X. Nada más que una pesadilla

29 5 21
                                    

En la oscuridad del garaje, Vega recordaba el momento como si se tratase de un mal sueño. Los infectados se apelotonaron en la corredera y el porche, tumbando el fuerte improvisado de muebles. Los gatos callejeros y los perros fueron los primeros en pasar por los huecos, a pesar de ser globos andantes con dermopatía en el pellejo. De nuevo, andaban a cuatro patas. Rubén y Lola les tiraron el cadáver de su compañera con la esperanza de ganar tiempo, pero los animales eran más ágiles que los humanos. El pitbull asaltó a su madre y los gatos se dividieron entre los demás. Uno sin piel se aferró al cuello del abuelo; el último, sin embargo, se quedó erizado encima de las sábanas, mirando fijamente al mecánico y la chica. Rubén aguantó los arañazos y mordiscos de la bestia en la pierna para apuñalarlo con uno de los cuchillos de cocina que había dejado en la cama de la abuela. Las palabras de ella volvieron a advertir a Vega en su mente: «¡Tienes que salir de aquí, nieta!». Pero no iba a marcharse sin su familia. Quiso alcanzar a alguno una vez más, chillando sin parar, y Arnela tomó la decisión por ella. La obligó a saltar con él en la cama y escapar pisando al gato, que se convirtió en una masa viscosa al segundo.

—¡Espera, Arnela! —vociferó Rubén, hiriendo al perro en la nuca con el arma antes de ayudar al abuelo. Si Lola no estaba muerta, le faltaba poco para estarlo: el animal le había destrozado la nariz y la boca y uno de los ojos se movía a su alrededor, intentando comprender lo sucedido. —¡Vega!

La adolescente trató de agarrarse a la balaustrada, viendo como Rubén dejaba de lado al anciano y desaparecía por la habitación, llamando a Timón. Al llegar abajo, algunos monstruos ya habían pasado al comedor y se asomaban por el cristal roto de la entrada. Arnela rebuscó en el cuenco del recibidor, las llaves con el nombre de Elías. Rubén los seguía con el cairn terrir en los brazos, impactado.

—¡Arnela! ¿¡A dónde te la llevas!? —dijo, justo cuando el mecánico gritó: «¡Hu-hurra!» y la gente de Vollruin atravesó la puerta. Arnela les atacó con el jarrón de piedras que decoraba la mesa del pasillo, deteniendo a algunos con el impacto.

—¡Va-va-a-mos!

Abrió la entrada y casi empujó a Vega a saltar a la casa de al lado. Los separaba una celosía de plástico nada difícil de penetrar: solo había que pasar por encima. Rubén se vio obligado a soltar al perro de la misma forma y el chiquitín salió pitando hacia la puertecita blanca que protegía el porche.

Los monstruos, casi apilonados unos sobre los otros, no tardaron en acercarse con las mismas ansias de matar que les habían producido los vecinos de enfrente. Aunque dudaban con Arnela. Rubén perdió el cuchillo clavándoselo a una mujer en la frente, y el mecánico le dio una patada a un hombre en la nariz mientras traspasaba a la salvación con ayuda del muchacho. Parecía que las criaturas se habían enredado entre sí; les costaba separarse. Vega, llorando en un hilillo de voz, se aferró al brazo de Rubén y corrieron junto a Timón. Al abrir la puertecita, el perro se olvidó de los suyos y se marchó calle abajo, distrayendo a algunos de los monstruos que quisieron cerrarles el paso. Aprovechándose de obstáculos como el coche destrozado de sus vecinos y su propio afán de supervivencia, los tres lograron ocultarse en el garaje de la familia. Sin Timón. Sin el abuelo. Sin Lola, ni Elías. Vega recordó más tarde que ella siempre tenía una suerte de oro y quizá les había traído la misma a sus acompañantes. Quizá, por eso, Arnela había querido salvarla y ahora parecía tan feliz entre la poca luz que ofrecía la estancia. Era un lugar abarrotado de comida, juguetes viejos y recuerdos infinitos. La furgoneta de su tío les servía como cuarto y Rubén había conseguido encender la radio para saber más de la situación. Vega se pasó los primeros cuatro días llorando a todo pulmón, oyendo a los infectados aporrear la puerta con sus aullidos de monstruo. Para colmo, su móvil se había quedado en la mesita de noche. Rubén la acompañó de vez en cuando, apenándose en silencio con las caras de sus allegados en la cabeza: la del abuelo, en especial. Consideraba que, en su vida, era de las pocas personas que habían sido verdaderamente buenas con él.

El monstruo #ONC2022Donde viven las historias. Descúbrelo ahora