Capítulo 15

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Desde el camión que se alejaba del palacio por la carretera desierta, me quedé mirando los campos. Nos habían dicho que íbamos a saquear un pueblo llamado Mulberry. Yo no hice preguntas. A esas alturas, había aprendido la lección. Habían pasado tres días desde que Portia dejara los zorros muertos en mi cama y desde entonces había procurado cruzarme con ella lo menos posible. El mantra que había inventado aquella primera noche en el campamento me era más útil que nunca. Tranquila. No hagas preguntas. Ten paciencia. Con todo y con eso, notaba su mirada fija en mí día y noche. A la luz de la luna que brillaba en el firmamento, vi unos edificios sin ventanas rodeados de altas alambradas. Me volví hacia el soldado que estaba a mi lado. Tenía los ojos castaños y no debía de pasar de los quince años. —¿Sabes para qué se usan esos edificios? —le pregunté en voz baja. El chico escudriñó en la oscuridad. —No lo sé —se encogió de hombros—. Nunca los había visto. Junto a cada edificio habían excavado una trinchera y después la habían rellenado de tierra. Pegué la cara al cristal. Sobresaliendo de la tierra me pareció ver una mano humana. Apoyé la frente en las rodillas, mareada por el miedo. Debía de ser allí donde enterraban los cadáveres de los prisioneros. ¿Habrían arrojado los cuerpos de mis hermanos a aquel montón de arena sucia? ¿Sería aquella la mano de Mary o de Jamie? Los pesados camiones circularon por destartaladas autopistas a lo largo de muchos kilómetros y luego se desviaron por carreteras secundarias flanqueadas de hierbajos. Por fin frenaron tan de golpe que nos precipitamos hacia delante. Estábamos ante una casa pintada de blanco cuyo tejado de chamiza parecía una gorra marrón. Las luces de las velas titilaban al otro lado de las ventanas. Por un camino de guijarros, bajo la pérgola del jardín delantero, se accedía a una entrada en forma de arco. Atisbé una pequeña tarima y un estanque. Al ver el buzón rojo de la puerta, comprendí dónde nos encontrábamos. El sargento Fax nos obligó a bajar de los camiones y nos ordenó a gritos que enfiláramos el sendero del jardín. Abrió de una patada la puerta de la casa, que rebotó contra la pared, y nos hizo entrar. Forcé a mis pies, izquierda, derecha, a cruzar el umbral de la casa de las dos mujeres que me habían criado. Nada más entrar, noté el aroma a té, tostadas y pudin de tapioca. Me recordó a mi infancia. Accedimos a una salita acogedora, donde dos ancianas descansaban ante un pequeño hogar encendido. Un gato gris alzó la vista desde el brazo de una butaca. Aunque llevaba años sin verlas, reconocí a Nora y a Rita al instante. Ellas no podían identificarme así disfrazada, con el uniforme de la Nueva Guardia y aquella expresión entre rabiosa y angustiada. Tenía el corazón en un puño. En otro tiempo, aquellas damas me habían bañado, me habían dado de comer, me habían narrado cuentos junto a la cama. Y allí estaba yo, con el arma en ristre. Parecieron confusas cuando alzaron la vista de los libros que tenían abiertos en el regazo. —Hemos venido a buscar la corona real —bramó el sargento Fax con el cuello hinchado—. Sabemos que está escondida aquí. El cuchillo resbaló de mi mano apenas unos milímetros mientras discurría a toda prisa. ¿De verdad la corona real estaba allí? Y de ser así, ¿quién le había proporcionado la información a la Nueva Guardia? La única persona que podía saberlo era Mary, y ella jamás habría puesto en peligro a Nora y a Rita. A no ser que no hubiera tenido elección. Me di la vuelta, sin poder soportar la idea de que mis hermanos estuvieran vivos pero sometidos a horribles torturas. Para sorpresa