Plutonia

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Quince millones de canales y siempre la misma basura. Si la galaxia no podía recordar cuáles habían sido las primeras palabras del hombre en la luna después de un trillón de retrasmisiones, era una simple advertencia de que el virus de la estupidez se había apropiado del intelecto colectivo. O más bien, tal vez se debía a que les gustaba sorprenderse una y otra vez, y optaban por olvidar. Pero no todo era olvido. También había odio. Mucho odio. Y galletas. Unas rellenas de malvavisco. Las más de miel, de abejas licántropos criadas en el sector más al sur de la galaxia, allí donde había rastro de más inteligencia, justo al final de todo rastro de vida racional.

Quince millones de canales y su nombre aún no salía en ninguno de ellos. Definitivamente debía ser un caso de estupidez y odio. Plutonia subió los irregulares escalones de arena maciza mientras seguía con sus ojos los zepelines televisión, los cuales se movían como ballenas etéreas por entre los rascacielos, recordatorios longitudinales y cafés de una megaciudad infestada de vida, estúpida y trabajadora, a partes iguales a veces, otras a partes completas ambas.
Plutonia había salido sin prisa de su habitación provisional: un hoyo escarbado en el material más abundante del planeta —fuera lo que fuera— y que no era más que un reflejo de su vida —fuera lo que fuera—, sin aparatos electrónicos, sin cocina, sin apenas nada, con una ventana que solo permitía ver hacia afuera y con todas sus pertenencias empacadas, listas para tomarlas en un arrebato de apuro. Aunque no era como si tuviera muchas. Realmente no tenía nada de valor para el ojo no educado, así que podía estar segura que en tres rincones de la galaxia nadie se molestaría en llevarse su .

Justo estaba en uno de esos tres rincones. Había llegado por medio de los saltos cuánticos en masa, después de haber robado sin retorno en la Estación de Salto. El cambio de ambiente al recorrer más de cincuenta mil años luz en unos segundos podía ser desconcertador, y para los más débiles incluso dañino, pero para alguien como ella, acostumbrada a saltar según los caprichos de sus contratistas, no era más que un trámite, como limpiarse la arena de las sandalinas después de caminar por las costas de los planetas playa, pero los de arena real, no los sintéticos con granos de sal impermeabilizada. Esa arena era una pesadilla si llegaba a entrar a tu ropa y a tener contacto con los saltos cuánticos; si ese el caso, no había manera de quitar los enlaces moleculares y la ropa quedaría marcada con un toque salado que podía saborearse por los poros de la piel.
Pero ahora no se encontraba cerca del mar. Al menos que se le pudiera llamar mar a los millares de kilómetros de arena rígida (esta real, pero no de costa) que daban forma a la ciudad, una mega estructura que se había comido la superficie del mundo, sin dejar ni un rastro de tierra o agua, ni siquiera las montañas se habían salvado de la voracidad de la maquinaria de la Teoburocracia. «Trabajar para tener trabajo y poder trabajar más», era el lema principal.

Las escaleras terminaron en una explanada que no tenía fin, al menos no hasta donde alcanzaba la vista, limitada solo por las millones de carpas de vendedores ambulantes. La mayoría se dedicaba a la venta de chatarra, basura espacial proveniente de las naves que hacían escala para reabastecer combustible; otros más vendían alimentos nada apetecibles, ni para las máquinas trituradoras de abono, pero en un planeta donde solo existía arena como sustrato, cualquier cosa que pudiera paliar el hambre era bienvenida; y había otro grupo, menor en número y en productos, pero con una mercancía de valor casi similar al de un planeta hidropónico autosustentable. Vendían «cachitos de cielo», un cielo que nunca más se levantaría para arropar a su estrella más cercana, un sol llamado Sol, con una luna llamada Luna, y con unos seres que nunca nadie había visto (ni verían jamás) de una tierra llamada Tierra. No era raro que fueran estos seres quienes hubieran desperdigado el germen de la estupidez en la galaxia. Pero esa historia se desvaneció de la mente de Plutonia, ahora decidida a encontrarse con un cachito de cielo.

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