Capítulo 1: Perdida

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   Esta es la historia de Margot, una niña normal, que vive en un pequeño pueblo a la orilla de un río. Su hogar está rodeado por un espeso bosque, que se ve interrumpido esporádicamente por uno que otro sendero. La combinación de estas cosas, hacía que su pueblo sea un lugar lleno de belleza natural; los árboles crecen altos y fuertes, las frutas y los pastizales crecen por montones en el bosque, extendiéndose por kilómetros y más kilómetros. El río, aunque no muy ancho, es muy profundo, y en las épocas de invierno, en alguna crecida, fácilmente puedes caer y ahogarte en él.
   Margot es una niña de doce años, de tez blanca, ojos azules, adornados por unos lentes gruesos, con cristales parecidos al fondo de una botella, un largo cabello amarillo y liso que cae como una cascada por sus hombros. Dueña de un cuerpo menudito, como el típico de un adolecente que no gusta de los deportes, y que ha vivido la mayor parte de sus días libres dibujando, haciendo sus tareas en vez de jugar al aire libre. Estas características hacían de ella una niña bastante introvertida y pensativa, propio de personas que de pronto se quedan como aturdidas, mirando una nube o leyendo y releyendo el mismo verso de un poema, porque lo encontró muy bello, esperando vivir de nuevo la emoción que sintió la primera vez. Esta personalidad le había traído más de un problema, haciendo que fuera el objeto de más de una burla por parte de sus compañeros de clase… Uno esperaría que los niños del campo fueran más amables… pero los niños lugareños eran como todos los demás; para ellos ser diferente en algún ámbito, era sinónimo de malo. Por lo mismo, ella era tratada como un bicho raro en su escuela. Sus lentes y su cuerpo menudo no ayudaban mucho en ese aspecto, pues, muchas eran las veces en las que intentó congeniar con sus compañeros, pero veía cómo los demás la superaban en todo físicamente sin hacer mucho esfuerzo… La elegían al último en todos sus juegos. Además, jamás pudo atrapar a alguno o tapar un tiro al arco. Sencillamente, todo se movía demasiado rápido para ella.
   Sus padres se habían mudado desde la ciudad hace cuatro años. A pesar de que el cambio no fue todo lo que Margot esperaba o quería, ella lo aceptaba, pues su vida en su otro colegio no era muy diferente a lo que tenía ahora.
   Desde muy pequeña su distraído corazón le había traído problemas y su cuerpo era significado de burlas. Un día, se paró frente al espejo y se dijo:
   – ¿Por qué eres así? ¿Tan menuda y con esos lentes tan feos? –se recriminaba –. ¡Desde ahora vas a cambiar!
   Habla frente al espejo, como si al ser distinto algo en su imagen, pudiera cambiar algo dentro de ella. Entonces, llena de valor, se quitó sus gruesos lentes para ver su nueva apariencia; el problema era que sin sus lentes no veía nada… Así que, al no poder contemplarse, se los volvió a poner. Con ambas manos, fingió tener una cámara, cerró uno de sus ojos y apuntó con su cámara imaginaria a su cara y se dijo:
   – Cambiemos de enfoque… a ti no te puedo arreglar –y lentamente bajó a través del espejo desde su cara a su estómago, continuando –. ¡Ajá!..  A ti si te puedo arreglar.
   De eso, habían pasado cuatro meses desde su confrontación consigo misma. Desde entonces, cada día había salido a trotar al bosque después del colegio. El primer mes trotó entre un kilómetro y dos. El segundo, pudo subir otro kilómetro a su marca… El tercer mes, había podido saltar a los cinco kilómetros, y para su sorpresa, sin mucho esfuerzo. Desde entonces, había notado unos pequeños cambios en su cuerpo,  sobre todo en su ánimo. Trotar ya no era una tortura y en general tenía más energía durante el día. Se sentía más liviana, como si su cuerpo, antes tan pesado, fuera ahora casi como una pluma. Rendía más en los juegos y en las clases de educación física. Estaba muy contenta con todo eso, no importaba que no fuera popular… Lo que importa es haber aprendido a disfrutar de algo.
