Capítulo 2: Hermes

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Al principio, Perseo pensó que las cosas que le estaban sucediendo tenían que ser tan solo mala suerte. Era reacio a aceptar que todo aquel batiburrillo de eventualidades desagradables tuviera el mismo punto de origen, en cuyo caso sería un castigo. No obstante, tampoco tenía nada con lo cual contradecir tal conjetura.

Cuando salió corriendo de la aldea solo podía pensar en alcanzar a Prometeo y de ese modo hablarle de su plan para largarse lejos con Persephone y vivir felices para siempre. Como en un cuento, si es que ese mundo en ruinas de ahí afuera les permitía construir un escenario decente. Ahora que se encontraba en medio de aquél vasto bosque, con la ropa empapada y el cabello pegándosele a la frente, comprendía que su plan tenía muchos vacíos que no había previsto.

En primer lugar, tendría que haber hecho un listado de lugares en los cuales buscar a Prometeo. Seguidamente debió hablarle de ese plan, para que al menos el chico supiera dónde esconderse para esperar ser encontrado. Y, para terminar, tuvo que haber previsto el ostentoso hecho de que Prometeo no conocía demasiado ese bosque como para saber a dónde dirigirse, por lo que en esos momentos podría estar en cualquier lado andando en círculos, o en el peor de los casos, dirigiéndose hacia el verdadero peligro que representaban los demás ascendientes.

Furioso por sus propios errores, Perseo le dio un puntapié a un montón de hojas húmedas que en algún momento habrían sido la madriguera de un roedor y resopló ruidosamente. Estaba harto de que tras un problema se añadiera otro y hasta el momento no hubiese podido resolver ninguno.

«Es un maldito castigo», pensó con demasiada amargura.

Cada vez que su cerebro sonsacaba el asunto, la imagen de Alice se proyectaba en su cabeza y el sentimiento de traición mezclado con rabia le ensombrecían el rostro.

Volvió a repasar mentalmente las reglas de la aldea y se detuvo particularmente en la número cuatro. Saboreó por enésima vez la molesta sensación de que las bases de muchas decisiones que los Regentes habían tomado cuando decidieron poner a Prometeo en la lista de presas tenía que ver con ella, y no con algo tan absurdo como el azar, como le querían hacer creer.

El esfuerzo que empleaba para llegar a las conjeturas de que todo aquello era a propósito le revolvía el estómago.

En todo caso, algo en su interior le impedía perder completamente la cordura, y era el hecho de que, por algún extraño motivo, si se concentraba lo suficiente, podía sentir cerca a Prometeo. Siempre intentó convencerse de que aquello eran meras tonterías suyas, que tan solo estaba demasiado enamorado de él y que inconscientemente se inventaba cosas que lo hacían sentir más unido a ese chico, por lo que por un tiempo no le había puesto mucha atención a aquel hecho. Sin embargo, con el paso del tiempo había podido comprobar que aquel presentimiento insistente en su pecho tenía algún tipo de validez; siempre que Prometeo iba a visitarlo a su casa, Perseo podía sentirlo acercarse mucho antes de poder verlo. Tal vez era su voz que inconscientemente escuchaba, tal vez era el olor de su cabello o el sonido de sus pasos. No estaba seguro. Nunca había hablado de eso con nadie, ni siquiera con él, así que hasta ahora era el segundo de sus tres secretos mejor guardados. El primero ya había sido descubierto gracias a Bohr.

Si lo meditaba lo suficiente entonces podía llegar a la conclusión de que aquello que creía poseer en su interior era demasiado pretencioso y se acercaba a la charlatanería, pero en esos momentos no le importó demasiado el sentido que podría tomar, por lo que hizo uso de aquella extraña habilidad con la esperanza de encontrar a su chico.

