prólogos

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En un sendero bañado por la luz de la luna, caminaban dos mujeres.


La más baja derrapaba contra el suelo estancado, dejando pequeñas huellas hundidas en la nieve a sus espaldas. Llevaba una capa roja como la sangre, que se ondeaba en el aire frío de la noche, y una cesta pesada colgaba de su brazo izquierdo, cubierta por un pañuelo sucio. La luz que emitía el astro desde lo alto del cielo creaba la ilusión de faroles bordeando el camino. Se asemejaba más al sol en un día nublado.

—Espera, ¡espera, Alicia! —llamó con voz aguda, corriendo tras los pasos de la muchacha bastante más alta que ella. Sus piernas cortas necesitaban al menos dos o tres pasos para igualar uno de los ajenos. Pero Alicia no hizo caso. Puso los ojos en blanco, a sabiendas que su hermana no podía verla, y luego dirigió la mirada al espacio estrellado. No había una sola nube y aquello daba el aspecto de que se encontraban flotando en medio de una galaxia. Su vestido azul, como sus ojos, se revolvió violentamente con una ráfaga de aire helado que parecía venir del norte.


—Date prisa, Redhood —dijo, y se detuvo a esperar a la pequeña. Una vez la tuvo a su alcance la asió del brazo y tiró de ella, arrebatándole la canasta para que apurara el paso. Redhood ahogó un gritillo cuando lo que había dentro de la cesta se tambaleó violentamente como si fuese a salir rodando por uno de los costados. Su hermana bufó, malhumorada, y se apartó el cabello rubio de la cara.

—¡Ten cuidado! —pero ella la ignoró. Tenían que darse prisa, y no estaba segura de que Redhood, en toda su ingenuidad estuviese realmente consciente de eso.Su corazón golpeaba en su pecho como un martillo. No tenía idea de cuánto habían caminado ya. Sus caballos habían perecido ante la helada y el cansancio cuando el sol aún estaba en el firmamento y habían tenido que caminar desde entonces. No podían detenerse. La muerte de su amado y majestuoso Snowball quedaría por siempre en su memoria. Haberlo dejado abandonado en el camino era algo que probablemente nunca se perdonaría. Apretó el agarre en el brazo de su hermana.


Todo Maravillas estaba en su busca. Alicia quería creer con todas sus fuerzas que nunca las encontrarían, pero a cada minuto que pasaba su fe se tambaleaba cada vez más. Ya no tenían comida, y cualquier indicio de vegetación o fauna estaría ausente en todos los caminos hasta que el invierno terminara. El frío parecía cada vez más feroz. Redhood no aguantaría mucho más, y su sobrino tampoco. Si no se equivocaba, faltaban al menos tres días más para llegar a Nunca Jamás.

De pronto lo escucharon. Largo, aterrador. Más frío que el paisaje; se metió por sus oídos y viajó por sus cerebros hasta colarse en su torrente sanguíneo, contaminándoles con el virus del terror, que se propagó como una enfermedad hasta sus huesos.

Un aullido.

Potente, hambriento y más cerca de lo que a ninguna de las dos les habría gustado aceptar. Redhood tembló y la angustia le empañó los ojos, a punto de detenerse por el shock, pero Alicia no se lo permitió. No iban a morir ahí, no lo permitiría.


Pero los aullidos aumentaron, uno tras otro. La menor de las hermanas quiso derrumbarse, caer, entregarse a la muerte a manos de su propia gente. Deseó que su amado estuviese allí con ella para protegerla, y a su hijo. Deseó regresar el tiempo. Rogó piedad a Ártemis, justicia a Zeus. Ella no había hecho nada malo, y si lo había hecho, sólo ella merecía recibir el castigo de la muerte.

Había amado, y había entregado todo. Había tenido la oportunidad de tocar lo más hermoso con los dedos, y ahora todo parecía tan lejano como una fantasía. Alicia la empujó hacia un arbusto, desviándolas del sendero iluminado hacia la obscuridad del bosque helado. No la cuestionó. Como hermana menor, toda su vida había estado acostumbrada a que fuese la primogénita quien tomara las decisiones. Había crecido admirando a Alicia como si ella misma no fuese una princesa, y confiaba ciegamente en ella. Caminaron lo que le parecieron horas, adentrándose cada vez más en aquel laberinto sin fin. La obscuridad las abrazó como una madre protectora, y extrañamente, lejos de la luz, se sintió segura. De pronto Alicia se detuvo para sentarse en la hierba mojada y ella la imitó. Los aullidos no se oían más.


—Tendremos que pasar aquí la noche —anunció. Redhood asintió aunque Alicia a duras penas pudiese vislumbrar su silueta en la noche y tomó el morral de piel sucia y vieja que llevaba colgado al cuello. Lo abrió.

Dentro no quedaba gran cosa. Palpó con sus manos hasta encontrar lo que necesitaba y lo sacó, dejándolo en la tierra. Una luz blanca parpadeó en medio de las dos hasta que logró erguirse establemente. La llama, encerrada en una esfera de cristal, daba apenas la iluminación suficiente para que pudiesen distinguir el boceto de sus facciones, pero una ola de calor las invadió enseguida.


Había sido un regalo de Robin cuando se conocieron, en sus palabras un calefacto.

Un par de minutos después, era como si de pronto una cálida barrera invisible se hubiese posado alrededor de ellas, y la sensación les hizo relajarse un poco. En la cesta, algo se removió un poco antes de emitir un quejido. Redhood se precipitó a destaparlo. Mejillas rojas y ojos ambarinos le devolvieron la mirada. Alicia, acurrucada entre los olanes de su vestido miró al vástago con un cariño tan profundo como el que le tenía a su hermana. Ella lo tomó en brazos y lo acercó a su pecho para alimentarlo.


—Dulce hijo...

Y ahí, mientras miraba a Redhood amamantar a su hijo, la muchacha tuvo miedo. Y supo que Redhood lo sintió también. Un miedo inexplicable, grande como un abismo, que las tragaba de a poco y las mataba cada día un poco más. Eran en momentos como aquellos, silenciosos y aparentemente felices cuando el peso del mundo caía sin aviso sobre sus hombros. Temieron por esa criatura inocente, por ellas mismas, y por la furia que los dioses les resguardarían cuando llegase el momento. Jamás en sus vidas habían saboreado tan cerca a la muerte. Jamás habían sido capaces de apreciar la vida como la apreciaban en ese instante, aferrándose a un último hilo de esperanza. Sabían que ambas se estaban haciendo la misma pregunta, y la dejaron flotar en el aire, incapaz de encontrar una respuesta, o quizá sólo asustadas de que ésta no les gustase. Una ráfaga que había logrado colarse en el escudo invisible que creaba la esfera le retiró la capucha a Redhood, revelando una cascada de cabellos largos, dorados como oro líquido idénticos a los de su hermana.


¿Lo lograremos?

once upon a time | yoonminDonde viven las historias. Descúbrelo ahora