Capítulo 5

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Seguimos a los guardias por la estación de Paddington envueltos en la oscuridad que precede al alba, esquivando los chorros de lluvia fría que se colaban por las goteras del techo. Dejamos atrás las taquillas, a los trabajadores que descargaban carbón y madera de los vagones de mercancías, a la mujer de pelo blanco que vendía tazas de té de un termo de aluminio en la desértica zona de restaurantes. El polvo que caía del techo se posaba en nuestras cabezas como si fuese nieve. Fuera de la estación, un hollín grisáceo impregnaba ya el aire matutino. En la ciudad reinaba una quietud extraña. Sin luz artificial, nadie podía ponerse a trabajar hasta bien entrada la mañana. Solo un coche aguardaba en la calle, nuestro Aston Martin negro, aunque había muchos caballos, casi todos enganchados a carros improvisados. Los pocos ciudadanos ricos que se podían permitir mantener un par de animales los usaban para arrastrar vagones metálicos. Los jamelgos tenían un aspecto horrible, los ojos desorbitados y tristes, los cuerpos escuálidos. Me acordé de Jasper, tan bien alimentado, corriendo en libertad por las praderas de Escocia, y me sentí culpable. —Las alcantarillas se han inundado —se quejó Mary mientras subía al coche. Me limité a asentir antes de que el coche arrancara para llevarnos a palacio. Apreté la carta de Polly, que llevaba en el bolsillo a buen recaudo. Las calles inundadas eran el menor de nuestros problemas. Cuando llegamos a las puertas del palacio de Buckingham, los guardias se pusieron firmes y nos saludaron, todavía ataviados con los tradicionales sombreros negros y las casacas rojas con brillantes botones de latón. El palacio apenas había cambiado, aunque la polución había oscurecido la fachada de ladrillos y piedra, y casi todas las ventanas estaban cegadas para impedir que pasara el frío. Vivíamos en una pequeña zona, y manteníamos cerrado el resto del palacio para preservar la luz y el escaso calor. Quedaba poquísimo gasóleo en los depósitos y preferíamos reservarlo para los días más fríos. Mi padre nos aguardaba en el salón del ala este, escoltado por dos guardias armados con espadas. Pese a las ganas que tenía de verlo, me detuve al advertir la presencia de los soldados. Nunca nos había recibido en semejante compañía. —¡Mary, Eliza, Jamie! —bramó mi padre extendiendo los brazos. Corrí hacia él y hundí la cara en su jersey de lana mientras aspiraba aquella fragancia especiada que tan bien conocía. Habría dado algo por quedarme allí, por dormirme entre sus brazos y no moverme ya nunca, pero me aparté y palpé la carta que llevaba en el bolsillo. —Papá —dije en voz baja—, tengo que hablar contigo a solas. —¿A solas? —Sí —le susurré al oído—. Polly dice que… —Eliza —me interrumpió mi padre con sequedad—, ahora no es el momento. Me dio la espalda para dirigirse a Mary y a Jamie en un tono jovial aunque algo forzado: —¡Contadme todo lo que habéis hecho este verano! ¿Os habéis bañado? ¿Habéis montado a caballo? ¿Han salido moras este año? Cogió a Jamie en volandas como si fuera un avión y el sonido de las carcajadas de mi hermano resonó por la sala. Era la primera vez que lo oía reírse con ganas desde que salimos hacia Balmoral tres meses atrás. Sin embargo, pronto la risa se transformó en una tos cavernosa. Mi padre sostuvo a Jamie contra su pecho como si pesara menos que una pluma. —Estoy bien, papá —consiguió decir él mientras intentaba contener el siguiente ataque de tos. —Vamos a darte tu medicina ahora mismo. Se llevó a Jamie por el pasillo para consultar al médico de palacio, sin lanzarnos siquiera una mirada. La tos seca de mi hermano siguió sonando conforme se alejaban. Le tomé la mano a Mary y me esforcé por sonreír mientras aplastaba la carta contra el fondo del bolsillo. —Vamos al salón de baile —le propuse—. Podemos ayudar a decorarlo para la fiesta y probarnos los vestidos. Te dejaré que me peines y me maquilles si quieres. Odiaba arreglarme y Mary lo sabía. Sonriendo entre las lágrimas, me apretó la mano a su vez.
—Te echo una carrera —aceptó. Entre risas, nos quitamos los zapatos y corrimos por los pasillos de palacio, patinando en calcetines sobre los fríos suelos de mármol. El salón de baile siempre había sido mi estancia favorita; en particular, me encantaban los ángeles, las nubes esponjosas y las brillantes estrellas de plata que decoraban el techo pintado a mano. Cuando era pequeña me llevaba una manta y una almohada y me tendía en el suelo para mirarlo. Me gustaba imaginar que flotaba entre las nubes, revoloteando de estrella en estrella. Tras la muerte de mi madre, empecé a pensar que aquello era el cielo y que podía acudir allí a visitarla. Los bailes siempre habían sido la especialidad de Mary, pero yo sentía una debilidad secreta por el Baile de las Rosas. Antes de los Diecisiete Días, con motivo de su celebración, enviaban a palacio grandes cajas de cartón llenas de rosas rojas y blancas recién cortadas, cientos y cientos de rosas, tantas que su aroma impregnaba el palacio entero y se derramaba por las calles adyacentes. Sin embargo, a partir del desastre tuvimos que conformarnos con frágiles rosas secas. Carecían de perfume y tenían el color de la sangre seca, no el rojo palpitante de los pétalos vivos. Por respeto a la tradición, nuestro padre y Mary insistían en emplearlas, pero eran tan feas que me entraban ganas de llorar. Habría preferido prescindir de las rosas a tener que recurrir a aquellas horribles cosas muertas. Cuando entramos en el salón de baile, advertí con alivio que las flores seguían en el sótano. Dos criadas, Margaret y Lucille, se acercaron a nosotras ataviadas con sus uniformes blancos y negros. —Hola, princesa Mary, princesa Eliza. Bienvenidas a casa —dijeron a la vez que nos abrazaban. —¡Está precioso! —Mary se deslizó por la pista de baile dando vueltas sobre sí misma con los brazos extendidos como alas—. Nos gustaría ayudar. ¿Qué podemos hacer? Margaret se sacó del bolsillo del delantal una larga lista escrita a mano. En el pasado, nadie nos habría dejado entrar en el salón de baile durante los preparativos, y mucho menos habrían aceptado nuestra ayuda. En aquel momento, sin embargo, Margaret asintió y dijo: —Bien, para empezar habría que pulir la plata y doblar las servilletas. Me volví a mirar a nuestro mayordomo, Rupert, que encaramado a una larga escalera encendía hasta la última vela de la enorme araña de cristal que pendía del techo. Durante los Diecisiete Días se había estrellado contra el suelo y muchos de los cristales se habían roto, pero cuando estaba encendida apenas se notaba. Miré la plata dispuesta sobre la mesa y empecé a abrillantarla mientras veía cómo la lluvia bailaba en los cristales esmerilados de las ventanas. —¡Princesas! ¿A qué debo el placer de vuestra compañía? —bromeó mi padre cuando entramos en el comedor una hora después. Sentado a la cabecera de la enorme mesa de tres metros y medio de largo, levantó una copa de vino tinto hacia nosotras—. Cuánto me alegro de que os hayáis dignado a uniros a esta celebración. —¿Qué celebramos? —me apresuré a preguntar. Me dio un brinco el corazón. ¿Acaso Cornelius Hollister había sido capturado? Mi padre se quedó perplejo, con la copa en alto. —Celebramos el reencuentro familiar. Asentí y apreté la carta que llevaba en el bolsillo, mientras mi padre apuraba la copa de un largo trago. —Eliza, cielo, ¿no te sientas? Miré a Mary y a Jamie, luego la mesa, sobre la cual descansaba mi vajilla favorita. Cada plato de porcelana lucía un pájaro rojo, dorado y amarillo, todos distintos. En el centro de la mesa habían dispuesto una bandeja con pan integral y queso en lonchas, una pequeña porción de mantequilla y cuatro cuencos de caldo con verduras. La comida tenía un aspecto delicioso, pero yo no podría probar ni un bocado hasta que le hubiera enseñado la carta. —No —dije con voz temblorosa. Casi nunca le replicaba y rara vez lo desobedecía. Era mi padre, pero también era el rey de Inglaterra—. Papá, esto es importante. Con un gruñido, tiró la servilleta sobre la mesa antes de echar la silla hacia atrás y acercarse a mí. Salí al pasillo para que no pudieran oírnos desde el comedor. —¿A qué viene esto? —me preguntó enfadado. El sudor le perlaba la frente y se enjugó las gotas con la manga. Le tendí la carta. Mientras la leía, vi que la furia asomaba a su rostro.
