Encuentros que queman.





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Seguía colocando en fila cada una de las piezas de un rompecabezas mientras yacía atareado en un sofá. La tragedia de la nostalgia abrumó cada fibra de su cuerpo en el intento vano de levantarse del lugar y seguir adelante.

Pero era imposible. La mitad del cuerpo estaba paralizado en un dolor intenso, acompañado de múltiples heridas moreteadas que él mismo había buscado y de las que no se arrepentía exhibir. Con los oidos vibrando en un agudo chillido que provenía de su cabeza, hecha mil nudos; rota, desintegrada cómo el cristal al impactar con el suelo en una caída marginal y ruidosa.



—¿Tienes planes para más tarde, Satoru?





El consuelo del beso que se dió con él luego de esa frase fue doloroso. Irritante, como la piel al rojo vivo que desmenuzaba cruel cada parte de su sistema nervioso. Volviéndose un simple mortal al filo de un ataque de soledad e ira que deseaba arrancar, enterrar millas bajo tierra.

Un ataque de desesperación que anhelaba terminara pronto.



—Esta noche solo te tengo a tí.



Con sus manos emparejaba los diferentes mechones de cabello negruzco en medio de la enredadera que formaban su cuerpo y el ajeno al desnudo. Le gustaba, le daba la sensación de pertenencia que siempre aclamaba en las noches con su nombre entre los labios; o en las tardes, cuando lo veía desde su pedestal como un pagano, resucitando los restos de las cenizas que había dejado volar años antes a la orilla de la cornisa para devolverse a verlo.


—Déjame besarte...—Susurró Geto.—...anda, déjame, Satoru.






Geto por lo mientras cargaba con el mismo apetito, las mismas ganas de lastimarlo, de encadenarlo y de hacerlo pedazos de lleno a la mirada de cristal que se cargaba y que aseguraba "amar" cada que se encontraban cara a cara. Con la blancura de su piel marcada, las piernas largas rodeándolo y los mofletes rosados ante su tacto, el moreno dejaba en claro que cada detalle en la fisionomía ajena era suyo. Desde sus labios, hasta la sedosidad del cabello albino de extrema rareza, hecho una obra maestra de las cuales, se aprovechaba para hacer indigno a cualquiera que no fuera aquél hombre.

—Aún no...






Ése... ése que Satoru decía querer.

Ése que no fuera el caballero que conoció en un día de calurosa primavera; la misma que se desvaneció cuándo vió a los ojos a esa bestia manipuladora de ojos púrpura y cabello lacio perfecto, que aún con pesadez pronunciaba su nombre en un anhelo de saciedad; los labios finos y rosados, la sonrisa de encanto y la soledad hechas un ser con manos y pies, con un rostro, y con un nombre que tenía para recordar el resto de su maldita vida porque estaba plasmado, mezclado de forma delirante al suyo.





—Te amo.—Dijo Gojo entre el vaivén, mirando al pelinegro a los ojos.
—Te amo, Suguru.







—No, no lo digas aún.



Con el tacto de seda recorriéndolo, recordándole los caprichos salidos de su propia boca, gritando descarado que lo dejara así, ordenándole que lo besara, que lo tomara suave entre sus manos, que lo dejara roto al borde de un sillón barato en el primer hotel que se les cruzó luego de verse como no se habían visto en años.
Pasando a explorarse cómo si de la primera vez se tratase, pasando a resentir la necesidad de dominar al otro por el deseo y la fascinación de la culpa, dejándose ser entre la piel, los suspiros y las caricias cortantes de un amor correspondido e inmerso en lo profundo de la nada.

Acompañado de las mismas tormentas que veía por la ventana en días nublados llenos de humedad.
Las tenían uno frente al otro en un gesto de decepción, cómo si lo esperado de ambas partes fuera lo peor.


