Prefacio

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Residencia de Eugene Makrith, a cien kilómetros del centro de Nusquam, año 2,193


Egan temblaba. Estaba oculto en el espacio vacío tras el tablero del servidor en el laboratorio de su padre, en ese hueco lleno de luces y telarañas en donde se le prohibió tantas veces esconderse, pero que aun así era su lugar favorito para alejarse del mundo y, ahora mismo, era también la trinchera que lo mantenía oculto del enemigo. Una de sus manos ahogaba un grito sobre su boca cuando un líquido tibio mojó su entrepierna, recorrió su pantalón y dejó un charco ambarino en el piso bajo sus pies descalzos.

Cada golpe del otro lado del tablero era un respingo que, con los párpados ajustados, Egan se forzaba a contener mientras lloraba en silencio. Sabía que se trataba de la cabeza de su padre estrellándose contra la mesa de estudio, cortesía de uno de los hombres que, enfundados en trajes negros y armados hasta los dientes, irrumpieron en su casa sin permiso en mitad de la madrugada. El niño apenas y tuvo tiempo de esconderse.

Podía verlo todo desde la rendija de ventilación. Uno de ellos masacraba a golpes a Eugene Makrith, su padre, en tanto el cañón de una nueve milímetros semiautomática, igual a la de Morozov, el amable guardaespaldas de su tío Nikolai, era presionado por otro contra el mentón de su madre que lloraba histérica y suplicaba por piedad. Dos más buscaban algo y destrozaban el lugar a su paso.

Tenía miedo. Miedo de perder a su familia, miedo de ser descubierto, miedo de que los malos encontrasen lo que buscaban. Era consciente, según Eugene le dijo muchas veces mientras el niño lo ayudaba con su proyecto, de que "Olvido", a pesar de ser una herramienta concebida con el fin de brindarle ayuda emocional al angustiado, una sin precedentes en su campo, en las manos equivocadas, podría ser peligrosa también, mucho más de lo que el doctor Makrith imaginó mientras la diseñaba. Por eso era tan importante mantenerla a salvo de malas intenciones, por eso su papá estaba tan asustado la noche anterior cuando le contó en secreto lo que acababa de descubrir, lo que el programa era capaz de hacer, y le hizo jurar entre lágrimas que, si algo malo les ocurriese a su madre y a él, Egan nunca permitiría que Olvido cayese en malas manos.

Sí, Egan sabía que papá y mamá morirían esa noche sin decir una palabra, eso lo tenía paralizado, pero más aterrador todavía era pensar que tal vez él no tendría la entereza necesaria para ser consecuente y guardar el secreto también si llegasen a encontrarlo. Después de todo, apenas era un chiquillo de doce, uno flacucho y tembloroso que acababa de orinar los pantalones. ¿Cómo podría ser fuerte y resistir la tortura? Lo intentaría, por supuesto, pero mucho temía terminar la noche convertido en un cobarde.

—¡¿Dónde están los registros?! —inquirió violento el más alto de los cuatro y propinó un golpe brutal en la quijada de Eugene. Algunos dientes, y un chorro de sangre y saliva, salieron despedidos de su boca en el proceso—. ¡La mataremos! ¡Juro que lo haremos! —amenazó—. ¡¿Ese maldito invento vale más que tu esposa?!

Egan, desde su posición, vio a su papá dudar y casi quiso que así lo hiciese para salvar a su madre de una muerte segura. Lo vio mirarla asustado, titubear indeciso y, solo por un segundo, pensó que hablaría.

—¡Eugene!, ¡no! —sentenció entonces Rossane Makrith, su madre, ahogada en llanto desde arriba del cañón del arma y buscó los ojos verdes de su esposo que la veían doblegados y contritos en una disculpa muda—. Nos matarán de todas formas, amor —susurró.

Eugene, sabedor de la verdad en las palabras de su esposa, cerró los ojos y exhaló profuso, solo esperaba que no encontrasen a Egan oculto tras el tablero eléctrico o todo estaría perdido. No estaba seguro de mantener su secreto si quien sufría era su hijo.

Obliviscor ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora