Capítulo 4: descenso.

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La semana después al accidente de mi padre fue caótica, me pasé todos los días en el hospital; los doctores hablaban de diagnósticos diferentes, unos más positivos que otros, pero en general el ambiente era de pesimismo: unos hablaban de “recuperación costosa”, otros decían palabras como “resignación” o “fuerza”; pero en general, todos coincidían en que el daño producido por la violenta caída había sido grave.
Seis días después de la caída mi padre murió. No hubo nada que los doctores y expertos pudieran hacer al respecto. Me dejaron esperando por el cuerpo en una sala de estar, mientras ellos lo preparaban para un velorio apropiado. Yo sentía que todo eso era surrealista… en un momento lo estábamos pasando bien; y al siguiente, todo se había convertido en un auténtico desastre. Me preguntaba cómo la vida podía ser así, pasar de la normalidad absoluta a un suceso tan doloroso como éste en cosa de segundos, sin dar siquiera un aviso o una señal.
Cuando el doctor me hizo una señal de que me acercara a él para hablar, me levanté como atontado, pensando aún que todo se trataba de un sueño, que aún había la posibilidad de ver de nuevo a mi padre, de conversar con él, de abrazarlo y de escuchar uno de sus horribles chistes.
El doctor hablaba; pero yo no prestaba mayor atención: repetía sobre todo la palabra “resignación”, una y otra vez en su discurso. Me entregó una hoja y un lápiz y siguió hablando y hablando de detalles técnicos que no le importaban a nadie; a él no le importaban, y a mí no me importaban. Yo apenas escuchaba lo que me decía.
Luego, con una seña que me hizo, golpeando la hoja con el dedo índice, logré entender que me pedía que firmara sobre una línea punteada en el documento. Sin leer y sin prestarle ninguna atención a lo que el doctor me seguía diciendo firmé sin más, y aun en estado de negación, me preparé para el velorio de mi padre.
El doctor se fue y yo volví a la sala de estar, seguí ahí sentado inmerso en mis cavilaciones, cuando de pronto, sonó el celular. Era Carolina. Le respondí y me disponía a decirle la terrible noticia, pero ella siempre atenta a todos los detalles: no le había contado nada de lo que había pasado; pero ella pareció detectarlo en mi voz. Me dijo que lo sentía mucho y que realmente estaba muy apenada por todo lo que había pasado. Estábamos ahí conversando y cuando salió a flote el tema del velorio, ella adoptó una postura tajante.
—No debemos velarlo en la casa —me dijo—, podría ser en su hogar o hasta en casa de mi madre; si no te gusta eso, entonces podemos rentar un funerario para hacerlo ahí, pero… por favor, no en nuestra casa. Te lo suplico.
Yo estuve de acuerdo. Aunque no creía lo suficiente en las cosas que sucedían en la casa, pero era innegable: un sentimiento de pesadumbre y negatividad empezaba a cosecharse dentro de esos muros, y ahora me quedaba más que claro que cuanto antes debíamos salir de ahí, y buscarnos un nuevo hogar. Ahora era yo el que no soportaría ni un segundo viviendo en esa maldita vivienda, subiendo y bajando por las escaleras donde había muerto mi padre.
Pese a las incomodidades, hicimos el velorio en la casa de mi padre. Fue un asunto muy penoso. Estaban todos sus amigos y muchos de ellos estaban realmente impactados con la noticia, “era una persona tan saludable y tuvo una muerte tan repentina”, era la frase que nos repetían todos los presentes.
Pasamos dos días completos recibiendo pésames y sentimientos de condolencias. Los invitados eran variados, en todos los aspectos, pues unos se comportaban con total respeto, mientras que otros se comportaban como si vinieran por la comida y la bebida; muchos de éstos se pasaron de copas y terminaron hablando cosas inteligibles, al punto que no sabía bien si es que estaban asistiendo a un funeral o a una cantina.
Carolina se había visto afectada, pero yo sabía que su manera de sentirlo era más que nada por mí (pese a no llevarse mal con mi padre), ella siempre fue un poco lejana con él. Por otro lado, para Fanny, la noticia había sido terrible; se notaba afectada y sensible al respecto, pese a que varias amigas vinieron a hacerle compañía, no lograba dejar de pensar en su abuelo. Es lógico, de todas formas, pues los últimos instantes del viejo los pasó jugando con ella.