de todos, Rita sonrió al sargento Fax y luego a los soldados que se habían distribuido por la salita. Llevaba un jersey y una rebeca de color lavanda con unos pantalones a juego. Vi un bastón de madera tallada apoyado en el sofá, fotografías de amigos y familiares colgadas en las paredes. Reconocí una en la que aparecíamos Mary y yo merendando junto al estanque de Hyde Park. Retrocedí un paso por detrás de la fila de soldados para reducir las posibilidades de que me reconocieran. Agaché la cabeza y clavé la vista en la alfombrilla ovalada tejida a mano. —Lo siento mucho, señor, pero no puedo darle la corona de Windsor —respondió Rita con tranquilidad—. No la tengo, y aunque la tuviera, no soy quién para entregarla. —Me parece que no me ha oído —repitió el sargento, que arrojaba las palabras
Rita sonrió con serenidad y se puso en pie con las manos entrelazadas ante sí. Nora la miró con expresión inquieta. —Tal vez sea usted quien no ha entendido mi respuesta. He dicho que lo siento mucho pero que no puedo entregarle la corona. En cambio, sí puedo ofrecerle una taza de té, y da la casualidad de que acabo de sacar del horno una bandeja de pastas con queso Cheddar. Un rumor de risas ahogadas se extendió por el cuarto. Incluso Wesley, de pie junto a la puerta, hacía esfuerzos por no sonreír. Se escuchó un tiro, seguido de un grito. El sargento Fax había disparado al gato que dormitaba en la butaca de Nora. La sangre salpicó la cara y las manos de la mujer. Se me revolvió el estómago. —¡Basta de cháchara! ¡Entréguenme las joyas o correrán la misma suerte que el gato! Nora se echó a temblar violentamente. Sin pararme a pensar, me abrí paso para ayudarla, pero Wesley me cogió por la muñeca para detenerme. —No te muevas —me ordenó con su tono de sargento. Respiré hondo por la boca para tranquilizarme. Rita le devolvió la mirada al sargento Fax. Tras ella, el fuego del hogar ardía en silencio. Nora alzó la vista hacia su amiga. Su rostro había perdido el color y las lágrimas le caían por las mejillas. —Por favor, Rita, entrégales la corona —suplicó con voz queda. Parecía incapaz de moverse. Seguía sentada en la butaca mientras el gato se desangraba a su lado. Sin pronunciar palabra, Rita hizo lo que le pedía la otra. Se dirigió al dormitorio como en trance. Allí, a juzgar por el ruido, abrió una caja fuerte. Cuando regresó, llevaba en las manos una caja de madera tallada con una cerradura de plata. Me entraron ganas de echarme a reír. El símbolo de la monarquía británica estaba escondido en una casa de campo protegido tan solo por dos ancianas. Me pregunté si mi padre, imaginando que a nadie se le ocurriría buscarlas allí, había decidido ocultar las joyas al comprender cuán poderoso se estaba volviendo Cornelius Hollister. El sargento Fax arrancó la caja de las manos de la mujer, cogió la llave y la abrió. Tras inspeccionar los compartimentos del interior, sacó la pieza principal del tesoro, la corona de los Windsor que Hollister necesitaba para proclamarse rey. Aunque primero tendría que eliminar a la línea de sucesión. Fax levantó el arma y apuntó a la cabeza de Nora. Ella cerró los ojos. —Adiós, Rita —susurró. Tenía la piel de los párpados tan fina y arrugada como el papel de seda. Me imaginé a mí misma sacando el cuchillo del cinturón y rajando el grueso cuello del sargento Fax. Cuando yaciera agonizando, le diría que su jefe, Cornelius Hollister, jamás llegaría a lucir la corona porque no le pertenecía. —¡Deténgase! —ordenó firmemente una voz. El sargento Fax volvió la cabeza. Wesley se abrió paso a duras penas entre el pelotón de soldados. El otro bajó el arma y lo miró. —No malgaste la munición con ellas. Ya tenemos lo que