El Nigromante

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—¡Brujo! ¡Brujo!

—¡Mátenlo!

—¡Hechicero! ¡Asesino! ¡Quémenlo!

—¡Sí, quémenlo!

Atado y condenado a la hoguera, espero la orden que dará fin a mi existencia y, mientras el verdugo lee los cargos, pienso en si me iré al cielo o al infierno; las llamas son purificadoras se suele decir, pero ¿en verdad purifican algo? Sé que no soy un buen ser humano y que hice cosas terribles, pero lo que aquel maldito ángel me dijo me perturbó demasiado.

Nací con un don que es otorgado a muy pocos: la magia. Desde pequeño, el patriarca de mi clan supo que mi poder sería inmenso y me bendijo para que cuando el día propicio llegara, yo tomaría su lugar al frente del clan. Con el paso del tiempo mi poder fue aumentando; a los diez años podía dominar artes que estaban reservadas sólo a los más aventajados, técnicas que sólo un verdadero prodigio podría perfeccionar. A los dieciséis salí de mi hogar como es costumbre en el clan, para conocer el mundo y adquirir los conocimientos que me hicieran falta y que sólo observando y experimentando por mí mismo podría obtener. Cuando cumplí los veinte ya era un hechicero consumado, mientras que a la mayoría le llevaba media vida lograrlo. Había superado con creces al patriarca y estaba listo para volver y tomar posesión del cargo para el que había nacido. Es una pena que los demás en el clan no pensaran igual que yo...

—Aún eres muy joven para tomar el puesto, necesitas madurar y ser más sabio —dijo el patriarca con tono autoritario cuando le propuse tomar su lugar.

—¿Madurar? ¿Ser más sabio? Por favor, le he superado desde hace mucho tiempo en poder, sus habilidades no se comparan en nada a las mías.

—A eso me refiero, hijo. Escúchate hablar, hay arrogancia en tu voz, aún no estás listo.

—¡¿Cómo se atreve a negarme el cargo que por derecho de nacimiento me corresponde?!

—Con el derecho de proteger al clan de malos guías como tú que, por el hecho de tener poder y demasiada soberbia, creen estar listos para estar al frente de toda una estirpe.

—¡Qué imprudencia al hablarme así, anciano! ¡Se va a arrepentir, me oye! Esta es una afrenta —dije mientras me daba la vuelta y me alejaba de lo que una vez fue mi hogar, no sin antes escuchar en un débil susurro: Mucho me temo que así será...

Mis habilidades y poderes mágicos siguieron aumentando hasta llegar al punto de desarrollar ciertas habilidades que estaban prohibidas o que eran prácticamente consideradas imposibles por su grado de dificultad, entre ellas estaban el resucitar a los muertos y la más temida de todas: invocar demonios y someterlos a mi voluntad. Me había convertido en un nigromante.

La primera vez que invoqué a un ser de este tipo, yo mismo me proclamé amo y señor de la magia. Los demonios son una especie fascinante, otorgan dones a cambio de almas, y ya sabía perfectamente qué almas entregarles. Así, debo admitir que la primera tarea que le encargué a un demonio fue asesinar al patriarca, a cambio podía quedarse con su alma y yo tomaría posesión de mi lugar en el clan, pero algunos miembros se interpusieron pues sospecharon que la muerte del viejo era obra mía, cosa que no tardó en extenderse como un rumor y ensuciar mi imagen, por lo que tuve que acabar con ellos también. Mi clan fue disminuyendo gradualmente hasta llegar casi al punto de la extinción, pero no me importaba, era su castigo por negarme el derecho a gobernar. Los pobladores aledaños comenzaron a temerme y a murmurar, pero nadie se atrevía a comprobar si sus sospechas eran ciertas.

Los demonios obedecían sin replicar y parecía que les gustaba recibir órdenes mías, pero lo que más me llamaba la atención era que después de estar cierto tiempo en nuestro mundo, sentían aflicción y querían regresar al infierno, podía observar en sus ojos esa desesperación y nostalgia por retornar a las llamas eternas del abismo y me preguntaba si en verdad era un lugar de sufrimiento como se solía decir, así que antes de liberar a mi último sirviente le ordené que me contara cómo era el infierno, y su respuesta me sorprendió sobremanera:

—El infierno, mi señor, no se compara en nada al cielo, allá abajo no hay reglas, ni leyes, en el infierno somos libres, todos somos iguales y cada uno es libre de hacer lo que le plazca si eso no implica meterse con otro. Seguir a nuestro general tras la rebelión fue la mejor decisión que pudimos tomar. El verdadero demonio habita en el cielo... —y tras decir esto último desapareció.

