Hay algo en que se te muera un hijo que te hace apreciar cada segundo de la vida como si fuese algún metal raro y precioso. Nuestra hija murió ya hace algún tiempo, pero siempre la teníamos presente, a veces incluso hablábamos con ella, claro está, nunca contestaba. Anna, mi mujer en ese momento estaba haciendo el desayuno, unos creps, creí adivinar por el dulce olor que me llegaba mientras preparaba la mesa.
Desayunamos mientras hablábamos de lo que haríamos durante el día. Pero entonces, cuando me estaba levantando para recoger los platos, noté una fuerte presión en el pecho, esta iba aumentando. Sentía angustia, dolor y no podía respirar bien; el pánico me inundó. La vista se me nubló y caí.
Me desperté en una cama que no era mía, miré a mi alrededor y creí adivinar que estaba en un hospital. Intenté incorporarme cuando noté un dolor en el brazo izquierdo y, cuando miré, vi que de él salía un finísimo tubo de plástico que se elevaba hasta una bolsa transparente, medio llena, colgada a mi lado. Estaba un poco desorientado, no sabía muy bien lo que estaba pasando, ni qué hacía aquí. Todo se resolvió un rato después, cuando una persona vestida con un extraño mono que parecía de astronauta, se identificó como mi médico, y me lo explicó todo.
Se ve que tengo una enfermedad llamada COVID-19, una enfermedad nueva, y que, a consecuencia de ella, me tenía que quedar allí, en el hospital. No le veía ningún problema mientras pudiera seguir viendo a mi mujer, pero el doctor me dijo que no era posible y añadió que no podía mantener contacto con nadie. Después me comentó los procedimientos, algunos puntos importantes y se fue.
Me pasé dos días aburrido, sin nada que hacer; de vez en cuando venían a hacerme alguna prueba. No podía hacer nada porque no me podía mover, no podía salir, ni tampoco me gustaba ver la televisión, puesto que no ponían nada interesante. Así que, para distraerme, pedí una libreta y un lápiz, que me trajeron enseguida.
A las 48 horas de estar allí ingresado, ya me había hecho una idea aproximada de la rutina del hospital: me llevaban comida tres veces al día y de vez en cuando alguien venía a preguntarme si estaba bien. Como siempre contestaba que sí, que solo eran pequeñas molestias sin importancia, habían dejado de venir tan frecuentemente. En esos momentos, cuando tan solo estaba rodeado de esas paredes blancas, lisas y sin vida, me pasaba las horas recordando y algunas veces dibujaba.
Mi vida en esos momentos era bastante monótona y aburrida; cada día notaba como la soledad se apoderaba de mí y la depresión se iba abriendo camino sin que pudiera tan solo pararla.
Pero todo cambió cuando, una mañana entró en la habitación una chica, de unos 25 años. Esta chica no vestía cómo todos los que entraban los que me venían a ver, sino que iba con ropa de calle. Al ver que estaba despierto sonrió y me preguntó que cómo estaba y si no le importaba que ella me hiciera compañía. No pude rechazar aquella magnífica oferta de tener contacto humano y poder hablar con alguien, así que asentí. Resultó ser una chica muy agradable y divertida, más de una vez me sorprendí a mí mismo sonriendo. El día se nos pasó volando y cuando se acercó la hora de cenar ella se despidió y salió por la puerta. Aquella noche, por mi cabeza pasaban varios pensamientos, pero sospechaba que algo se me estaba escapando. La chica me era familiar y me pregunté si al día siguiente la vería de nuevo.
Y así fue. Cada día venía a visitarme, algunas veces llevaba libros y otros escuchaba el que le que explicaba sobre Anna y nuestra vida. Cuando decidí que era digna de confianza le empecé a explicar sobre mi hija. Cuando hacía esto a ella siempre se le escapaba alguna lágrima y a mí algunas veces también, pero por suerte siempre iba equipada con un paquete de pañuelos que íbamos compartiendo durante el relato. Por extraño que pareciera, nunca le llegué a preguntar su nombre, ella tampoco me lo dijo, así que se quedó en un misterio. Algunas otras preguntas rondaban por mi mente. Una de ellas era que por qué no llevaba ninguna protección. También me parecía bastante extraño que siempre se iba antes de que alguien llegara, y con esto me refiero a irse antes de que me llevaran la cena, o salir por la puerta con paso rápido antes de que vinieran a hacerme mis revisiones diarias. Por algún motivo que no recuerdo nunca le comenté nada.
Cada día que pasaba yo me sentía más y más débil, cada vez tenía más complicaciones para respirar, lo que significaba que ahora tenía que llevar una mascarilla de oxígeno. Los únicos momentos en los que mi día se hacía más entretenido era cuando aparecía mi misteriosa visitante.
Durante esas horas yo estaba tan cansado que casi no podía hablar y con el respirador era aún más complicado, así que me dedicaba a escuchar las historias que esta chica me leía. Pasaron los días y yo me encontraba algo mejor así que me sacaron el respirador. Por el día hablaba con ella y le explicaba algunas memorias que me pasaban por la cabeza; por las noches, escribía. Escribía la carta que tenía que ser la despedida para mi mujer. En ella vertí todos nuestros momentos más especiales, los momentos más despistados que tuvimos y las anécdotas que surgieron de estos. Cuanto más escribía más lágrimas resbalaban por mi mejilla, pero no, no eran lágrimas de tristeza, eran lágrimas de felicidad mezcladas con la melancolía y quizás sí, un poco de miedo.
Nunca me faltaba compañía, siempre había alguien a mi alrededor, pero cuando vi que las cosas empeoraban, cuando sentía como la vida se iba desprendiendo lentamente de mí y que mi alma intentaba atravesar la jaula que tenía como cuerpo para ser por fin libre, pedí a los médicos que me dejaran solo. No quería a nadie intentando salvarme porque ya sabía que la lucha estaba por acabar. Siguiendo mi último deseo, los médicos se fueron de la pequeña habitación diciéndome que, si cambiaba de opinión, pulsara el botón que tenía junto a la cama.
Y al fin, me quedé solo.
Estallé a llorar unos segundos después de que la puerta se cerrara completamente. saqué la frustración de no poder ver a nadie en los que podían ser mis últimos instantes. Las lágrimas se deslizaban una detrás de otra hasta que no quedaron más. Hubo un momento de calma y entonces la chica entró en la habitación.
Se sentó a mi lado como había hecho tantas veces y me cogió la mano durante unos minutos antes de sacar mi libro preferido de su mochila y empezar a leer. Yo escuchaba con atención, pero la interrumpí al cabo de un rato; un pensamiento fugaz, que ya había pasado por mi cabeza más de una vez, pero que nunca había visto claro se hizo presente. Sentía que iba perdiendo la fuerza, así que le dije, con voz débil, que le diera a mi mujer aquella carta a la cual había dedicado tanto tiempo y amor.
No obstante, estas no fueron mis últimas palabras. La miré a sus ojos con cariño y le dije:
-Sabes? - esforzándome para sonreír continué -. Siempre he pensado que te parecías a una persona que ha sido muy importante para mí: mi angelito, mi pequeña Helena.
Exhalando un último suspiro, la vida abandonó mi cuerpo definitivamente, no sin antes oír a la joven decir:
-Nos vemos al otro lado papá.
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Mini-relatos
אקראיAqui es donde escribiré de vez en cuando algunas mini historias. Pueden ser de todo tipo, seguramente en el titulo lo podreis ver. Espero que os guste.