Cerró los ojos, respiró hondo y dejó que el bosque lo envolviera. Pensó en Prometeo y deseó tanto como pudo encontrarlo, se imaginó a sí mismo expandiéndose a través de los árboles y viajando tan alto por sus copas, tocando cada raíz y cada arbusto, cada charco y cada hoja que conformaba el suelo, pero no consiguió nada. Tal vez sí estaba siendo muy pretencioso al creer que tendría el superpoder de encontrar a Prometeo si se ponía a meditar. No obstante, su intuición se sobrepuso a aquel desazonador resultado para decirle hacia dónde dirigirse. Perseo tomó aquello y se aferró a esa corazonada, esperando que al menos sus instintos no le fallaran.

«Tal vez tengo mucho miedo», dedujo, intentando darle una explicación del por qué en esta ocasión no podía percibir ese sentimiento dentro de su pecho.

Aquella explicación no logró convencerlo del todo, y con una resignada desilusión echó a correr hacia donde su nariz apuntó mientras se reprochaba entre siseos lo estúpido que había sido al creer que desear encontrar a Prometeo bastaría para volverlo a tener a su lado.

Ya la realidad le había demostrado que desear algo no era suficiente, y que el solo hecho de intentarlo tenía un precio muy alto.

«Tengo un plan», pensó. Pero tampoco pudo evitar sentir que desde un principio lo había hecho todo mal.

Unos minutos luego de estar corriendo tuvo que volverse a detener. El terreno irregular resultaba más difícil de recorrer y eso suponía un esfuerzo extra que comenzaba a pasarle factura a sus pulmones. Respiró hondo varias veces y dejó que el olor a bosque le llenara las fosas nasales. Ahí afuera el aire que se respiraba era menos denso y más fresco que en la aldea.

Tal vez a Persephone le vendría bien un aire así. Algo más limpio y puro. Un poco de aquella paz que se podía inhalar y exhalar entre tanto verdor. Pero Perseo estaba al tanto de todos los peligros que acechaban ahí afuera. No era un lugar seguro para alguien enfermo.

Un golpeteo repentino lo sacó de sus pensamientos. Se agazapó al instante tras unos helechos que crecían al pie de un enorme árbol y aguzó sus sentidos.

El golpeteo pasó de ser ahogado y ambiguo y se transformó en algo más reconocible. Eran pisadas, y pertenecían a una persona. Perseo podía escuchar a alguien correr y aplastar la hojarasca húmeda, y a medida que transcurrían los segundos aquellas pisadas se oían más cercanas.

Oteó el paisaje desde su posición y miró con cuidado. Los troncos de los árboles tupían el panorama. La sombra que sus copas proyectaban hacía un poco difícil distinguir otra cosa que no fueran ellos, hasta que de repente sus ojos captaron algo. A unos cien metros de distancia alguien corría a toda prisa esquivando la maleza y todo lo que se pusiera en su camino. No llevaba armas, su rostro iba descubierto y su cazadora verde provocaba un efecto óptico que hacía que por momentos se perdiera de vista.

Perseo lo reconoció al instante.

Era Hermes. La presa de Bohr.

Tuvo que darle créditos por la inteligente decisión de haber escogido una prenda de vestir que de cierto modo difuminara su presencia en el paisaje. Y en caso de que lo hubiese hecho sin pensarlo, entonces tenía que aceptar que era un chico con suerte.

Perseo echó otro vistazo a su alrededor, pero no se encontró a nadie. Eso significaba que al menos Hermes estaba a salvo por el momento y que tan solo corría por esconderse. Bohr probablemente lo estaría buscando para darle caza, y si era muy desafortunado, otro ascendiente lo haría también.

Pero este era un día de suerte para Hermes. No estaba en los planes de Perseo hacerse con una presa extra para ascender. Sus objetivos eran claros y tenía un plan para alcanzarlos, y darle caza a alguien más no figuraba en ninguno de los puntos que había esbozado en su mente. Así que tan solo se mantuvo escondido tras el arbusto, y luego de que perdió a Hermes de vista se puso de pie, se sacudió la suciedad que se había pegado a sus rodillas y brazos, y siguió su camino.

Prometeo (la ascensión) - Libro #1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora