Era noche de luna llena, las estrellas brillaban en el firmamento como guías, como testigos. Hiroshi estaba de buen humor, lo cual era vagamente apreciable debido a su empeño de suministrar sus emociones; lo único que a veces mostraba, era la frustración y la risa (y esa última apenas). Le había tomado mucho tiempo y esfuerzo eliminar la expresividad de su semblante casi por completo.
Su maestro, solía decir que eso hacía débiles a los hombres. Los sentimientos no eran más que la debilidad asomando su pata bajo la puerta y daban una valiosa oportunidad de que el enemigo pudiera encontrar el modo de herirlo o, peor aún, descubrir una forma de llegar al daimyō.
—Oid, sois una damita muy hermosa. —Escuchó a Satoru, y eso le despertó los sentidos.
Sakura, a su lado, agachó la cabeza a modo de agradecimiento. Desde que la había acogido como su protegida, la llevaba consigo a todas las fiestas, especialmente si Rafu también estaba allí. Estaba marcando territorio y no, no era porque tuviera algún interés hacia ella más que el de cuidarla, solo se estaba asegurando de que nadie se atreviera a ponerle las manos encima o siquiera pensarlo. Ella era una geisha(o lo sería), no una oiran.
—Sois muy amable, mi señor.
—Seríais una esposa encantadora, ¿No os interesaría... —Comenzó a alargar la mano hasta ella, Hiroshi apareció en medio.
—Se lo diré a Yukiko-san. —Amenazó.
Pudo notar cómo Satoru se tensaba de inmediato, aunque él trató de aparentar normalidad.
—¿El.. el qué exactamente?
—Que estáis flirteando con otra —explicó brevemente— cuando la tenéis a ella en casa y a una hija, que, además, ronda la edad de Sakura-chan, ¿o no? —Entrecerró los ojos.
Vio el verdadero terror plasmarse en aquel semblante, el color abandonó su rostro.
—¡No, por favor!, ¡juro que solo estaba bromeando! —Comenzó a suplicar—. ¡Por favor!, ¡lo que sea menos eso!
Hiroshi sonrió para sus adentros. Yukiko, era la esposa de aquel samurái y tenía una personalidad fuerte y algo salvaje, ataba bien en corto a aquel hombre. Sí, era verdad que, le permitía tener consortes siempre y cuando se dedicaran al oficio. Fuera de eso, nada. Recordaba haberla escuchado decir: «Yo le permito que tenga amantes porque los hombres son como cerdos, si no se revuelcan en el fango no tienen vida plena. Pero ni una más».
Aun así, Satoru, constantemente faltaba a esa promesa y en más de una ocasión, su mujer le cambiaba las cerraduras o le tiraba la ropa por la ventana. Era increíble cómo una mujer podía ejercer tanto poder sobre un samurái, pero no diría que era abusiva. Estaba de su lado, si ni siquiera podía cumplir un compromiso que ambos de mutuo acuerdo habían aceptado, ¿para qué quería una familia?
Escuchó a Sakura reír leve, Hiroshi sonrió un poco. Realmente sentía debilidad por las mujeres, pero no del tipo que uno esperaría en un hombre.
—Perdonadlo, yo creo que aprendió la lección.
Hiroshi se llevó una mano al mentón, pensativo.
—Ya habéis oído, salvado por Sakura-chan. No habrá próxima vez.
Los ojos de Satoru se iluminaron y estrechó, sin previo aviso, las manos de su compañero entre las suyas. Era un atrevido.
—Mil gracias, os debo la vida.
—A mí no, a ella —dijo y apartó las manos en un movimiento tosco y ligeramente violento. Cuando vio que se dirigía a ella, de nuevo puso el brazo en medio—. Pero sin tocar.
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El durazno que en otoño floreció (+18) (PAUSA)
RomanceEn una época conocida por sus grandes guerreros: los samuráis atados al honor siguen el camino del bushido; sus hermosas bailarinas: las geishas, capaces de enredar en sus mieles incluso el más helado corazón; poderosos y desafiantes yokais, jugando...