En la primera semana luego de lo ocurrido, JungKook trataba de escapar de las miradas. Sentía que todas ellas hurgaban en su intimidad. Los ojos de los demás eran balas que, casi siempre, daban en el objetivo.
Había eliminado todas las fotos de su teléfono, del archivo del computador y de los portarretratos que tenía en su cuarto. No más fotos. No más.
Alguna vez había escuchado en una clase que los indígenas no se dejan fotografiar convencidos de que el ojo de la cámara les robará el alma. Ahora JungKook sentía que en esa creencia había mucho de verdad. A él le habían robado el alma. Y mucho más.
Aquella tarde, camino al taller, se colocó los audífonos que le servían para ahuyentar conversaciones no deseadas, y paraguas en mano avanzó hasta la parada del autobús.
Apoyó la frente en la ventana e intentó no pensar. Prefirió mirar las gotas de agua que resbalaban por el cristal. En uno de los asientos delanteros había alguien que lo observaba. Más allá, otros ojos examinándolo. Cómo le habría gustado tener la fuerza para levantarse y gritar: "¡Sí, soy yo el de la foto! ¡¿Hasta cuándo vas a seguir mirando, imbécil?!". Pero no tenía esa fuerza ni lograría nada bueno reaccionando de esa manera.
Sacó su libro e hizo como sí leyera. Siempre la primera línea. Solo la primera línea. Leía sin leer.
Diez minutos después se bajó del autobús y. mientras caminaba hacia su primera clase en el taller municipal, recordó que era el único alumno en la clase de Joyas hippies. "Seguro que no hay más alumnos porque es la clase más aburrida", se dijo a sí mismo. Pero, analizándolo mejor, para lo que él estaba buscando -silencio y soledad- esa clase era la más indicada.
La profesora, que a la vez era la directora del centro, la coordinadora de talleres, la encargada de las fotocopias, la responsable de cambiar los focos quemados y la dueña de la cafetera eléctrica, se llamaba Delfina. Era una mujer hiperactiva de voz amable.
Por su aspecto debía tener alrededor de 50 años. Vestia trajes holgados con estampados geométricos, y zapatos de tela con bordados y piedritas de colores. Era un sonajero ambulante. Cuando caminaba las cuentas de sus pulseras, collares y pendientes sonaban como los móviles hechos con caracolas.
— A mi no me contratarian jamás en CSI! - decía entre risas - Nunca podría ser una investigadora secreta. Mi capacidad para pasar inadvertida es idéntica a la de la sirena de los bomberos.
Delfina, tras esa imagen robusta, de espectáculo pirotécnico, era una mujer de gestos amigables. El primer día le mostró las instalaciones. Se trataba de una antigua casona con columnas y balcones de madera.
La sala, que sería su punto de encuentro, era un cuarto amplio con mesas de trabajo, piso de madera y ventanas altísimas. En las repisas había mucho desorden: materiales, libros, hojas sueltas. trabajos de los alumnos de otros talleres, flores de tela, retazos de madera, platos de cerámica, pinceles resecos...
— Solo hay dos normas - le dijo a JungKook cuando inició la clase - que seas puntual, que no me trates de usted y que no uses el celular en clase.
— Son tres.
— ¿Tres, qué?
— Que usted, tú, acabas de decir que solo hay dos normas y luego has enumerado tres.
— Ah... es verdad. Bueno, es que en realidad son cuatro: que si no vas a venir me avises al menos una hora antes. Y la quinta en esta clase está prohibido hablar de política, de fútbol y de cualquier noticia truculenta de aquellas del tipo: "Supiste que a una señora le robaron el bolso en un centro comercial le clonaron la tarjeta y le arrancaron un brazo, y luego le sacaron un riñón para venderlo por Internet y ahora tiene una deuda más grande que la de Italia?".
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La lluvia sabe por qué •[TaeKook]•
FanfictionDurante una inocente reunión, JungKook se convierte en el blanco de una broma pesada; sus amigos lo fotografían con el celular mientras él se cambia de ropa y alguien presiona entre risas la tecla "Enviar". La imagen corre como pólvora y el escándal...