Aquella noche fue cuándo tuve la más nítida de las visiones dentro de mis sueños. Inmediatamente, al cerrar mis ojos, aparecí en un lugar oscuro y con aspecto lúgubre. Aparte de la oscuridad, una neblina espeluznante ocultaba la lejanía del paisaje. Una luz tenue palpitaba delante de mí.
Movido por el creciente temor de no saber lo que me rodeaba la seguí. Un horror en mi interior iba incrementándose lenta pero irremediablemente, pues en lo profundo de las sombras y la niebla sentía que extrañas criaturas me observaban. Iba a tientas por el paisaje intentando no perder de vista aquella luz, pero como en un sueño, mientras más caminaba, la luz parecía mantenerse aún más lejos de mí. Tropecé varias veces en aquel terreno abrupto y hostil. Luego, una piedra me hizo perder el equilibrio y caer de bruces.
En el suelo, entre toda esa negrura, mis manos dieron con algo; unos lentes. Eran de esos lentes gruesos que parecían el fondo de una botella; parecían de un niño.
Al instante, tuve que seguir el rumbo, pues la luz nuevamente se alejaba. Apresuré el paso cansadamente, mientras tanto en las sombras algo revoloteaba, de vez en cuando.
Otras veces, se podía escuchar cómo algo reptaba en la oscuridad, asechando. Me sentí indefenso y con cada pequeño ruido mi corazón se estremecía y un nuevo escalofrío recorría todo mi cuerpo y lo hacía temblar.
Pálido y lleno de temor al fin logré llegar a al final del camino.
Ahí se extendía un río con aguas oscuras y púrpuras, del cual salía aquella temible niebla. Ahí caí en la cuenta de que esa luz era una antorcha. Una criatura pequeña y encorvada la sostenía delante de mí; una especie de escarabajo, difícil de describir, pues estaba cubierto enteramente por una especie de túnica, parado al lado de un extraño madero que flotaba en el río. Se subió al improvisado bote y me invitó a subir en él.
Mis piernas, como atraídas por una irresistible sensación de horror, le obedecieron al momento que una lágrima caía por mi mejilla. Me subí al tronco. La criatura hizo un extraño sonido ininteligible y en mi cabeza sonó una orden: Sujétate.
Lo hice, con todas mis fuerzas, desesperado. Una angustia más grande que el tiempo mismo se apoderó de mí. La criatura, usando aquella misma antorcha siniestra, comenzó a remar; las aguas oscuras y viscosas a la luz de aquella antorcha infernal daban al ambiente un aspecto terrorífico y demencial.
Al momento que aquel mecanismo demoniaco se alejaba de la costa, me di cuenta que desde el agua viscosa se asomaban unas manos, llenas de heridas y úlceras; algunas tan grandes que se podía ver el hueso… Parecían querer subir a la balsa.
Un horrendo estrépito de lamentos surgió al instante, unos gusanos y sanguijuelas de todos los tamaños se movían a por toda el agua. Estaba repleta de gusanos que devoraban a los hombres, mujeres y niños. ¡Por Dios! Niños y niñas de todas las edades estaban atrapados en ése abismal sendero de la muerte y el sufrimiento.
En el agua se podía ver rostros que se asomaban, con un aspecto tétrico, agonizante y temeroso. Gritaban y chillaban suplicando en todos los idiomas que se podían conocer. Y aún más, cuando alcé la vista, me di cuenta de que ese infernal río se extendía por kilómetros y kilómetros hasta donde la vista alcanzaba, todo lleno de cuerpos y sanguijuelas, que los torturaban comiendo su carne una y otra vez.
Lloré ante aquel espectáculo repugnante, al tiempo que gritaba:
—¡Los niños! ¿¡Por qué le hacen esto a los niños!?
El barquero diabólico no me contestó y la barca maldita siguió avanzando entre los cuerpos, atropellando y rompiendo los huesos de quién tuviera la mala suerte de estar en su camino.
Llegamos al otro lado de la orilla maldita y aquella criatura se bajó de la barca. Yo seguía aferrado al tronco llorando, en estado de shock, por todo lo que había visto. Me aferraba al pesadillezco madero mientras todo mi cuerpo temblaba de pavor.
La criatura me miró y me hizo un gesto para seguir. Yo no quería, pero de nuevo mis pies se movieron como por inercia, cumpliendo su voluntad. Subimos una colina pequeña mientras yo lloraba como un bebé recién nacido, temeroso de lo que vería.
Del otro lado, se escuchaban más gritos y lamentos.
Al llegar a la cima, pude ver el horror; árboles monstruosos con caras demoniacas en sus troncos se erguían hasta donde alcanzaba la vista. De sus ramas salían todo tipo de espinas y púas, que podían moverlas como si fueran látigos. Alrededor de cada uno, había una especie de barro, en el cual estaba atrapada una víctima humana desnuda; hombres, mujeres, niños y niñas… no había discriminación alguna. Los siniestros árboles los torturaban, lapidándoles una y otra vez con sus púas, sin parar.
Empezamos a caminar por un sendero en aquel bosque espeluznante. Cada nuevo grito, cada nuevo llanto rompía mi corazón y me calaba a lo más profundo de mi cerebro angustiado.
