Capítulo 2: Los malditos.

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Luego de indagar en la historia de las civilizaciones americanas que existían antes de la llegada de Colón, me encontré con una civilización de indígenas que al parecer no tenía ninguna importancia, pero luego de ir más a fondo, encontré ciertas cosas peculiares en ella; los Tlatelchuali.
Ésta era una tribu pequeña que vivía poco al norte de donde se ubicaban los Aztecas; actualmente eso sería entre la frontera de México y Estados Unidos; lo curioso de esto es que los aztecas eran un imperio que tenía políticas bastante abusivas con sus vecinos y pueblitos pequeños que habitaban en torno a ellos, pero lo extraño de todo el asunto es que al parecer ellos sabían dónde se ubicaba este pueblo, y pese a ser un lugar con pocos habitantes, los aztecas jamás los conquistaron ni los absorbieron dentro del imperio. De hecho, el mismo nombre: Tlatelchuali, parece ser un denominativo puesto por los aztecas.
Según cuenta la leyenda que encontré acerca de ellos, cuando los españoles ya tenían a los indígenas sometidos, les preguntaron por las tribus de los alrededores y los aztecas, de entre todos los nombres que dejaron escapar en sus confesiones, fue el de Tlatelchuali. Desde entonces, ese grupo de indígenas fue conocido por ese nombre.  Según se sabe, los españoles los barrieron de la faz de la tierra uno o dos años después de que sometieron por completo al imperio azteca.
Todo lo extraño comenzó al investigar a este pueblo. Por mucho que busqué, entre todos los archivos, de biblioteca tras biblioteca, no encontraba nada respecto a ellos. No sabía nada de su cultura o sus tradiciones;  al parecer, era como si nunca hubieran existido.
  Llamé a mis conocidos, en todo el país, para pedir información, moví cada contacto que tenía, pero el asunto seguía pareciendo un completo misterio, como si un hermetismo prohibido protegiera todo lo que se sabía acerca de ellos. Mi cabeza rozaba las teorías conspirativas cuando al fin, ante la falta de información, opté por seguir el camino a la conclusión más racional de todas; al parecer, los españoles habían hecho extraordinariamente bien su trabajo de aniquilación esta vez.
Había abandonado el asunto y pasado de largo, pues ya habían pasado meses desde que me había obsesionado con ellos; ahora, tenía nuevos intereses.
De pronto, sonó el teléfono de mi despacho, era Percival, un antiguo colega de trabajo al cual había llamado, consultando por los Tlatelchuali.
─¿Te acuerdas de ese pueblito de indígenas come-ratas que estabas buscando? ─me dijo─, pues después de innumerables llamados, al fin conseguí que me mandasen una foto del último manuscrito de los famosos Tlatelchuila.
  Su voz parecía triunfante, y se quedó mudo en el teléfono esperando mi respuesta.
  ─Tlatelchuali ─corregí.
  ─¡Ah! Sí, correcto ─me respondió desinteresadamente─. Te mandaré toda la información que me dio mi contacto en México por correo; debería llegarte dentro de poco.
  Luego de eso, Percival se entretuvo conversando banalidades sin sentido sobre su esposa; lo ridícula que se veía con su nuevo maquillaje y, las enfermedades que al parecer inventaba para llamar la atención.
─Es que es más fácil decir que estás enfermo y pasar todo el día de mal humor, que afrontar la realidad ─espetó Percival─; es una forma de defensa ante las situaciones de la vida que adoptan las mujeres. Simplemente si algo (cualquier cosa), no marcha exactamente como ellas quieren, tienen la facilidad de mandar todo al carajo y decir simplemente: “Me enfermé de esto, me enfermé de aquello o me duele lo otro”. Pero lo realmente difícil es afrontar la situación. Quizá simplemente no todo deba estar bien en la vida…
Y continuaba alargando y alargando la conversación, sin llegar a ningún punto fijo, hablando de toda su vida y de los nuevos problemas que tenía, ahora que era profesor, y lo difíciles que eran los estudiantes en tal o cual ciudad, que el estado aquí, que el estado allá.
Así pasé cerca de una hora, simplemente escuchando y respondiendo de vez en cuando un: “Sí”, “ajá”, “entiendo”; de vez en cuando añadía un “sí, seguro”, para avivar un poco más el monologo interminable que había comenzado. Finalmente, al parecer la garganta comenzó a carraspearle como pidiendo a gritos un poco de agua o que simplemente se callase, y luego de eso decidió dar por terminada la conversación y cortó. Yo lo había esperado todo ese tiempo porque me parecía muy descortés haberle mandado a pedir información y luego darle cortas con su propia llamada telefónica.
