V. Más histeria

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—Ahí no hay nada, tío —dijo Lola, cruzándose de brazos. Al igual que el resto de puertas de la casa, la de su cuarto permanecía abierta. Lo primero que se veía era la cama de su madre repleta de cajas de madera, cestas, plásticos de burbujas y ropa sin doblar. Debajo no había espacio para que nadie se escondiera. Tampoco entre el hueco del armario y la entrada, dónde moraba un televisor de la marca CJV —de los más grandes de su época— adornado con peluches de Vega. Era una habitación enorme y ocupada. Así que a Lola le dieron ganas de poner los ojos en blanco cuando Arnela se levantó de un salto, sin dejar de señalar las cortinas de casa embrujada que tenían al fondo, y gritó de nuevo. Elías no paraba de repetir: «Vale, vale, vale» como un hipnotizador, pero si lo calmaba era algo demasiado superficial para que su hermana lo notase. Dos golpes en una de las ventanas solo empeoraron la situación. Arnela se hizo un ovillo a un lado del radiador mientras Lola iba a inspeccionar lo ocurrido. A ella también la había asustado. Entró directamente a su cuarto, con los ojos puestos en las manchas borrosas del cristal, y al asomarse vio lo que sospechaba: dos pájaros moribundos sobre el porche. ¿Agapornis? La figura en la acera de enfrente desvió su atención lo suficiente como para averiguarlo. Era Don Eustaqui, muy lejos de su distrito, contagiado, si es que podían llamarlo de ese modo... Tenía la cara hecha un cromo, abierta aquí y allá. No obstante, lo chocante era que no se estuviese autolesionando. Sus manos, llenas de cortes que supuraban sangre, estaban tan inmóviles como él. Ni siquiera parpadeaba. Y cuanto más observaba a Lola, con la mirada perdida de cualquier cadáver, más ganas le dieron a esta de despedirse: bajó la persiana de su habitación y el piso de arriba quedó todavía menos iluminado. Al surgir, Elías fue quién le quitó los escalofríos que le habían quedado en consecuencia. Arnela estaba llorando en sus brazos.

—Lo, pídele a Rubén una de sus pastillas.

—¿Perdón?

—Pídele una de sus pastillas, va. Es melatonina, funcionará —agregó, convencidísimo.

Lola obedeció con la peor de las muecas, murmurando que la iba a mandar a la mierda. Sin embargo, fue ella la que soltó la primera grosería al encontrarse a su hija totalmente derrumbada en el sofá con el perro gimiendo entre sus piernas. No respondió a ninguno de sus intentos porque la mirara a la cara y le dijera que pasaba. Por el rabillo del ojo se dio cuenta de que el panorama televisivo había cambiado: las montañas de Vollruin, la base del pueblo entero, estaban en primer plano; mitad verdes, mitad áridas. Seguía haciendo un día espléndido a pesar de todo.

—Hija, han dicho que no podemos salir de casa y la nieta se nos ha puesto así... —le anunció su padre, nervioso, como un niño pequeño.

—Más bien nos han dado la opción de no hacerlo porque en Sant Eloi están igual —refutó Rubén, dibujándose algo en la pierna con el dedo.

Lola por poco se mordió el labio al enterarse.

—No me fastidies. —Rubén no le respondió, quizá haciéndose el interesante, y eso hizo estallar su humor de bruja—. Está bien, chaval. Tú no te lesiones hablando con tu tía. —«Si es que es soy tu tía, para empezar»—. Mejor ve a ver a tu padre lo antes posible. ¿No oyes los gritos? —Señaló al techo, más bien a su cuarto y no al de su hermano—. Necesita una de tus milagrosas pastillas para dormir y así tranquilizar a la bestia.

Vio como el chico se pellizcaba la piel velluda del muslo y oscurecía aún más la mirada. Eran sus drogas. ¿Y si no podía volver a conseguir? De por sí, ya las había estado racionando... Y en el fondo creía que los medios estaban exagerando, como siempre. Sin embargo, ¿qué pasaría si alguien se sentía molesto porque volvía a quedarse despierto cada maldita madrugada? Aunque a él no le importaba... No es que le hubiese incordiado en su día: cogía el cuaderno de dibujo que escondía de su madre —ahora de la familia— y se ponía a ello, gastando un mínimo de luz con la lámpara infantil que continuaba en su habitación. Pero al psicólogo escolar sí le saltaron todas las alarmas cuando lo supo. Ahora Rubén se había acostumbrado a tomar su píldora, y le faltaban perros para amenizar las desconfianzas.

El monstruo #ONC2022Donde viven las historias. Descúbrelo ahora