—Y bien, ¿eso es verdad? —pregunté, incapaz de ocultar la ansiedad que sentía. Dobló la carta a toda prisa. —Polly siempre ha tenido mucha imaginación —repuso quitándole importancia—. ¿No te acuerdas de que te hacía pasar horas en el bosque esperando a que aparecieran los duendes y las hadas de las flores? Venga, vamos, la sopa se está enfriando. Tiré de su manga para retenerlo. —No has contestado a mi pregunta. ¿Hay algo de verdad en lo que escribió Polly? —Eliza —empezó a decir él en tono comedido. Miró por encima de mi hombro a Jamie y a Mary, que estaban en la otra punta del comedor, demasiado lejos para oírnos—. No hablemos de eso ahora. Vamos a disfrutar del reencuentro. —¡Papá! Por favor. Quiero saberlo. —Me han informado de que han visto a Cornelius Hollister por ahí, sí, pero no hay nada que temer —posó la mano en mi hombro con ademán tranquilizador—. Estamos protegidos. Es imposible que vuelva a poner un dedo sobre nuestra familia. —Pero… —¡Ya basta! —me hice a un lado rápidamente para dejarlo pasar. Mary y Jamie alzaron la vista—. Venga, ven a comer —me ordenó, y retiró mi silla de debajo de la mesa. Me quedé mirando al suelo, abrumada por una mezcla de rabia y vergüenza, con la barbilla temblando. Levanté la vista. —No tengo hambre —declaré, y me di media vuelta. Se me saltaban las lágrimas mientras corría por el pasillo, demasiado orgullosa como para retroceder. Seguí corriendo hasta llegar a mi dormitorio. Solo entonces me eché a llorar. Desconsolada, lloré por no haber visto a mi padre en todo el verano, por la horrible nota que Jamie había escrito en su diario, por la familia de Polly, por mi familia, por tanto sufrimiento y destrucción. Lloré hasta quedarme dormida, exhausta. Unos golpecitos en la puerta me despertaron. —¿Eliza? —Mary entró y se sentó a mi lado en la cama—. Te he traído esto —depositó un plato de comida en mi regazo—. El baile comenzará dentro de una hora. Come algo y vístete, anda. Mary ya estaba lista. Se había puesto el vestido rojo oscuro con remates de encaje, se había recogido el pelo en un moño trenzado y había completado el tocado con una diadema de diamantes. Parecía una auténtica princesa. —¿Jamie está bien? Negó con un lento movimiento de la cabeza. —No podrá asistir al baile. Le ha vuelto a subir la fiebre y está tosiendo mucho. Lo lamenté por mi hermano; volvería a perderse una porción de su vida, a solas en su cuarto mientras la fiesta se celebraba un piso más abajo. —Sé que estás enfadada con papá. Pero, por favor, intenta que la velada sea agradable para todos. Te he dejado el vestido en el armario. Se dio media vuelta para irse. —Espera —le pedí, y ella se detuvo en el umbral—. ¿Me ayudas a arreglarme?

La última princesaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora