IV EL EMPAREDADO

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Cuando los trabajos de la Ciudadela estuvieron próximos a llegar a su término y los hombres de oficios se hicieron más necesarios a la obra que los cargadores de ladrillos, la disciplina se relajó un poco, y aunque todavía subían morteros y culebrinas hacia los altos riscos de la montaña, muchas mujeres pudieron volver a sus ollas engrisadas por las telarañas. Entre los que dejaron marchar por ser menos útiles se escurrió Ti Noel, una mañana, sin volver la cabeza hacia la fortaleza ya limpia de andamios por el flanco de la Batería de las Princesas Reales. Los troncos que ahora rodaban, cuesta arriba, a fuerza de palancas, servirían para carpintear los pisos de los departamentos. Pero nada de esto interesaba ya a Ti Noel, que sólo ansiaba instalarse sobre las antiguas tierras de Lenormand de Mezy, a las que regresaba ahora como regresa la anguila al limo que la vio nacer. Vuelto al solar, sintiéndose algo propietario de aquel suelo cuyos accidentes sólo tenían un significado para él, comenzó a machetear aquí y allá, poniendo algunas ruinas en claro. Dos aromos, al caer, sacaron a la luz un trozo de pared. Bajo las hojas de un calabazo silvestre reaparecieron las baldosas azules del comedor de la hacienda. Cubriendo con pencas de palma la chimenea de la antigua cocina —rota a medio derrame—, el negro tuvo una alcoba en la que había que penetrar de manos, y que llenó de espigas de barba de indio para descansar de los golpes recibidos en los senderos del Gorro del Obispo.

Ahí pasó los vientos del invierno y las lluvias que siguieron, y vio llegar el verano con el vientre hinchado de haber comido demasiadas frutas verdes, demasiados mangos aguados, sin atreverse a salir mucho a los caminos, por miedo a la gente de Christophe que andaba buscando hombres, a lo mejor, para construir algún nuevo palacio, tal vez ése, de que hablaban algunos, alzado en las riberas del Artibonite, y que tenía tantas ventanas como días suma el año. Pero como transcurrieron otros meses sin mayor novedad, Ti Noel, harto de miseria, emprendió un viaje a la Ciudad del Cabo, andando sin apartarse del mar, junto a la borrada vereda que tantas veces siguiera antaño, detrás del amo, cuando regresaba a la hacienda montado en caballo de dientes sin cerrar de esos que trotan con ruido de cordobán doblado y llevan en el cuello todavía las graciosas arrugas del potro. La ciudad es buena. En la ciudad, una rama ganchuda encuentra siempre cosas que meter en un saco que se lleva al hombro. En una ciudad siempre hay prostitutas de corazón generoso que dan limosnas a los ancianos hay mercados con alguna música, animales amaestrados, muñecos que hablan y cocineras que se divierten con quien, en vez de hablar de hambre, señala el aguardiente. Ti Noel sentía que un gran frío se le iba metiendo en la médula de los huesos. Y añoraba grandemente aquellos frascos de otros tiempos —los del sótano de la hacienda—, cuadrados, de cristal grueso, llenos de cáscaras, de hierbas, de moras y berros macerados en alcohol, que despedían tintas quietas de muy suave olor.

Pero Ti Noel halló a la ciudad entera en espera de una muerte. Era como si todas las ventanas y puertas de las casas, todas las celosías, todos los ojos de buey, se hubiesen vuelto hacia la sola esquina del Arzobispado, en una expectación de tal intensidad que deformaba las fachadas en muecas humanas. Los techos estiraban el alero, las esquinas adelantaban el filo y la humedad no dibujaba sino oídos en las paredes. En la esquina del Arzobispado un rectángulo de cemento acababa de secarse, haciéndose mampostería con la muralla, pero dejando una gotera abierta. De aquel agujero, negro como boca desdentada, brotaban de súbito unos alaridos tan terribles que estremecían toda la población, haciendo sollozar los niños en las casas. Cuando esto ocurría las mujeres embarazadas se llevaban las manos al vientre y algunos transeúntes echaban a correr sin acabar de persignarse. Y seguían los aullidos, los gritos sin sentido, en la esquina del Arzobispado hasta que la garganta, rota en sangre, se terminara de desgarrar en anatemas, amenazas obscuras, profecías e imprecaciones. Luego era un llanto, un llanto sacado del fondo del pecho, con lloriqueos de rorro metidos en voz de anciano, que resultaba más intolerable aún que lo de antes. Al fin, las lágrimas se deshacían en un estertor en tres tiempos, que iba muriendo con larga cadencia asmática, hasta hacerse mero respiro. Y esto se repetía día y noche, en la esquina del Arzobispado. Nadie dormía en el Cabo. Nadie se atrevía a pasar por las calles aledañas. Dentro de las viviendas se rezaba en voz baja, en las habitaciones más retiradas. Y es que nadie hubiera tenido la audacia siquiera, de comentar lo que estaba ocurriendo. Porque aquel capuchino que estaba emparedado en el edificio del Arzobispado, sepultado en vida dentro de su oratorio, era Cornejo Breille, duque del Anse, confesor de Henri Christophe. Había sido condenado a morir ahí, al pie de una pared recién repellada, por el delito de quererse marchar a Francia conociendo todos los secretos del rey, todos los secretos de la Ciudadela, sobre cuyas torres encarnadas había caído el rayo varias veces ya. La reina María Luisa podía implorar en vano, abrazándose a las botas de su esposo. Henri Christophe, que ababa de insultar a San Pedro por haber mandado una nueva tempestad sobre su fortaleza, no iba a asustarse por las ineficientes excomuniones de un capuchino francés. Además, por si podía quedar alguna duda, Sans-Souci tenía un nuevo favorito: un capellan español de larga teja, tan dado a ir, correr y decir, como aficionado a salmodiar la misa con hermosa voz de bajo, al que todos llamaban el padre Juan de Dios. Cansado del garbanzo y la cecina de los toscos españoles de la otra vertiente, el fraile astuto se encontraba muy bien en la corte haitiana, cuyas damas lo colmaban de frutas abrillantadas y vinos de Portugal. Se rumoraba que ciertas frases suyas, dichas como despreocupadamente, en presencia de Christophe, un día en que enseñaba sus lebreles a saltar por el rey de Francia, eran la causa de la terrible desgracia de Cornejo Breille.

Al cabo de una semana de encierro, la voz del capuchino emparedado se había hecho casi imperceptible, muriendo en un estertor más adivinado que oído. Y luego, había sido el silencio, en la esquina del Arzobispado. El silencio demasiado prolongado de una ciudad que ha dejado de creer en el silencio y que sólo un recién nacido se atrevió a romper con un vagido ignorante, reencaminando la vida hacia su sonoridad habitual de pregones, abures, comadreos y canciones de tender la ropa al sol. Entonces fue cuando Ti Noel pudo echar algunas cosas dentro de su saco, consiguiendo de un marino borracho las monedas suficientes para beberse cinco vasos de aguardiente, uno encima del otro.

Tambaleándose a la luz de la luna, tomó el camino de regreso, recordando vagamente una canción de otros tiempos, que solía cantar siempre que volvía de la ciudad. Una canción en la que se decían groserías a un rey. Eso era lo importante: a un rey. Así, insultando a Henri Christophe, cansándose de imaginarias exoneraciones en su corona y su prosapia, encontró tan corto el andar que cuando se echó sobre su jergón de barba de indio llegó a preguntarse si había ido realmente a la Ciudad del Cabo.

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