Pasaron casi dos días en los que, aparte de uno que otro momento fugaz, no logré dormir nada. Finalmente, en la madrugada del segundo día, y siendo muy tarde, uno de los asistentes se me acercó…
—Debería dormir un poco —me dijo—, son las cuatro de la mañana, y usted no ha dormido nada en dos días. Debería dormir. Tenga en cuenta de que el entierro de mañana va a ser algo agotador, y usted necesita estar en buenas condiciones… usted debe apoyar a su familia y su hija, y para hacerlo bien, debe descansar.
Decidí hacerle caso, pues parecía tener la razón en sus palabras; además, los estragos del cansancio ya empezaban a hacer mella en mí. Tomé las escaleras al segundo piso, busqué el dormitorio más próximo y una  vez ahí me dispuse a dormir. Me acomodé lo mejor que pude en una de las camas, y comencé a cerrar los ojos mirando la puerta entreabierta del dormitorio.
Estaba en mi cama descansando… dormido tranquilamente. Cuando de pronto tuve la sensación de que algo me jalaba desde abajo, entre las sábanas. Sentí como si todo mi cuerpo cayese en un oscuro y profundo agujero, a través de la cama. Era como si mi alma fuera arrastrada a las profundidades del centro de la tierra.  Caí y caí, en lo que parecía ser un agujero sin fondo. Parecía como si de pronto fuera arrojado a las oscuras fosas del infierno…
De pronto, desperté. Había sido una pesadilla; sin embargo, de nuevo, no podía moverme. Sentía mi corazón oprimido junto con el pecho, de tal manera que no podía respirar. Mis ojos se abrieron del susto y miraron lo que me rodeaba confundidos por la parálisis. De nuevo en la puerta de la habitación estaba aquella sombra: alta, delgada y que parecía cubierta por un manto. Sus ojos ahora me miraron y parecían producir un extraño brillo en medio de la oscuridad. Comenzó a caminar lentamente a través de la habitación hacia mí; yo intentaba mover mi cuerpo lleno de miedo y temor.
Intenté mover mi brazo; pero parecía que una fuerza invisible lo mantenía en su lugar. Hacía de nuevo un esfuerzo sobre-humano y desesperado por moverme; mientras la sombra se acercaba cada vez más, y más ¡y más!
Se paró al lado de la cabecera de la cama, y entonces… se sentó encima de mí. Fue como si todo el peso del mundo cayese sobre mi pecho. Apenas podía extender los pulmones para inhalar el preciado aire. Sentí que me asfixiaba y que no podría salir con vida de ahí… me llene de miedo, terror y pánico.
De pronto, aparecí en un extraño paisaje nocturno. El suelo era arenoso y sobre mí se elevaba un enorme cielo estrellado que nunca había visto. a pesar de ser un buen conocedor de las estrellas y las constelaciones; no podía distinguir ninguna de ellas. Ese enorme cielo me pareció nuevo, extraño y, sobre todo, inusualmente iluminado; con las estrellas demasiado próximas la una a la otra. El suelo era arena blanca y, a lo lejos, no se podía distinguir la presencia de ninguna montaña, mar o ningún tipo de árbol. Al mirar detrás de mí, pude ver, al fin, una enorme montaña triangular que se extendía casi hasta el cielo; mas al mirarla bien, me di cuenta de que era anormalmente perfecta, anormalmente triangular y plana para ser una formación natural, no cabía duda; era una especie de pirámide gigantesca. Aquella sombra estaba conmigo en ese lugar, también apareció a mi lado de pié mirando el firmamento tranquilamente.
— ¿Quién eres? —le pregunté— ¿qué eres?
La extraña sombra solo me miró, hizo una especie de negación con la cabeza y luego puso su enorme y flacucha mano sobre mi cara… no me dejaba respirar.
Desperté en ese momento en la habitación donde me había dormido, todo parecía estar en su lugar. Mis ojos buscaron la sombra a través del dormitorio; sin embargo, había desaparecido…
En el tercer día tocaba el entierro de mi padre...
Antes de salir, camino al cementerio, Carolina me dijo que necesitaba un momento para ir a la casa y cambiarse de ropa con Fanny. Le entregué las llaves del auto y me quedé en casa de mi padre.
Estuve atendiendo a quienes estaban listos para ir al entierro y ajustando detalles sobre la locomoción; quienes irían en tal o cual auto y asegurándome de que hubiera espacio para todos los que querían asistir. En ese momento recibí el llamado de Carolina que me decía que estaban saliendo de casa y que venían rumbo al cortejo fúnebre. Yo le agradecí y nos despedimos cariñosamente. En ese momento, configuré el celular y lo puse en modo silencioso, pues no me interesaba recibir llamadas estúpidas de gente confundida. No me sentía con ánimos para eso, así que simplemente decidí no prestar atención desde ahora en adelante.
