IV. Histeria

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El metal de las tijeras se le metía por el yeso y le rozaba la piel, pero no había forma de que esta se pusiera más erizada de lo que ya estaba. Elías se lo había llevado a la habitación del segundo piso que da a la escalera después de otro ataque de histeria, y ahora lo cuidaba como a un niño de teta; le instaba a echarse una siesta mientras él observaba el techo ligeramente resquebrajado. Era hipnótico porque, a medias, le recordaba a la cara de Puig cuando escapó bamboleándose de la sala médica. Todavía no le había explicado ese incidente a nadie y, cerrando los ojos, pensó en que jamás lo haría. Al final, seguía siendo aquel niño que creía haber enterrado en su oscuridad mental: el que escuchaba voces susurrantes en su cuarto o en el lavabo de su amigo, el que veía sombras paseándose tan tranquilas por el barrio, el raro que no podía reconocer que se había hecho pis encima durante una excursión a las montañas, el que, a causa de ello, recibía el odio de sus compañeros. Beatriz Sala había sido de las peores. Supongo que la gente detestaba reconocer que, en realidad, no lo sabían todo... O con eso le gustaba autocomplacerse y no reflexionar en que estuvo a punto de cortarle la lengua a una compañera delante de toda la clase. Cuando esta misma fue víctima de El monstruo durante aquel interminable mes de mayo —más de la manera en que lo fue— pensó en si Elías sospecharía de él. ¿Sospechaba de él? Notó que este le quitaba el yeso con la ternura de siempre y decía:

—Pero, bueno, este brazo está estupendo. —Soltó el envoltorio en el suelo y, luego, le cogió el miembro con ambas manos como en señal de apoyo—. Ahora necesitas descansar, ¿vale? No sé que va a pasar de ahora en adelante... Ojalá lo supiéramos. Pero quiero que sepas que te apreciamos y vamos a intentar salir de esta todos juntos, ¿de acuerdo?

Detrás de esas palabras había instigación. Quería que le contara lo sucedido en la clínica o dónde sea que hubiese ido esa mañana; Arnela lo sabía. Sin embargo, decidió ignorarla y se tumbó de lado, dándole la espalda a su amigo del alma y pidiendo así que se largara. Se concentró en el sonido del agua corriendo en la bañera y en el perro ladrando a la puerta cerrada. No quería pensar más. Ni siquiera en que ese era el lavabo maldito de sus temores.

Elías le hizo caso, perdiendo la sonrisa de «Lo entiendo» y llamando a Timón —que se había despertado con el rugido en la boca— para que lo siguiera a medida que bajaba los escalones. El rostro serio que asustó a su hermana volvía a estar ahí. No obstante, al llegar al salón, Lola le dio la bienvenida sin reparar mucho en ello. Estaban comiendo la pizza del día anterior, sentados uno al lado del otro. Rubén había ocupado el sillón de Arnela y lo miraba pidiendo explicaciones. El perro se le acercó prácticamente amedrentado, pidiendo un trozo.

—¿Cómo está? —cuestionó su hermana, tan resuelta como era— ¿Te ha dicho algo?

Elías respondió solo a lo último:

—No.

—Joder, ¡aquí tampoco nos dicen nada! —Lola señaló a la televisión. La presentadora no estaba en plató—. Desde que ha pasado eso... ¡Ni rastro! ¿Por qué nadie quiere explicarnos qué pasa?

—Tienen miedo, hija —comentó el abuelo—. Y tampoco creo que sepan exactamente lo que sucede.... ¿O tú lo sabes?

—No, por eso quiero que me den respuestas. Así, al menos, podríamos prepararnos.

A Lola nunca le habían gustado los imprevistos, a no ser que fuera ella quién los produjese. Su hermano recordaba perfectamente el día en el que les anunció que se marchaba siendo una recién graduada o como había vuelto a casa con más cara que espalda, como si olvidar las interminables lágrimas de su madre fuera tan fácil. Le hubiese gustado una disculpa, pero ya no era el momento de pedirla. Igual que tampoco podía presionar a Arnela para que le aclarase las dudas de lo ocurrido; no sin hacerle daño. ¿Qué iba a hacer si este asunto no llegaba a buen puerto? ¿Acabaría actuando de manera rencorosa?

El monstruo #ONC2022Donde viven las historias. Descúbrelo ahora