Pasaron un par de días, cuando la información por fin llegó a mi casa. Yo estaba en la universidad, así que mi hija recibió el paquete.
Al llegar a casa, fui a saludar con un beso a Carolina, mi esposa, y mi hija Fanny, pero ambas estaban llamándome la atención con la mirada, pues el paquete, al parecer, despedía un mal olor, como a algo descompuesto o podrido.
─El paquete estaba en el comedor, pero por la peste que dejaba salir, decidí llevarlo a tu despacho ─me decía Carolina ─. Sea lo que sea que viene en ese paquete, debes deshacerte de él; pasé toda la tarde lanzando aromáticos y limpia-pisos en el comedor, solo para hacer que el olor se fuera, y apenas me descuidaba un segundo el hedor volvía.
Yo, rápidamente entré en el despacho para comprobar que el paquete viniera en buen estado, pero la pestilencia en la habitación era inaguantable, y efectivamente parecía provenir del paquete. Ni siquiera estaba abierto, pero el hedor salía a través del sobre y colmaba toda la habitación. Asqueado por el impacto en mi nariz, abrí de par en par todas las ventanas de la pieza y dejé que el desagradable aroma se escapase, luego me dirigí al paquete y, enojado, lo abrí lanzando improperios y maldiciendo a Percival por su broma de mal gusto. Sin embargo, cuando abrí el paquete, noté que dentro no había nada extraño, ni fuera de lo común, pues solo habían unas hojas con texto indicativo y muchas fotografías; algunas de restos arqueológicos y de escritos hechos por los Tlatelchuali. Entonces pensé que mis sentidos me engañaban, pues por ilógico que parezca, al abrir el paquete el mal olor simplemente se había ido. El mismo que, segundos antes, era tan pestilente ahora parecía que no hubiera existido.
Me deshice de los restos del paquete ese mismo día. Tomé todo el envoltorio y lo lance de inmediato al tarro de la basura. Luego de eso, tomamos nuestra merienda en familia y pude disfrutar de la interesante conversación que mi Fanny planteó acerca de la revolución francesa; me impresionaba sobre todo que, pese a tener doce años de edad, parecía entender muy bien las implicaciones del asunto, y resaltaba lo positivo y lo negativo del tema, pues según nos decía:
─A pesar de haber sido un hecho mayoritariamente positivo, también ocurrieron errores tremendos y sobre todo mucha violencia por parte de los revolucionarios.
Así pasamos nuestra velada, llenos de buen humor y alegría. Carolina y yo estábamos orgullosos, pues nuestros esfuerzos para que Fanny, aprendiese lo mejor posible de nosotros y desarrollase su capacidad al máximo, estaban dando los mejores resultados posibles. Y luego de comer y relajarnos, todos nos fuimos a dormir tranquilamente.
Sin embargo, en la noche de nuevo ese olor a podrido inundó la casa dejándose sentir con toda su fuerza, fue tanto que simplemente tuve que levantarme y descubrir qué diablos había metido Percival en el paquete, bajé por las escaleras y descubrí que el hedor parecía venir desde mi despacho, al acercarme a la puerta era cada vez más y más hediondo. No obstante, cuando abrí la puerta, preparado para enfrentarme a la pestilencia, descubrí que en mi despacho no había olor alguno; por más que intenté encontrar la fuente de aquella repugnante fetidez, no pude dar con ella. Finalmente, algo agotado y confundido, decidí abrir las ventanas de la casa y volver a la cama.
Al día siguiente las cosas fueron normales para mí. Me levante temprano y, como tenía que dar clases nuevamente en la universidad, me apresure a marcharme, no sin antes despedirme con un enorme beso de Carolina y Fanny.
Pasé todo el día en el trabajo; fue una jornada de rutina, como todas las demás; agotadora. Como pocos, pese a que no había hecho nada particularmente difícil, noté que mi ánimo no era el mismo de antes; me sentía cansado y fatigado.
Al volver a casa, me topé con una nueva situación extraña, pues no había nadie en el hogar. Me preparé un sándwich y un café. Me dispuse a trabajar en lo que quería (los documentos enviados por Percival); al parecer esta tribu de indígenas era más misteriosa de lo que creía, pues, a pesar de toda la información que poseía, no parecía que escribieran mucho de sus costumbres. Lo único que pude sacar en limpio fue su potente conexión con el fuego, pues aparecían dibujos recurrentes de grandes hogueras, siempre acompañadas de personas adorando el fuego.