Estuvimos en el sepelio y mi padre fue enterrado en una hermosa ceremonia. Se llenó el ataúd de flores y el sacerdote dio un discurso ilustre, hablando del círculo de la vida y otras cosas: “Polvo somos y al polvo volveremos”, decía.
Yo estaba a la espera y miraba cada cierto tiempo sobre mi hombro buscando a mi esposa, pero ella no aparecía por ninguna parte. Miraba el celular, pero no tenía ninguna llamada perdida. Buscaba excusas para ella, algo así como el tráfico o no sé qué, pero en el fondo, sabía que si no aparecía le guardaría un pequeño sentimiento rencoroso, por no estar conmigo en una situación así.
  Posteriormente, el sacerdote terminó su discurso y comenzaron a bajar el féretro. Yo decidí no decir nada, pues aún no me hacía bien a la idea de lo que había ocurrido. Me despedí en silencio, con un profundo silencio que significaba tantas cosas. Finalmente, algunos asistentes soltaron globos que se fueron volando al cielo; fue un momento sumamente simbólico y hermoso, como dejar ir a alguien para que se vaya a un lugar mejor.
Decidí dejar la casa de mi padre cerrada, para preocuparme de ir a limpiar en otro instante. Cansado, tomé la locomoción camino a mi hogar; el camino se me hacía eterno y a pesar de que el conductor iba a una velocidad normal, a mí me parecía que se movía tan lento como una tortuga. Finalmente y después de casi haberme quedado dormido en el trayecto, llegamos a casa.
Abrí la puerta apesadumbrado, la casa estaba a oscuras y yo había estado tan ocupado y confundido con la situación que había olvidado a Carolina y Fanny. ¿Dónde estaban? La última vez que supe de ellas, estaban saliendo camino al entierro, y luego de eso, nada más. Tomé el celular, pero no tenía llamadas perdidas, lo cual me pareció en extremo extraño.
Moví el interruptor, y las luces se prendieron en el living. Me senté en el sillón, en frente de la chimenea. Encendí una pequeña hoguera para entrar en calor y no pude evitar pensar en mi última investigación, acerca de aquellos indígenas que adoraban el fuego. El calor de la llama comenzaba a sentirse y mi cuerpo comenzaba a relajarse. Entonces, caí en una somnolencia extraña y que parecía que vencía a mi cuerpo. Pese a que quería permanecer despierto, mis ojos se rebelaban en mi contra y luchaban por cerrarse.
Tomé el celular para buscar entretenerme en algo, pero entonces caí en la cuenta; no tenía conexión a internet, ¡tonto de mí! Distraído y preocupado de todas las cosas, había activado el modo avión en vez del modo silencioso. En ese momento lo volví a conectar.
Al instante aparecieron en mi celular nueve llamadas perdidas. Estaba observando el número desconocido, cuando de pronto una décima llamada volvió a entrar, era el doctor Erick.
—Su esposa iba conduciendo —me contaba—, cuando de pronto, algo pasó: perdió el control sobre el auto, y se estrelló contra una barrera. Su esposa está en el hospital. Ahora, ella está luchando por su vida. Lamento en el fondo de mi corazón informarle que su hija ha muerto. Le daré los datos para que venga a hablar con nosotros…
Y luego, terminó de describirme la ubicación del hospital y su número telefónico. Yo anoté todo en una hoja de papel maquinalmente, sin procesar la información que el doctor tenía para mí. Luego colgué, con mi corazón paralizado por el miedo. Me quedé atontado allí, mirando el fuego que crecía y crecía.
Entonces y solo entonces, noté que la sensación de dormitación no era normal, pues a pesar de que había recibido semejante noticia y de que todo mi ser quería salir corriendo camino al hospital, mis parpados y mi cerebro fueron apagándose paulatinamente.
— ¿Por qué me haces sufrir así? ¿Dios? —Preguntaba mientras miraba hipnotizado al fuego—, Hegthell, ¿Por qué tratas a los humanos así?
No sé por qué ese nombre vino a mi memoria, ni por qué lo invoqué en voz alta mirando tan fijamente al fuego. Lo único que supe es que en ese momento sentí que un sueño tremendo caía sobre mí. Entonces, en el acto, me dormí…

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