Prologo.

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Seattle, Estados Unidos, fue mi hogar mientras crecí; Sapporo, Japón, era mi refugio durante las vacaciones escolares.

Hasta los veintidós años, veía ese lugar como un sitio mágico, hasta que me tocó vestirme de negro y despedirme de la persona que más amaba en el mundo: mi abuela Aiko.

Prefiero contar a los invitados antes que ver cómo bajan el ataúd. En total, somos veinticinco, entre familiares cercanos y vecinos. Mako, la ama de llaves, también está aquí, vestida de blanco en su honor.

Mis manos tiemblan mientras me quito el collar de diamante verde que mi abuela me regaló en mi cumpleaños número quince. Lo lanzo al hoyo, donde también se entierra mi infancia.

Mi madre, con su diamante blanco y mi tía, con el morado, son las siguientes. Mi prima Kazu lo hace por mi tío, con el diamante azul, y mi hermana es la última, con el ámbar.

Objetos que, hasta ahora, pierden su valor, acabando con la tradición familiar.

—Aiko; kanojo no namae ga shimesu yō ni, kanojo wa watashitachi no kioku no naka de, mohan-tekina josei de ari, haha de ari, sobo de ari, yūjin de ari tsuzukemasu. Aijō fukaku, keii o arashi, yōki desu.

(Aiko; como su nombre lo indica, fue y seguirá siendo en nuestra memoria una mujer, madre, abuela y amiga ejemplar; cariñosa, respetuosa y alegre.)

—Minna ni aisare, kanojo ni tayoru subete no hito ni ai o teikyō shi, kanojo wa ningen to shite mo shinkan to shite mo, Aiko wa te to chie o hirogete imashita...

(Amada por todos, y ofreciendo amor a todo aquel que recurría a ella, ya fuera como humana o como sacerdotisa, Aiko extendía su mano y sabiduría...)

El ambiente otoñal se presta para la ocasión. Las flores de cerezo caen con cada palabra inútil que sale de la boca del sacerdote, quien minutos antes solo me habló para preguntarme qué pasará ahora con el templo Fushimi Inari. ¿En manos de quién quedará?

En las de él, por supuesto que no.

Viejo sanguijuela.

—¿Watashitachi to issho ni kimasu ka? —me pregunta mi hermana Koemi en japonés para que padre no nos entienda.

(¿Vendrás con nosotros?)

—Haha to issho ni imasu —entrelazo nuestras manos, apoyando mi cabeza en su hombro, donde reposa su trenzada cabellera negra—. Nigete mo tera de neru no wa yokeraremasen.

(Me quedaré con mamá. Huir no te salvará de dormir en el templo.)

—Mada kowai desu.

(Aún me da miedo.)

—Mō itta deshō, yūrei wa watashi datta tte.

(Ya te dije que el fantasma era yo.)

Una pequeña risa brota en el peor momento, apenas contenida por la mirada asesina que nos lanza mamá.

—¿Moshi obāchan ga watashitachi no ashi o hippattara dō suru? —sigo con los chistes negros.

(¿Y si la abuela nos jala las patas?)

Si Koemi no murió por falta de aire, ambas moriremos de las carcajadas que interrumpen la oración del sacerdote a mitad del entierro.

Soy Nazomi Flynn, de ascendencia asiática y cultura estadounidense. Cabello lacio y negro, como los ojos de mi hermana, que a sus veinticuatro años parece tener la vida resuelta, mientras que mi mayor logro ha sido conseguir trabajo en el refugio de animales del centro de Seattle.

Hasta entonces, era ignorante del papel que desempeñaba nuestra sangre.

Yokai ||Jorōgumo||Donde viven las historias. Descúbrelo ahora