V DE PROFUNDIS

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El veneno se arrastraba por la Llanura del Norte, invadiendo los potreros y los establos. No se sabía cómo avanzaba entre las gramas y alfalfas, cómo se introducía en las pacas de forraje, cómo se subía a los pesebres. El hecho era que las vacas, los bueyes, los novillos, los caballos, las ovejas, reventaban por centenares, cubriendo la comarca entera de un inacabable hedor de carroña. En los crepúsculos se encendían grandes hogueras, que despedían un humo bajo y lardoso, antes de morir sobre montones de bucráneos negros, de costillares carbonizados, de pezuñas enrojecidas por la llama. Los más expertos herbolarios del Cabo buscaban en vano la hoja, la resina, la savia, posibles portadoras del azote. Las bestias seguían desplomándose, con los vientres hinchados, envueltas en un zumbido de moscas verdes. Los techos estaban cubiertos de grandes aves negras, de cabeza pelada, que esperaban su hora para dejarse caer y romper los cueros, demasiado tensos, de un picotazo que liberaba nuevas podredumbres.

Pronto se supo, con espanto, que el veneno había entrado en las casas. Una tarde, al merendar una ensaimada, el dueño de la hacienda de Coq-Chante se había caído, súbitamente, sin previas dolencias, arrastrando consigo un reloj de pared al que estaba dando cuerda. Antes de que la noticia fuese llevada a las fincas vecinas, otros propietarios habían sido fulminados por el veneno que acechaba, como agazapado para saltar mejor, en los vasos de los veladores, en las cazuelas de sopa, en los frascos de medicinas, en el pan, en el vino, en la fruta y en la sal. A todas horas escuchábase el siniestro claveteo de los ataúdes. A la vuelta de cada camino aparecía un entierro. En las iglesias del Cabo no se cantaban sino Oficios de Difuntos, y las extremaunciones llegaban siempre demasiado tarde, escoltadas por campanas lejanas que tocaban a muertes nuevas. Los sacerdotes habían tenido que abreviar los latines, para poder cumplir con todas las familias enlutadas. En la Llanura sonaba, lúgubre, el mismo responso funerario, que era el gran himno del terror. Porque el terror enflaquecía las caras y apretaba las gargantas. A la sombra de las cruces de plata que iban y venían por los caminos, el veneno verde, el veneno amarillo, o el veneno que no teñía el agua, seguía reptando, bajando por las chimeneas de las cocinas, colándose por las hendijas de las puertas cerradas, como una incontenible enredadera que buscara las sombras para hacer de los cuerpos sombras. De misereres a de profundis proseguía, hora tras hora, la siniestra antífona de los sochantres.

Exasperados por el miedo, borrachos de vino por no atreverse ya a probar el agua de los pozos, los colonos azotaban y torturaban a sus esclavos, en busca de una explicación. Pero el veneno seguía diezmando las familias, acabando con gentes y crías, sin que las rogativas, los consejos médicos, las promesas a los santos, ni los ensalmos ineficientes de un marinero bretón, nigromante y curandero, lograran detener la subterránea marcha de la muerte. Con prisa involuntaria por ocupar la última fosa que quedaba en el cementerio, Madame Lenormand de Mezy falleció el domingo de Pentecostés, poco después de probar una naranja particularmente hermosa que una rama, demasiado complaciente, había puesto al alcance de sus manos. Se había proclamado el estado de sitio en la Llanura. Todo el que anduviera por los campos, o en cercanía de las casas después de la puesta del sol, era derribado a tiros de mosquete sin previo aviso. La guarnición del Cabo había desfilado por los caminos, en risible advertencia de muerte mayor al enemigo inapresable. Pero el veneno seguía alcanzando el nivel de las bocas por las vías mas inesperadas. Un día, los ocho miembros de la familia Du Periguy lo encontraron en una barrica de sidra que ellos mismos habían traído a brazos desde la bodega de un barco recién anclado. La carroña se había adueñado de toda la comarca.

Cierta tarde en que lo amenazaban con meterle una carga de pólvora en el trasero, el fula patizambo acabó por hablar. El manco Mackandal, hecho un houngán del rito Radá, investido de poderes extraordinarios por varias caídas en posesión de dioses mayores, era el Señor del Veneno. Dotado de suprema autoridad por los Mandatarios de la otra orilla, había proclamado la cruzada del exterminio, elegido, como lo estaba, para acabar con los blancos y crear un gran imperio de negros libres en Santo Domingo. Millares de esclavos le eran adictos. Ya nadie detendría la marcha del veneno. Esta revelación levantó una tempestad de trallazos en la hacienda. Y apenas la pólvora, encendida de pura rabia, hubo reventado los. Intestinos del negro hablador, un mensajero fue despachado al Cabo. Aquella misma tarde se movilizaron todos los hombres disponibles para dar caza a Mackandal. La Llanura hedionda a carne verde, a pezuñas mal quemadas, a oficio de gusanos— se llenó de ladridos y de blasfemias.

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