Lloré y lloré. Lloré como nunca antes lo había hecho. Con cada nuevo latigazo que resonaba en el aire, un escalofrío y una repugnancia recorrían todo mi cuerpo y mi mente. Los cuerpos, terriblemente heridos, tenían colgajos de piel ensangrentados que revoloteaban por el aire con cada nuevo azote. La sangre de todos ellos manchada el piso y hacía que el ambiente tuviera un hedor fétido y podrido.
Vi a un niño, que ya no reaccionaba a los azotes, y el árbol lo tomo con una de sus ramas y lo arrancó del barro pegadizo con tanta fuerza que las piernas del pobrecito se rompieron, quedando aún en aquel material viscoso. El pequeño se retorcía por el dolor mientras el árbol lo engullía como si se tratase de un dulce.
Al llegar al otro lado del bosque, un nuevo demonio estaba sentado en la cima de una montaña. No pude distinguir sus piernas, pero sí pude discernir unos brazos anormalmente largos; su cabeza estaba cubierta por una capucha que terminaba en forma de punta. Golpeó la montaña y todos los árboles se detuvieron. Entonces, el monstruo comenzó a mover los brazos, como dando señales, y los árboles retomaron de nuevo su tortura, como siguiendo las órdenes que él les daba. Parecía que aquella bestia infernal dirigía una sinfonía macabra de dolor y angustia.
Yo le imprequé a la criatura de la antorcha, entre lágrimas y sollozos:
— ¡Los niños son inocentes! ¡No merecen este infierno!
La criatura dijo algo en un idioma indestructible, y en mi cabeza resonó una frase:
—Eso no importa.
Mi cuerpo se derrumbó junto con mi alma, intentando procesar lo que me decía.
— ¡No puede ser! —Repetía una y otra vez mientras lloraba en el piso.
La criatura me hizo un ademán para que siguiera, y nuevamente mis piernas le obedecieron. Atravesamos un pantano con el hedor más fétido jamás olido antes; una mezcla de olor a muerte, suciedad, heces, orina y putrefacción… todo junto. Sentía como si aquel hedor nauseabundo violara todo mi cerebro. Vomité, vomité una y otra vez, mientras avanzaba obligado por la voluntad de aquel ser que me llamaba a seguir.
Al mirar atentamente, me di cuenta de que aquel páramo no era un pantano, era una fosa común, dónde miles de cuerpos se pudrían semienterrados en un barro asqueroso y sucio.
La criatura de la antorcha se volteó y en mi mente resonó:
—Aún están vivos, ellos sienten...
A lo lejos, el horror se dejó ver; unos monstruosos demonios aplastaban los cuerpos con unos mazos gigantes, despedazando todo lo que antes fue un ser humano.
Pasamos el pantano enfermizo, cuando apareció una pared. Era una especie de muralla viva, llena de ojos y bocas por todos lados. Era algo semejante a una barrera, que se extendía hacia ambos lados hasta donde alcanzaba la vista arriba.
Como alambrada siniestra, se podían ver enormes lanzas, donde estaban empalados desde el sexo hasta la boca… algunos por el cuello, congelados, en una expresión de horror y angustia eterna.
Unas aves espeluznantes parecidas a buitres o cuervos les picoteaban el vientre y los ojos, sacándoles las tripas o el hígado. Había hombres, mujeres, niños y niñas. Yo le dije al de la antorcha entre llantos:
— ¡Los niños son buenos! ¡Ellos merecen el cielo!
La criatura me respondió:
—Sólo existe esto: Infinidad de almas que sufren y nos alimentan con su sufrimiento. Por eso la vida es sufrimiento, la muerte es sufrimiento. Todos vienen aquí al morir.
Sus palabras fueron un martillo macabro, destruyendo toda mi mente y mi esperanza. Caí al suelo nuevamente, llorando angustiadamente en posición fetal. Unas palabras macabras resonaron en mi mente:
—Ven. Tu hija está mucho más allá, y el Dios verdadero que querías conocer está aún mucho más adelante.
Una boca de la muralla se abrió como si fuera una puerta. Mi mente se congeló, mi alma cayó en la desesperación. Mis piernas hacían un esfuerzo por obedecerlo cuando le grité entre sollozos:
— ¡No quiero!
El desesperado grito sonó como el de un bebé entre mocos y lágrimas. Intentaba articular palabras pero sólo salía un llanto inteligible. Mis piernas, maldecidas por el don de la obediencia ciega, se estaban levantando. Fue cuando tomé una piedra del suelo y me golpeé en el tobillo con todas mis fuerzas, rompiéndolo en el acto, pero mi otra pierna aún quería seguir, así que, lleno de dolor y angustia, apliqué otro golpe para ella… y a cada atisbo de que una pierna fuera a levantarme la golpeaba más fuerte, y más fuerte, hasta que sólo quedó una masa de huesos y músculos que se retorcía entre calambres, dolor y angustia. Caí desmayado.

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El viaje.
HorrorEl aterrador descubrimiento de un hombre y una maldición desatada, harán que la vida de los protagonistas cambien para siempre. (ésta historia está ligada a las siguientes historias:Amaghtu, Los Tlatelchuali, Herencia y El Secreto Del Carnicero. Las...