Los Tacones De Azucena

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El sonido de los tacones de Azucena se escuchaba por fuera de mi ventana,
como todo hombre ignoré los pasos, esa era su rutina, salir de casa en las
noches y regresar hasta muy tarde, algunas veces con sus amigas, otras con
chicos, pero ya me había acostumbrado. A veces me asomaba por la ventana
de mi cuarto, daba directo a su jardín, uno muy maltrecho. Cuando ella me
sonreía y me pedía con su dedo índice sobre sus labios que guardara silencio,
sentía que el insomnio valía la pena.

Esta noche era igual a muchas otras, se escuchaba el rechinar de la tubería, el
crujir del soporte de la cama y el sonido de los grillos, en la ventana no había
ningún estorbo, ni una rama, todo impecable, hasta que los tacones de Azucena volvieron a sonar, me levanté de la cama a paso lento y me asomé a la ventana, esta vez iba vestida con una falda negra pegada a las piernas, una playera blanca de manga larga y en sus manos llevaba un bolso junto a sus llaves, la ventana rechinó un poco en cuanto me recargué y ella volteó a verme.

—¿Otra vez de fiesta? —pregunté en una ligera carcajada.
—¡No, no! Esta vez fue trabajo —contestó avergonzada acomodando uno de sus
rizos castaños detrás de su oreja, al mismo tiempo con su otra mano intentaba abrir la puerta de su casa sin éxito, me di cuenta que la manilla no servía.
—A ver si un día me invitas a una, ¡siempre llegas despampanante! —aclaré coquetamente mientras la miraba con curiosidad.

Un segundo después ella logró abrir la puerta, se despidió levemente y cerró con fuerza, de igual manera cerré mi ventana y volví a la cama, dormí como un tronco, ahora a esperar a la siguiente noche.

Al día siguiente la vi irse vestida de la misma manera, pero con un pantalón
negro, y un vestido del mismo color colgando entre sus brazos, iba hablando con alguien al teléfono y corría para agarrar el camión en la esquina de la calle, como siempre, hice mi trabajo, cortar el césped y plantar hortensias. Siempre me gustaron las flores, apreciarlas era mi misión, llenaban mi mundo de calma.

Esta vez regresó por la tarde, y para mi suerte aceptó beber un té en mi jardín,
preparé la mejor silla y le serví en una taza de porcelana, después de todo ella
era camarera, debía lucirme.

—¿Te gustan las hortensias? —pregunté, parecía nerviosa al estar ahí.

—Sí, claro que sí, mi mamá tenía muchas en su jardín, pero ya no es lo mismo,
no supe cuidarlas. —Río nerviosamente mientras miraba las flores y pasaba la
taza de una mano a otra, el sol iluminaba su melena, era perfecta.

—¡Estás de suerte porque soy jardinero!, ¿no te gustaría que las arreglara para
ti?

—¡Ay, muchísimas gracias!, Pero me mudaré en unas semanas, venderé la
casa, mis padres ya no están así que me iré de este lugar. —Su pena hacía que
mi estómago se revolviera, ella solo se retorcía en su silla, quería irse.

—Entonces déjame darte una, será de regalo, las hortensias combinan con las
azucenas, ¿sabías? —Abrió sus ojos ligeramente, y las pobladas pestañas que los adornaban sonrieron ante mí.

Aceptó a duras penas, Azucena era alguien muy tierna, tímida como los pájaros y dulce como el avellano, un poco más tarde en cuanto los luceros salieron y el sol se escondió, le ofrecí mi regalo en una maceta adornada con un lazo color morado.

Esa noche Azucena no salió, ni la siguiente a esa, ni la siguiente de la siguiente, incluso alguien de su trabajo vino a buscarla, un hombre de hombros anchos y barba recién cortada, dijo ser su novio, pero no le contesté nada.
Azucena, mi dulce Azucena, de tacones filosos y rizos de acero, ¿dónde estabas
mi amada?, no comí por días, planté hortensias y wisterias, incluso arreglé tu lado del jardín, pero ni siquiera me has mirado.

Azucena, mi tierna Azucena, de labios rojos y piel morena, ¿por qué no
respondes mis llamadas? Pegaron carteles en todo el barrio, el joven de hombros anchos siempre está preguntando.

Azucena, mi rebelde Azucena, de uñas negras y pechos como almendras,
¿cómo te enteraste de mi difunta Hortensia? No debí dejarte a solas en la
regadera.

Azucena, mi amada Azucena, tus gritos no se escuchan afuera.

Azucena, mi asustada Azucena, tus rizos se deshicieron, pero los armaré de
nuevo, solo dame un beso para que renazca de nuevo. Nunca te gustó mi barba ni que mi espalda tronara, me mirabas con miedo cada vez que entraba, por ti hoy he pintado mis canas.

Azucena, estúpida Azucena, ¡no eres más que una perra!, te he cuidado, te he
brindado mis abrazos y no haces más que llorar y gritar en el sótano, pero este será tu fin, no me sirves, ni siquiera para la cena. Estás en los huesos.

Azucena, te desmayaste con la primera piedra, ni siquiera sentiste cuando el
machete cortó las raíces de tus piernas, las tijeras podaron el césped de tu
cabellera, pero te disfruté, te disfruté como ese maldito de hombros anchos
jamás lo hubiera hecho y después te corté en pedazos.

Mano a mano, codo a codo, cada pedazo de tu cuerpo desmembrado por mis
propias manos, termino en mi garganta para que incluso muerta te quedaras a
mi lado, pero esa no fue tu muerte, fue quizá mucho antes, porque cuando me
lavé las manos ya habías cruzado al otro lado desde hacía rato.

Está mañana he plantado azucenas frente a las hortensias, algunos de tus restos se fueron junto a ellas, ahora puedes acompañar a Hortensia, seguro que ambas se vuelven amigas.

Han vendido tu casa a un precio de oferta, tu novio jamás volvió, nadie le creyó cuando habló sobre el viejo que en la basura tiró tu vestido, y la policía no
encontró más que abono en mi sótano. Solo seguiré plantando.

Entonces del otro lado se escuchó un portazo, una joven de cabellos dorados y piel hecha de nieve se había recién mudado, al igual que tu batallaba con la puerta.

—¡Buenos días! —dijo sonriente y acercándose a la reja.

—Buenos días, señorita —contesté cortésmente, seguí preparando el pasto.

—Disculpe mi interrupción, soy Violeta, acabo de mudarme —Se acomodó el
cabello detrás de su oreja. No era tan hermosa como mi amada Hortensia, ni tan lista como Azucena, asentí con la cabeza.

—¿Qué hace? —preguntó curiosamente una vez observó las tijeras.

—Soy jardinero —Sonreí.

Pero, ¿saben? Era curioso, en el mercado justo estaban en oferta las macetas
con violetas, quizá debería surtirme con algunas, después de todo necesitaba
mas abono para la nueva belleza.

Desde el castillo Donde viven las historias. Descúbrelo ahora