Entre sus alientos notó desprevenido que había vuelto la fragancia del pelinegro, develando en su interior la pesadez en su corazón, la misma que escondía y arrastraba a dónde quiera que iba, a dónde quiera que salía. Porque el chico que quería se había quedado en sus recuerdos, en medio de la oscuridad, en la más terrible soledad que no lo dejaba tranquilo.
El mismo chico dulce e inquebrantable que pudo salvar hace una década. El chico que se volvió loco, el chico que se volvió sombra.

El chico que se convirtió en su mayor culpa.









Con dulzura Geto preguntó:

—¿Qué pasa, Satoru?



Entonces los dedos huesudos de su compañero se compadecerían de sus lágrimas y sudor, de su fastidio taciturno por llegar a encontrar algo que simplemente jamás hubo pero que quería creer que sí. Aferrándose a su espalda levemente morena, enterrándose en lo profundo de su cuello para amordarzarse con su piel, totalmente impotente de lo que supo desde el principio en esa mañana de primavera al verlo con su sonrisa de ojos cerrados, al sentir su energía, su mirada afilada atravesar el mar que poseía en lo profundo de sus ojos.

—Te amo Suguru.—Sollozó.—Te amo...


El placer de la conexión lo tenía castigándose en un hilo de vergüenza mientras veía a Suguru hacer su mejor esfuerzo para embestirlo, dejarlo cansado y complacido, cara a cara con una expresión tan desfigurada, rota y harta cómo la suya.

Y ahí iba de nuevo, a fingir una sonrisa por él en medio del acto mientras acercaba su rostro para juntar sus frentes, y miradas en un solo lugar, en el mismo lugar. Heridos, hechos pedazos por todo lo que tenían que soportar saliendo de aquél estúpido hotel, llegando a lo que habían elegido por vida sin poder quejarse, sin poder resistirse a los peligros que surgieran tiempo después de terminar con ese rito.


—...te amo tanto...





La cara ardía, y el cuerpo había olvidado el dolor de hace algunos segundos. No se resistía, dejaba que las manos del moreno lo recorrieran y lo alabaran en cada caricia, inconsciente, con esos ojos suyos en un mar de confusión como los cabellos hechos una enredadera de oscuridad.

Satoru le diría al oído que lo amaba por impulso al verle así: entre suspiros rotos, y el olor a sexo.
Suguru solo le daría un beso desesperado, juntándolo con él, aferrándose en un abrazo improvisado que a pesar de todo el movimiento, jamás dejaba de serlo.

Parecía correr libre por montañas cálidas, por entre sombras de un color indescriptible que le hacían sentir querido. Entre las respiraciones amargas de su amante, observándole íntimo, el negro cabello, la frías escleras plateadas.
El encanto de su tacto terminando por acariciar amoroso su pecho y su clavícula, amarrándose al cuello, las mejillas, en un fuerte choque de electricidad que terminó por desconcentrarlo de todos los pensamientos que tuvo durante esos momentos.


—También yo, Satoru.


Olvidando las piezas del rompecabezas formadas en fila, una tras otra al filo de un sofá. Ignorando su propio reflejo entre los pedazos del cristal en una ventana rota, deshecha con el sabor de la derrota y el dolor que resultó gracias a que la cura fue peor que la enfermedad.

Aún sabiendo como es que todo terminaría. Haciéndose pedazos nuevamente, cortando profundo en su corazón, desmoronando su alma sin parar una vez tras otra mientras veía por el techo la boca fina, los ojos rasgados y su expresión de eterna soledad, reclamando, gritando por cada recuerdo que susurraban entre sueños y que terminó en un dulce engaño.





Así lo sintió, el final que terminaba igual que siempre.






Así sintió la traición en su corazón, rompiéndolo cuando lo vió marcharse, cerrando la puerta con un dulce "adiós" que le arrancaba el alma y le hacía no querer levantarse nunca más.











Así se sentía, era el dolor del vidrio que estalló contra el suelo y se desintegró.





















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FīshiN_/

•| OneShots Satosugu con música mamona |•Donde viven las historias. Descúbrelo ahora