❝ Nací para morder ❞

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A las cinco de la mañana, en la más absoluta y retorcida intimidad brindada por la luz amarillenta de una farola cualquiera en una calle cualquiera; él tenía esa sonrisa que se tambaleaba entre lo cínico y lo sensual, marcada en toda su cara de ángel, extendiéndose de mejilla a mejilla como un reguero de pólvora con cada silencioso segundo que se escurría entre los oídos de la noche.

Shinji entrecerró los ojos, mirándolo con un destello de arrogancia que se esforzaba exageradamente por ocultar su lujuria. Él, sin embargo, se mantuvo ahí parado bajo la luz amarillenta, con esa cara angelical suya embarrada de sombras y ambigüedad. A Shinji le molestaban muchas cosas, y definitivamente esa cara era una de ellas; esa sonrisita extraña que caracteriza la prepotencia de alguien que sabe cosas que tú no, esa expresión sensual que, de forma sutil y juguetona, como si pretendiera enfadarlo, parecía burlarse en silencio de algo que solo él parecía comprender.

—Dios mío...—murmuró el de los ojos oscuros, soltando esas dos palabras que daban forma a un ser superior disfrazadas de suspiro.

—Dios no nos está mirando,—dijo el otro con voz suave, enmascarando sus ansias con algo de diversión.

Escuchar eso provocó en él una sensación algo morbosa. Le molestaba demasiado ese tono de voz, tan dulce y aterciopelado y la inocencia de sus palabras acompañada por la sonrisa más ambigua del mundo. Kaworu Nagisa estaba parado bajo la luz amarillenta, con ambas manos metidas en los bolsillos del pantalón de su uniforme de verano y sus resplandecientes ojos de escarlata que parecían brillar entre la iluminación como acompañante de su sugerente lenguaje corporal.

Eran las cinco de la mañana, no había nada más que silencio en la calle, y él estaba ahí, sonriéndole como si supiera un secreto.

Y la verdad es que, sí; sabía un secreto.

Shinji apretó los puños e hizo un gesto de impaciencia. No dijo nada, simplemente se enfadó consigo mismo por no poder negarse a admitir lo que sucedía dentro de su cabeza. Tragó saliva y sin dejar salir ni una sola palabra, caminó hacia la luz amarillenta hasta estar cara a cara con el dueño de esos ojos color sangre que ahora, le miraban con una mezcla de arrogancia y satisfacción.

Su silencio se hizo pesado en su garganta. Estrujó la tela de la camisa ajena con sus manos y acortó bruscamente la distancia entre su rostro y el de su silencioso acompañante, creando a la fuerza una oración en forma de beso. Los labios de Kaworu se sentían como un pecado, pero a él no podía importarle menos; no cuando su lengua comenzaba a adentrarse en el extraño y húmedo paraíso que supone la boca de alguien más. Acariciando, tocando, chocando con todo a su paso como un invitado que nadie esperó, pero que fue acogido por la calidez del otro, quien entre suaves gemidos otorgó el permiso de sentirse libre con su cavidad bucal.

Sus dedos pellizcaron las pálidas mejillas de Kaworu mientras la transfusión de saliva alcanzaba niveles que escapaban por completo de la inocencia de un adolescente curioso. Shinji estaba más que familiarizado con esa boca, no era la primera vez que besaba, no era la primera vez que él y Kaworu se besaban a escondidas, no era la primera vez que sentía que besar era un crimen.

Pero, Dios, ¿el crimen normalmente era así de delicioso?

Si la boca de Kaworu Nagisa era un pecado, entonces se adentraría tan profundo en la calidez de su saliva que cuando ambos terminaran no habría para él otro lugar que no fuera el infierno. Dios no tenía por qué enterarse, el mundo no tenía razones para saber lo que ocurría bajo la luz amarillenta de una farola cualquiera en una calle cualquiera a las cinco de la mañana.

A Shinji le dio igual el resto del mundo; el mejor de todos los secretos estaba escondido en los labios entreabiertos de Kaworu, entre sus dientes de un irreal blanco, su saliva tibia y su lengua húmeda y juguetona. Los suaves movimientos de su cabeza en busca de más profundidad, sus dulces gemidos, su aliento cálido, sus manos deslizándose desde su cintura hacia sus glúteos; Kaworu en sí era el puñetero paraíso.

Shinji estaba extasiado.

Dios jamás se sentiría de la forma en la que se sentía él, y eso, a su vez, le hacía sentirse  ̶l̶i̶b̶r̶e̶  poderoso. Dios nunca lo comprendería, y aunque una parte de su ser sentía estar cometiendo un pecado, el resto estaba más que convencido de que si Dios tuviera quince años igual que él, también le gustaría besar chicos en la más absoluta y retorcida intimidad brindada por la luz amarillenta de una farola. Si Dios tuviera quince años, probablemente también pensaría que la verdadera liberación estaba oculta en la maravillosa boca de Kaworu Nagisa.

Shinji solo podía engañarse a sí mismo malinterpretando su lujuria, pero en el fondo, estaba demasiado convencido de que la verdadera causa detrás de su nacimiento yacía en las simples acciones de besar y morder.

Besar chicos llamados Kaworu Nagisa.

Morderles los labios en busca de placer.

Esos dulces gemidos suponían una recompensa por la ardua tarea de engañarse a sí mismo, en algún punto Shinji descubriría que su naturaleza iba más allá que la de un simple pecador, pero ahora solo estaba convencido de que su existencia se basaba en ese sencillo principio.

Nací para morder







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⏰ Última actualización: Feb 02, 2022 ⏰

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