Los truenos parecían romperse en aludes sobre los riscosos perfiles del Morne Rouge, rodando largamente al fondo de las barrancas, cuando los delegados de las dotaciones de la Llanura del Norte llegaron a las espesuras de Bois Caimán, enlodados hasta la cintura y temblando bajo sus camisas mojadas. Para colmo, aquella lluvia de agosto, que pasaba de tibia a fría según girara el viento, estaba apretando cada vez más desde la hora de la queda de esclavos. Con el pantalón pegado a las ingles, Ti Noel trataba de cobijar su cabeza bajo un saco de yute, doblado a modo de capellina. A pesar de la obscuridad era seguro que ningún espía se hubiese deslizado en la reunión. Los avisos habían dados, muy a última hora, por hombres probados. Aunque se hablara en voz baja, el rumor de las conversaciones llenaba todo el bosque, confundiéndose con la constante presencia del aguacero en las frondas estremecidas.
De pronto, una voz potente se alzó en medio del congreso de sombras. Una voz, cuyo poder de pasar sin transición del registro grave al agudo daba un raro énfasis a las palabras. Había mucho de invocación y de ensalmo en aquel discurso lleno de inflexiones coléricas y de gritos. Era Bouckman el jamaiquino quien hablaba de esta manera. Aunque el trueno apagara frases enteras, Ti Noel creyó comprender que algo había ocurrido en Francia, y que unos señores muy influyentes habían declarado que debía darse la libertad a los negros, pero que los ricos propietarios del Cabo, que eran todos unos hideputas monárquicos, se negaban a obedecer. Llegado a este punto, Bouckman dejó caer la lluvia sobre los árboles durante algunos segundos, como para esperar un rayo que se abrió sobre el mar. Entonces, cuando hubo pasado el retumbo, declaró que un Pacto se había sellado entre los iniciados de acá y los grandes Loas del África, para que la guerra se iniciara bajo los signos propicios. Y de las aclamaciones que ahora lo rodeaban brotó la admonición final:
—El Dios de los blancos ordena el crimen. Nuestros dioses nos piden venganza. Ellos conducirán nuestros brazos y nos darán la asistencia. ¡Rompan la imagen del Dios de los blancos, que tiene sed de nuestras lágrimas; escuchemos en nosotros mismos la llamada de la libertad!
Los delegados habían olvidado la lluvia que les corría de la barba al vientre, endureciendo el cuero de los cinturones. Una alarida se había levantado en medio de la tormenta. Junto a Bouckman, una negra huesuda, de largos miembros, estaba haciendo molinetes con un machete ritual.
Fai Ogún, Fai Ogún, Fai Ogún, oh!
Damballah m'ap tiré canon,
Fai Ogún, Fai Ogún, Fai Ogún, oh!
Damballah m'ap tiré canon!Ogún de los hierros, Ogún el guerrero, Ogún de las fraguas, Ogún mariscal, Ogún de las lanzas, Ogún-Changó, Ogún-Kankanikán, Ogún-Batala, Ogún-Panamá, Ogún-Bakulé, eran invocados ahora por la sacerdotisa del Radá, en medio de la grita de sombras:
Ogún Badagrí,
General sanglant,
Saizi z'orage Ou scell’orage
Ou fait Kataonn z’ eclai?El machete se hundió súbita mente en el vientre de un cerdo negro, que largó las tripas y los pulmones en tres aullidos. Entonces, llamados por los nombres de sus amos, ya que no tenían mas apellido, los delegados desfilaron de uno en uno para untarse los labios con la sangre espumosa del cerdo, recogida en un gran cuenco de madera. Luego, cayeron de bruces sobre el suelo mojado.
Ti Noel, como los demás, juró que obedecería siempre a Bouckman. El jamaiquino abrazó entonces a Jean Francois, a Biassou, a Jeannot, que no habrían de volver aquella noche a sus haciendas. El estado mayor de la sublevación estaba formado. La señal se daría ocho días después. Era muy probable que se lograra alguna ayuda de los colonos españoles de la otra vertiente, enemigos irreconciliables de los franceses. Y en vista de que sería necesario redactar una proclama y nadie sabía escribir, se pensó en la flexible pluma de oca del abate de la Haye, párroco del Dondón, sacerdote volteriano que daba muestras de inequívocas simpatías por los negros desde que había tomado conocimiento de la Declaración de Derechos del Hombre.Como la lluvia había hinchado los ríos, Ti Noel tuvo que lanzarse a nado en la cañada verde, para estar en la caballeriza antes del despertar del mayoral. La campana del alba lo sorprendió sentado y cantando, metido hasta la cintura en un montón de esparto fresco, oliente a sol.
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El reino de este mundo
Historische RomaneEl reino de este mundo es una novela publicada en 1949, en Cuba por el escritor cubano Alejo Carpentier cuyo tema principal se enmarca en la revolución haitiana.