VII LA PUERTA ÚNICA

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Los pajes africanos salieron a todo correr por una puerta trasera que daba a la montaña,. llevando en hombros, a la manera primitiva, una rama alisada a machete, de la que pendía una hamaca cuyo estambre roto dejaba pasar las espuelas del monarca.
Detrás de ellos, volviendo la cabeza, tropezando, en la obscuridad, con las raíces de los flamboyanes, venían las princesas Atenais y Amatista, calzadas, para menos estorbo, con sandalias de sus camareras, y la reina, que había arrojado sus zapatos con el primer tacón torcido por las piedras del camino. Solimán, el lacayo del rey, que antaño fuera masajista de Paulina Bonaparte, cerraba la retirada, con un fusil en bandolera y un machete de calabozo en la mano. A medida que se adentraban en la noche arbolada de las cumbres, el incendio de abajo se veía más apretado, más compacto de llamas, aunque ya comenzara a detenerse en el linde de las explanadas del palacio. Por un costado de Millot, sin embargo, el fuego había prendido en las pacas de alfalfa de las caballerizas. De muy lejos se oían relinchos que más parecían alaridos de grandes niños torturados, en tanto que un tablaje entero solía desplomarse en un remolino de astillas incandescentes, dejando paso a un caballo enloquecido, con las crines chamuscadas y la cola en el hueso. De pronto, muchas luces comenzaron a correr dentro del edificio. Era un baile de teas que iba de la cocina a los desvanes, colándose por las ventanas abiertas, escalando las balaustradas superiores, corriendo por las goteras, como si una increíble cocuyera se hubiese apoderado de los pisos altos. El saqueo había comenzado. Los pajes alargaron el paso, sabiendo que aquello detendría, por un buen tiempo, a los amotinados. Solimán aseguró el cerrojo del fusil echándose al sobaco el talón de la culata.

Cercana el alba, los fugitivos llegaron a las inmediaciones de la Ciudadela La Ferriére. La marcha se hacía más trabajosa por lo empinado de las cuestas, y la cantidad de cañones que yacían en el sendero, sin haber sin haber llegado a sus cureñas, y que ahora permanecerían ahí para siempre, hasta deshacerse en escama de herrumbre. El mar clareaba hacia la isla de la Tortuga cuando las cadenas del puente levadizo corrieron con ruido siniestro sobre la piedra. Lentamente se abrieron los batientes claveteados de la Puerta Única. Y el cadáver de Henri Christophe entró en su Escorial, con las botas adelante, siempre envuelto en su hamaca llevada por los pajes negros. Cada vez más pesado, comenzó a ascender por las escaleras interiores, llovido por las gotas frías que caían de las falsas bóvedas. Las dianas rompieron el amanecer, respondiéndose de todos los extremos de la fortaleza. Totalmente vestida de hongos encarnados, llena de noche todavía, la ciudadela emergía —sangrienta arriba, herrumbrosa abajo— de las nubes grises que tanto habían hinchado los incendios de la Llanura.

Ahora, en medio del patio de armas, los fugitivos narraban su gran desgracia al gobernador de la fortaleza. Pronto las noticias bajaron por los respiraderos, túneles y corredores, a las cámaras y dependencias. Los soldados empezaron a aparecer, en todas partes, empujados hacia adelante por nuevos uniformes que salían de las escaleras, desertaban las baterías, bajaban de las atalayas desatendiendo las postas. Se oyó una grita jubilosa en el patio de la torre mayor: liberados por sus guardianes, los presos salían de los calabozos, subiendo con desafiante alegría hacia donde se encontraban las personas reales. Cada vez más apretados por esa multitud, los pajes de tocas deslucidas, la reina descalza, las princesas tímidamente defendidas de manos insolentes por Solimán, fueron retrocediendo hacia un montón de mortero fresco, destinado a obras inconclusas, en el que se hundían varias palas acabadas de dejar por los albañiles. Viendo que la situación se hacia difícil, el gobernador dio orden de despejar el patio. Su voz levantó una vasta carcajada. Un preso, tan harapiento que llevaba el sexo de fuera del calzón, alargó un dedo hacia el cuello de la reina:
—En país de blancos, cuando muere un jefe se corta la cabeza a su mujer.

Al comprender que el ejemplo dado casi treinta años atrás por los idealistas de la Revolución Francesa era muy recordado ahora por sus hombres, el gobernador pensó que todo estaba perdido. Pero, en ese preciso instante, el rumor de que la compañía del cuerpo de guardia se había largado, laderas abajo, cambió súbitamente el cariz de los acontecimientos. Corriendo, los hombres se atropellaron, por escaleras y túneles, para llegar antes a la Gran Puerta de la Ciudadela. A brincos, a resbalones, cayendo, rodando, se arrojaron por los senderos del monte, buscando atajos para llegar cuanto antes a Sans-Souci. El ejército de Henri Christophe acababa de deshacerse en alud. Por vez primera el inmenso edificio se vio desierto, cobrando, con el vasto silencio de sus salas, una fúnebre solemnidad de sepultura real.

El gobernador entreabrió la hamaca para contemplar el semblante de Su Majestad.
De una cuchillada cercenó uno de sus dedos meñiques, entregándolo a la reina, que lo guardó el escote, sintiendo cómo descendía hacia su vientre, con fría retorcedura de gusano. Después, obedeciendo una orden. 1os pajes colocaron el cadáver sobre el montón argamasa, en el que empezó a hundirse lentamente, de espaldas, como halado por manos viscosas. El cadáver se había arqueado un poco en la subida, al haber sido recogido, tibio aún, por los servidores. Por ello desaparecieron primero su vientre y sus muslos. Los brazos y las botas siguieron flotando, como indecisos, en la grisura movediza de la mezcla. Luego, sólo quedo el rostro, soportado por el dosel del bicornio atravesado de oreja a oreja. Temiendo que el mortero se endureciera sin haber sorbido totalmente la cabeza, el gobernador apoyó su mano en la frente del rey para hundirla más pronto, con gesto de quien toma la temperatura a un enfermo. Por fin se cerró la argamasa sobre los ojos de Henri Christophe, que proseguía, ahora, su lento viaje en descenso, en la entraña misma de una humedad que se iba haciendo menos envolvente.

Al fin el cadáver se detuvo, hecho uno con la piedra que lo apresaba. Después de haber escogido su propia muerte, Henri Christophe ignoraría la podredumbre de su carne, carne confundida con la materia misma de la fortaleza, inscrita dentro de su arquitectura, integrada en su cuerpo haldado de contrafuerte. La Montaña del Gorro del Obispo, toda entera, se había transformado en el mausoleo del primer rey de Haití.

El reino de este mundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora