Prólogo

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Era muy usual irse a dormir oyendo el sonido de una ocarina

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Era muy usual irse a dormir oyendo el sonido de una ocarina. Una melodía relajante, parte de la tradición la hermosa Colonia de Tar, habitada por una población de no más que casi mil hadas. Se oía también cuando alguien llegaba por el inmenso mar hacia las costas. Fuera parte del característico pueblo o un foráneo explorando las Tierras. Las hadas anunciaban, de igual forma, su bienvenida para esperar a los recién llegados en la costa. Otorgar regalos u ofrendas en caso de tratarse de exploradores, o recibir con un cálido abrazo si se trataba de un miembro de la familia.

La ocarina sonó también esa misma noche, digna de ser olvidada o borrada de la historia. Femir abrió los ojos de manera abrupta, con su sueño viéndose interrumpido. Quitó esa manta de pétalos de flor, fina e ideal para el clima cálido de los comienzos de otoño, dejando al descubierto su cuerpo delgado para bajar de su cama y caminar hacia el balcón. Varias opciones había para hacer sonar aquel mítico instrumento en mitad de la noche: algún extranjero, su familia llegando... un ataque.

Jamás se anunció un ataque de esa forma.

¿Acaso fue un sueño? Un ardiente sueño cuyas llamas devoraron, furiosas, todo a su paso. Un pueblo hecho de madera, fácil de quemar e imposible de apagar. Desde las vistas de Femir, la Colonia brillaba, mezclando su luz junto con la del extraño barco que descansaba en el puerto. Casi eran uno mismo. Apenas podían distinguirse desde las distancias, volviendo lo que antes fue una preciosa vista una pesadilla.

Entonces, la ocarina dejó de sonar y Femir por fin pudo despertar.

Tapado con una manta de jabalí, siendo protegido de la fría brisa de las primeras Lunas de primavera. Sus ojos merodearon por cada rincón de lo que pudo reconstruir de su casa, pero sin mover un solo músculo más, hasta que volteó para quedar boca arriba. Femir quería asegurarse, o lamentar, estar de regreso a la realidad, mirando esa triste hoja que colgaba sobre su cama, haciendo un techo para protegerlo de las goteras.

Ver su penoso hogar es lo que más le encogía su corazón. La torre fue lo único que se mantuvo intacto y una parte de lo que en un pasado fue su habitación. Reparar el techo fue cuestión de esperar varias tormentas para asegurarse de hacerlo lo más resistente posible, cubriéndolo con corteza de hongo. Aunque, de todas formas, aún se conservan agujeros donde entran gotas de lluvia. Lo más vergonzoso fue robar los restos de las propiedades de sus vecinos, amigos y conocidos —todos ellos siendo considerados familia— para poder tener su propia comodidad.

Pudo restaurar paredes, restaurar su cama y armarse una biblioteca transcribiendo o rescatando viejos libros de historia, magia, herbología. Todo su entorno se ve hecho un desastre, como un muñeco hecho de trapos viejos y sucios. Después de todo, ya no existe la armonía de color y estética dentro de su hogar.

Sabiendo que, por unas horas, no podrá dormir, Femir se levantó. Miró en su mesa de luz una caja extraña que conservaba y la tomó. Arrastrando los pies hasta la cortina que separa el interior del exterior. De su habitación sólo se conservó el suelo, o parte de este y una pared: la de atrás. Nada más. Hacía frío, pero poco le importó. Bajó por una escalera hecha por él mismo, sus pies acariciaron el pasto y se acercó un poco más al acantilado. Se sentó en el suelo, un poco húmedo por el rocío y miró hacia el mar. Su casa había conseguido aguantar más que el resto por ser la más lejana de la Colonia. Para cuando el fuego llegó hasta aquí, ya era más que controlable gracias a la lluvia de esa trágica Luna, y aunque hayan sido varias de las hadas encargadas de llamarla, no había sido suficiente para evitar todo lo ocurrido.

La Última HadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora