Hiroshi estaba de capa caída como si las sombras de su conciencia se cernieran sobre él desgarrándolo en pequeñas dosis de culpabilidad. Había recibido un entrenamiento que no solo expuso su cuerpo a los azotes del cansancio y el dolor; sino que también fue entrenado en el respeto, el honor, el buen comportamiento y seguía esas ideas fiel como perro a su dueño, puede que... No se atrevería a decirlo en voz alta, pero le daba más importancia a sus principios que a los designios del daimyō[1]. Eso le estaba provocando gran congoja en el alma.
¿Podría kami-sama salvar su infame corazón? Hoy había mandado a su destino final a simples niños. Por más que fueran monstruos, todavía recordaba sus ojos saltones y uno de ellos ni siquiera tenía todos los dientes. Hiroshi fruncía el ceño, la mirada gacha y una sombra sobre su rostro. Tenía debilidad por niños y mujeres, no importaba de qué especie.
—¿Qué pasa con esa cara larga como caballo? —rio Satoru—. El trabajo está hecho y ahora tú y yo... —se señaló y luego hizo lo propio con su compañero—, nos daremos un homenaje.
Hiroshi asintió con la cabeza, ese hombre era su superior de algún modo. Ambos eran vasallos pero Satoru estuvo junto al daimyō antes de que él llegara y había sido su sensei, en cierto modo, así lo ameritaba su cabello canoso. Aunque el juraba que no era vejez, que el detonante de que su (antes negra) cabellera hubiera sido moteada de blanco era otro. Rezaba: «El estrés me ha vuelto viejo, por eso ahora no me preocupo de nada».
—Creo que me abstendré, la jaqueca me está matando. Excúseme. —Hizo una breve pero elegante inclinación de cabeza.
—Esta vez no —insistió. Hiroshi había conseguido escaquearse de más de una, parecía que no caería ese pétalo de sakura en esta ocasión—. Además, esta noche Kaoru también estará con nosotros.
—Ah, esa geisha.
Llevaba un tiempo escuchando a su compañero fantasear con ella. Hablaba de una geisha de género ambiguo dotada de voz de ruiseñor con, la cual, decía las palabras más dulces. Pasos espectrales como si flotara. Nadie sabía a dónde iba o de dónde venía, pero todos la amaban desesperadamente. O eso contaban, sólo una quimera soñada por hombres de frágil voluntad. Se dijo el samurái.
—Es la geisha, de todas las geishas —dijo en actitud soñadora—, la vi una vez, juro que solo pestañeó y yo lo sentí en mi pecho.
Hiroshi, negó con la cabeza, pero no dijo nada porque no había nada que decir. Con el ánimo mohíno, fue a aquella fiesta. No estaba cómodo en ese tipo de ambiente. Sentía que sólo servía para enturbiar el alma. No era puritano, solo demasiado recto o, al menos, trataba de aparentarlo.
Llegaron al local prometido a festejar algo que Hiroshi sentía como una derrota; suelo de Tatami, puertas corredizas con dibujos de flores de loto y sake dispuesto en una mesa baja. Puesto que eran samurais, el dueño del establecimiento dispuso lo mejor y solo lo mejor y envió a delicadas shirabyōshi, bailarinas que danzaban y seducían con sus suaves movimientos. Hiroshi, había tenido que amablemente declinar el acercamiento de una de ellas. Alzó su mano y la puso frente a sí, luego sonrió todo lo gentil que pudo e inclinó la cabeza a modo de respeto y disculpa a la vez.
La joven era hermosa, muy hermosa, pero él ya tuvo mujer hacía mucho tiempo atrás y, como todo, eso también lo perdió.
Miró pues a Satoru, una mujer de cada brazo y su kimono estaba abierto y desarreglado. El de Hiroshi no, pues un samurái debía mostrar pulcritud e integridad. Eran el ejemplo de todo lo que estaba bien en un varón.
Entonces, un ligero aroma a momo embargó sus sentidos, era sutil pero de alguna forma lo sintió colarse sin tocar a la puerta. No la vio llegar, tan silenciosa era que sólo alcanzó a ver su espalda: kimono azul, con motivos florales y moño adornado con una única peineta, pues era geisha y no maiko.
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El durazno que en otoño floreció (+18) (PAUSA)
RomanceEn una época conocida por sus grandes guerreros: los samuráis atados al honor siguen el camino del bushido; sus hermosas bailarinas: las geishas, capaces de enredar en sus mieles incluso el más helado corazón; poderosos y desafiantes yokais, jugando...