La ambigüedad en sus últimas palabras me dejó confundido, pero comprendí entonces que el infierno era un Pandemónium de caos total, libertinaje y anarquía sin control; el cielo debería ser un lugar más apacible, pero ¿cómo saberlo? Fue en aquel momento en que pensé que, si podía invocar demonios, también podría invocar ángeles. Comencé a estudiar la manera de invocarlos; era mucho más difícil que con los demonios ya que me había acostumbrado a las artes oscuras, y las de luz habían quedado relegadas para mí, pero eso no me iba a detener. Tras ensayo y error y durante mucho tiempo fracasé, hasta que hallé la manera de tornar la oscuridad en luz y por fin pude invocar un ser celestial.

El ángel era un ser hermoso, con un aura de luz blanca que cubría toda su figura, un par de alas plateadas lo adornaban y una espada de oro exquisitamente labrada y forjada con una maestría sin igual aderezaba su majestuosidad; la perfección en su forma más pura, aquella criatura era sin duda obra de un ser divino. Al principio se notaba confundido, hasta que le expliqué que yo había sido quien lo convocó para que me revelara algunos secretos de la creación. Pensé que se negaría, pero gustoso comenzó a revelarme el porqué de los más grandes misterios del universo, la vida y la muerte. Si antes me consideraba un sabio, ahora con mucha más razón podría llamarme un iluminado.

Durante muchos días siguió revelándome secretos, hasta decirme todo lo que quería saber, por lo que su utilidad para mí había finalizado, aunque había olvidado el principal motivo de su llamado. Había llegado el momento de regresarlo a donde pertenecía y fue cuando algo extraño sucedió: aquel ángel no quería volver al cielo, a tal punto de rogarme y suplicarme que no lo devolviese a su prisión, como él lo llamó. El miedo y el pesar en sus ojos puros eran tan intensos que podía palparlos y unas lágrimas de desesperación comenzaron a brotar y recorrer sus delicadas mejillas. No pude evitar sentir lástima por aquel ser que me había revelado tanto, recordé la razón de haberlo convocado y debía saber la causa de su pesar, así que le pregunté: ¿Por qué no quieres volver? ¿Cómo es el cielo? Y su respuesta me dejó aún más confundido que la del demonio:

—Por favor no me devuelvas a los tormentos de la esclavitud, haré todo lo que me pidas, seré tu siervo, te aconsejaré y curaré de cualquier mal que pueda aquejarte. El cielo es el verdadero infierno, estamos sometidos a la voluntad del creador, aunque se nos diga que tenemos libre albedrío. El tiempo no existe para nosotros, por lo que nuestro tormento es perpetuo, los rebeldes fueron listos al buscar el destierro, los que nos quedamos somos sirvientes de un tirano que no nos permite morir mientras estemos ante su presencia...

Y tras decir esto último, sus ojos se iluminaron como si una idea cruzara por su mente. Movido por una voluntad férrea, tomó su espada y se atravesó el corazón ante mi mirada atónita y sin que pudiera hacer algo para detenerlo. Una luz cegadora como si el sol se materializara en mi habitación iluminó todo a mi alrededor y por un momento pensé que había perdido la vista. Aquella luz era tan brillante que incluso a la luz del día podía observarse desde la distancia. Algunos moradores curiosos ante tal suceso se reunieron a las afueras de mi hogar para descubrir lo que había sido aquel destello. Al asomarse por mi ventana pudieron contemplar la figura del ángel muerto en el piso y a mí luchando por recuperar la visión. Se aprovecharon de mi ceguera para irrumpir en mi morada y tomarme prisionero, sabiendo lo que me esperaba al escuchar las primeras acusaciones de brujo, hechicero y asesino, mientras un golpe en la cabeza apagaba las últimas luces de mi consciencia.

Al recuperar el conocimiento, ya era demasiado tarde para mí, me encontraba atado a lo que parecía ser una hoguera y amordazado para evitar pronunciar conjuro alguno. Sabía lo que vendría luego, un verdugo leyéndome los cargos y el vulgo ignorante insultándome. Nada de eso importaba, en la cabeza le daba vueltas a un asunto más importante: lo último que el ángel dijo sobre el cielo y pensaba que de todas formas nunca fui lo suficientemente bueno para ir allí, a menos que...

La hoguera se ha encendido y siento cómo mi cuerpo arde al calor abrasador del fuego. Moriré, pero no puedo evitar pensar: ¿Y si el cielo es la verdadera condena y el infierno la libertad? Por primera vez en mi vida siento miedo de lo que me depara la muerte, ¿iré al cielo o al infierno? Dentro de poco lo sabré.


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