Prólogo.

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Septiembre de 2019.

«Ágape es la palabra griega que significa amor incondicional. Suena muy disfuncional pero así suele ser el amor. Es una palabra rara porque así es como se siente el cuerpo cuando estas con la persona especial. La palabra más hermosa del mundo. El sentido de la vida. Ágape, ágape, ágape...»

—Aquí esta su café— le interrumpió el mesero.

—Gracias—respondió Ceric, al mismo tiempo que oía una sirena de policía a lo lejos.

Resultaba confortante estar tan lejos de casa, en una cafetería en Barcelona, aunque extrañaba a su madre, a sus amigos. Había pasado un año sin pisar su ciudad, y tan rápido había olvidado casi todo: su casa, su escuela, la cafetería de al lado de su casa; era como si Barcelona lo borrara y volviera a escribir todo en su cabeza. El mar, la brisa; los atardeceres del mediterráneo. Disfrutaba ver a los tres jóvenes, más o menos de su edad, que estaban sentados en la mesa de enfrente; tocaban rumba y paso doble en sus guitarras. Cantaban a lo flamenco y tomaban cerveza. Era un espectáculo que se veía a diario en las calles de Barcelona. Desde que vivía ahí, le pareció tentador cantar con ellos, pero siempre tocaba su garganta y se lo guardaba. «Tal vez otro día», pensaba.

Vio su reflejo en la taza de café antes de darle un sorbo; sus ojos, aún en el negro color del café, se veían azules. Tenía buen sabor; algo fuerte y con mal cuerpo. Pero había probado uno mejor...

Sonó su celular con el inicio de la canción "Hysteria".

Era su madre.

—¿Cómo has estado, hijo? Ya no llamas, ya no respondes mis mensajes... Parece que no tienes madre.

—Lo sé, mamá, lo siento. He tenido mucho trabajo desde que abrí la cafetería—Le dio otro sorbo a su café e hizo un gesto sobre el sabor amargo del café—. Me ha ido muy bien, no puedo negarlo.

—¡Ay, Ceric! Me alegra mucho que estés bien. Me tenías muy preocupada... ¿Cuándo vas a regresar? Todos te extrañan— ladró un perro del otro lado del teléfono—. Y Kaiser también.

Ceric sonrió:

—Te prometo que me las arreglaré para estar ahí en Navidad.

—¡Anótalo, Ceric! Se te suelen olvidar las cosas, igual que a mí.

—Esta anotado, mamá.

—Está bien. Te quiero, hijo. Cuídate mucho.

—Yo también te quiero, mamá.

Colgó.

El cielo se empezaba a colorear del naranja del atardecer, y Ceric vio a un grupo de chicos que pasaron frente a él. Jugaban, reían. Tenían una moneda en una de sus manos y se disponían a tirarlas a la fuente. Pedirían un deseo y seguirían riendo mientras caminan en dirección a sus hogares. Suspiró. Su mente vagaba entre los archivos de su memoria, entre el olor a café y el sonido del agua, hasta que encontró un recuerdo. 

AgapeWhere stories live. Discover now