Satoshi amaneció antes que el sol, pues hacía las veces de jardinero y el verde pasto de la okiya[1] de Kiyoshi, no se iba a cortar solo. Aunque, a menudo hacía labores de jardinería, allí era el chico-para-todo. Cualquier problema que hubiera, lo buscaban a él. Todos allí confiaban en él, ninguna geisha se sentía intimidada por la presencia masculina.
Era una persona humilde, vivía con lo poco que tenía y nunca maldecía por ello (aunque sí por otras cosas). Lucía su yukata pulcro pues estaba en una okiya y aunque, no estuviera cara al público, debía guardar las apariencias. El cabello largo, recogido en una cola.
Recogía las hojas secas, el otoño deshojaba copas de nogal y la brisa traía consigo olor a lirio. Era su estación favorita. Dirigió la mirada al cielo preguntándose tal vez, cuantos otoños le quedaban por vivir. Con un brazo se secó el sudor de la frente, estaba en calma, el trabajo dignificaba, o por lo menos lo estaba, hasta que empezó a escuchar gritos.
¿Tan pronto en la mañana? Se dijo, venían del cuarto de Aiko, una de las geishas más hermosas que tenían y que, por ende, sufría más abusos de los que a Satoshi le gustaría. Él creía que se debía a que era de carácter débil, no se sabía hacer respetar, las mujeres tenían armas para hacerlo a su modo. Ella era demasiado dulce y gentil y eso algunos varones cobardes lo interpretaban como una oportunidad de abusar de su posición.
Varones cobardes, mi desayuno favorito.
Fue hasta allá, deslizó la puerta corrediza y se encontró con la siguiente situación:
Ella con la espalda contra el tatami y un hombre, imaginaba que era hombre, que lucía como un cerdo seboso, sobre ella. Con las manos trataba de deshacerse de su obi y ella lloraba, él reía. Despreciable se dijo el jardinero.
—Eh, cerdo seboso, tienes lo que tarde en llegar a ti para irte voluntariamente.
El hombre se giró hacia él con sorpresa, pero al mirarlo de arriba a abajo sonrió de medio lado.
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Hiroshi hacía la patrulla, le habían dicho que por esa zona avistaron a un carterista, su deber según el daimyō, era asegurarse de que la ciudad estuviera a salvo. Eso hacía. A sus otros compañeros samuráis no les entusiasmaba, ellos querían ir a la guerra, quemar los bosques de los que los monstruos parecían salir.
Pero ellos ya viven en guerra Se decía sólo aquellos que aman la paz, tienen motivos para empezar una guerra. Repetía esas palabras. Él había estado en la guerra y ahí no quería volver, era una cosa cruel e innecesaria y morían más inocentes que criminales. ¿Merecía la pena lo que quedaba después? Solo esbozos de lo que pudo ser y ya no sería.
Hiroshi, recordaba cada vida que quitaba, por cada una de ellas, tallaba en un árbol de su jardín un haiku para no olvidar. No era arrepentimiento, era respeto, todo el mundo era digno en la muerte, otros ya se encargarían de juzgar si en vida lo fueron también.
En eso estaba cuando comenzó a escuchar gritos y lamentos provenir de una okiya. No tuvo que meter demasiado su nariz cuando vio a un joven arrastrar por el pescuezo a un hombre. Tuvo que apartarse pues lo arrojó fuera, justo hacia dónde él estaba. El hombre lloraba y tenía un ojo morado.
—¡Y no vuelvas más, miserable cerdo! —Dijo el joven de fina figura, pero voz grave.
El, denominado, cerdo, cayó a sus pies y alzó la vista para darse cuenta de que trataba con un samurái.
—¡Mi señor! ¡He sido atacado sin motivo!, por favor, deténgalo. —Y se aferró a los bajos de su kimono. Hiroshi se apartó.
El joven que ya se estaba marchando, volvió sobre sus pasos.
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El durazno que en otoño floreció (+18) (PAUSA)
RomanceEn una época conocida por sus grandes guerreros: los samuráis atados al honor siguen el camino del bushido; sus hermosas bailarinas: las geishas, capaces de enredar en sus mieles incluso el más helado corazón; poderosos y desafiantes yokais, jugando...