Estaba ahí, sumergido en mis estudios, cuando de pronto, escuché ruidos en la casa, de los típicos sonidos de la madera moviéndose bajo los pies de alguien que intenta caminar muy calladamente. Seguí intentando concentrarme en lo que hacía, y de repente, escuché claramente que alguien caminaba en el comedor.
─Debe de ser Carolina ─me dije a mí mismo─. De seguro ya volvió de su salida.
Seguí escudriñando en los escritos, hasta que al fin logré dar con un nombre: Hegthell. Según la información que tenía, al parecer este dios (que los indígenas representaban como una sombra), fue el que les dio el conocimiento del fuego.
En ese momento, me levanté y comencé a caminar por el despacho, de acá para allá, una y otra vez, leyendo los documentos, repasando la escritura y las fotos, intentando sacar más información, pero al final me di cuenta que no había más.
─Una especie de Prometeo ─mascullé en voz alta─. Interesante, pero no pasa de ahí, pues los escritos y dibujos no me dejan más que el nombre… ¡Maldito seas, Hegthell!
Esta última exclamación generó un eco en medio de la habitación, mientras me quedaba parado en silencio con una cara de disconformidad. En ese momento, pude escuchar claramente cómo alguien caminaba justo fuera del despacho; el sonido de los pasos en la madera había sido tan claro que era imposible negarlo, pero, la puerta estaba abierta y nadie había pasado. Me quedé pensativo, intentando encontrar una explicación, al momento que un temor se apoderaba de mí.
Justo en ese instante, se escuchó la puerta que sonaba. Mi corazón saltó del pecho, invadido por un susto repentino. Dejé los documentos en la mesa y salí del cuarto a toda prisa, rumbo a la puerta… Era Carolina. Había llegado y venía sola.
─¿Qué pasó, cariño? ─le pregunté─. Pensé que hoy cenaríamos juntos, como ayer.
Ella me miraba con una cara confundida y temerosa, murmuró unas palabras y miro a todos lados antes de empezar a hablar, como si alguien la estuviera espiando en la oscuridad de la casa.
─Algo extraño me pasó hoy ─me dijo de pronto─. Estaba aquí en la casa, tranquilamente haciendo el aseo, cuando de pronto, comenzó a crecer en mi un presentimiento extraño, como de algo que no anda bien; abrí las puertas, puse una música alegre para adornar el ambiente, pero aun así no lograba sentirme mejor. Estaba en una habitación y… ─De pronto detuvo su relato, como temerosa de continuar─, fue entonces que escuché pasos en el resto de la casa; tan claros como si de verdad estuviera acompañada. Me sentía observada. Pasé así toda la mañana; temerosa y con un presentimiento desagradable. Luego, en la tarde, me sucedió algo surrealista: Pasé caminando por frente a tu despacho y, dentro, ¡pude ver una sombra parada ahí! ¡Me miraba! ─afirmó con desesperación, mientras apuntaba con el dedo hacia el medio del despacho. Unas lágrimas comenzaron a correr por sus mejillas─. Fue como si mi cerebro no procesara bien la situación, porque seguí caminando, embobada. Cuando al fin pude entender lo que había visto, me devolví corriendo, pero ya no había nadie. El corazón se me salió por el pecho; comencé a temblar y entonces el miedo me dominó. Salí de la casa y esperé afuera hasta que Fanny volviera. La tomé y la llevé donde tu padre con una excusa tonta… todo con tal de no volver a entrar a nuestra casa. Y allá me la pasé hasta ahora. No quería volver, hasta estar segura de que estuvieras aquí.
Y dicho esto, me dio un abrazo, como buscando apoyo. Yo no atiné a más que devolverle el gesto sin saber bien qué responderle o cómo consolarla, pues la situación me parecía del todo ilógica.
Decidí no decirle nada de los ruidos que yo mismo había escuchado mientras estudiaba, pues la idea era tranquilizarla; no alterarla aún más. Le pregunté por la niña, y me dijo que la había dejado donde mi padre y que le había dado permiso de pasar la noche ahí. Luego de eso, decidí que cenaríamos y que veríamos una película para poder salir del ambiente de temor que se había instaurado en el hogar. Luego de eso, nos tendimos en la cama y nos dispusimos a dormir.

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