   Hoy es el gran día, llevaba cuatro meses. Tenía pensado pasar de los cinco a los ocho kilómetros. Esperaba poder lograrlo. Lo que no sabía era si le costaría mucho o poco.
   Ése día de invierno había empezado a trotar a las seis de la tarde. Por un descuido, había olvidado uno de sus cuadernos en la escuela… y encima, necesitaba el cuaderno para poder hacer un trabajo para el día siguiente. Cuando volvió al colegio, y después de buscarlo en la sala, lo encontró en la inspectoría. Era casi irreconocible. Al parecer, alguien lo había tirado al piso y lo había pateado. Quizá lo usasen como escobillón, porque la tapa estaba despegada, las hojas manchadas y arrugadas. De todas formas se lo llevó, aunque necesitaría un cuaderno nuevo. Todo ese ajetreo le costó dos horas de su tarde. Quizá debía trotar menos ése día o simplemente saltárselo. El asunto del cuaderno había generado en ella mucha rabia y quería una forma de deshacerse de toda ese estrés… y qué mejor que gastar la energía en trotar.
   Cuando comenzó su trote, el sol ya estaba en penumbra, el aire frío entraba en sus pulmones y hacía que el respirar costase trabajo; inhalar era algo que le dolía un poco por la temperatura y al exhalar se denotaba a la vista una bruma color blanco que salía de su boca. La primera fase de su trote común era subir el cerro pero ése día le costó más que de costumbre. Se sentía cansada cuando solo llevaba la mitad de la subida. Casi se le sale el corazón por el pecho cuando llegó a la cima, pero aun así no se detuvo. Siguió corriendo por el camino ancho del bosque hasta que llegó al final de la ruta, entonces tomó un sendero muy demarcado que seguía después de eso, casi en línea recta.  Corrió y corrió, hasta que de pronto notó que si no volvía a su casa, la noche la atraparía en el sendero, pudiendo ser peligroso. Entonces comenzó a correr de vuelta, preocupada por la hora, pero contenta porque había llegado mucho más lejos que antes. De hecho, en su primer mes, nunca hubiera pensado que podría correr tanto sin detenerse.
   Miró su reloj y se dio cuenta de que ya eran las siete y media de la tarde.
   – ¿Cómo diablos se me pasó tan rápido la hora? –se preguntaba.
   Había pasado una hora y media corriendo sin casi notarlo. El sol ya se había ocultado y ella aun no salía del sendero, el cual, debido a las sombras, había empezado a tomar un aspecto un tanto tétrico. Corrió más de prisa, pensando en que pronto debía salir al camino más ancho, pero nada. De pronto, el sendero se hacía interminable y sus piernas comenzaban a flaquear. Sentía que la senda era dos o tres veces más largo de lo que pareció cuando lo corrió de ida. Luego, estaba sudando copiosamente sin saber si era por el miedo a llegar a su casa muy tarde, con la consiguiente reprimenda que le darían, o porque se le había pasado la mano con el trote.
   En un instante, sentía que avanzaba y avanzaba como si estuviera en la rueda de un ratón. Sombrío árbol tras otro, el sendero continuaba sin fin. Parecía que cada árbol era más lúgubre que el anterior. Siguió corriendo y se topó con un sauce melancólico y sombrío, que estaba al lado del camino. Una duda la asaltó, deteniendo su corazón por un segundo.
   – ¿No vi ése árbol cuando venía? –se dijo asustada –. No puede ser. El sendero no tenía desviaciones… ¿Cómo pude perderme?
   Y mientras pensaba en sus padres castigándola, de pronto, pasó por su cabeza:
   – Seré el hazmerreír de todo el colegio si se enteran.
   Cuando al fin pasó por entre unos matorrales, con los cuales el sendero se hacía más estrecho, se encontró en un claro del bosque, por donde el sendero pasaba. Su reloj le acordaba que eran las ocho cuarenta y cinco. No tenía idea de dónde estaba. Al encontrar una prueba tan irrefutable de que estaba perdida, parte su espíritu se derrumbó. Se detuvo en seco, como anonadada, quedando erguida en medio del pastizal que se extendía ante ella. Con los ojos abiertos como platos, el corazón que se le salía por la garganta y sin la más mínima señal del pueblo a la vista.
   –  Mi padre me va a matar. –se dijo…

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