hemos venido a buscar. Tras un silencio largo y tenso, el sargento Fax asintió. Los soldados se dieron media vuelta para salir en formación, con Wesley en cabeza. Las tropas cruzaban la puerta y avanzaban con paso firme por el sendero de grava. Yo me disponía a seguir a la fila cuando alguien me cogió por el hombro. El sargento Fax señaló con un gesto una pintura al óleo que representaba unos bosques frondosos y una catarata. —Coja ese cuadro de la pared. —¿Yo? —pregunté estupefacta. —¡Sí, usted! Tenía tan cerca su cara encarnada que una gota de saliva me salpicó en la mejilla. Hice una mueca de asco. —Sí, señor —respondí haciendo el saludo militar. Me volví hacia la pintura. Observé a Nora de reojo, que seguía sentada en su butaca. Se hubiera dicho que estaba petrificada, convertida en estatua de mármol. Noté sus ojos fijos en mí cuando crucé la salita hasta la pared de detrás del sofá. Los tonos verdes y azules del cuadro se concretaron, y comprendí que tenía delante una reproducción de la cascada y los antiguos bosques de Escocia donde mi hermana y yo habíamos aprendido a saltar al agua. Las imágenes parecieron cobrar vida mientras las miraba; noté la brisa, aspiré la fragancia de la hierba, oí el rugido del agua e incluso nuestros propios gritos alborozados cuando saltábamos desde el acantilado. —¡Es para hoy! —me gritó el sargento Fax. Cogí el marco y lo descolgué mientras otros soldados saqueaban todo aquello que podían transportar: la mesa, las sillas, los platos. Al darme la vuelta, vi que Nora me observaba con curiosidad, como si mi cara le sonara de algo pero no me supiera ubicar. —Lo siento —murmuré, y eché un vistazo al sargento Fax para asegurarme de que no me había oído. Luego me marché. En el interior del camión, los soldados descorcharon las botellas de licor que acababan de robar. Entonaron el himno de la Nueva Guardia y se dedicaron a recordar los momentos estelares de aquel ataque y de otros cometidos en el pasado, mientras se pasaban las botellas y brindaban, como si robarles sus bienes a dos ancianas indefensas fuera una hazaña memorable. Rechacé el whisky que me ofrecían y miré atrás por última vez. La casita, con aquel hilillo de humo que salía por la chimenea, parecía sacada de un libro ilustrado infantil. Me clavé las uñas en la palma de la mano, solo para recordarme a mí misma que todavía era capaz de sentir algo. Había hecho sufrir a las viejecitas más dulces del mundo, a dos mujeres que nos habían ofrecido a mis hermanos y a mí el cariño de una madre cuando la nuestra murió. El camión traqueteó por caminos de tierra y luego por carreteras asfaltadas. La luna brillaba pálida en el firmamento, las estrellas, desvaídas. Kilómetros y kilómetros de campos se extendían ante nosotros como el mar. Me sentía vacía por dentro, incapaz incluso de llorar. Un ruido por encima de mí me sacó de mi estupor. Cuando alcé la vista, vi que Wesley se deslizaba en el asiento vacío que había junto al mío. —Polly —me dijo en un tono irritado. —¿Qué quiere? —le pregunté, enfadada. Desvié la vista para que no advirtiera que estaba llorando. —Lo de esta noche no puede repetirse. ¿No sabes lo peligroso que es desobedecer a un oficial? Escuché mi propio hipido y noté el aire nocturno, frío y húmedo, en los pulmones. ¿Qué sentido tenía echarse a llorar después de todo lo que había pasado? Se me saltaban las lágrimas, pero apreté los puños y contuve el aliento mientras me recordaba a mí misma lo mucho que odiaba a todos los integrantes de la Nueva Guardia. —No puedo creer lo que les han hecho a… —reparé en el lapsus justo antes de pronunciar los nombres—. ¿Quién se ha creído que es el sargento Fax para tratar así a unas ancianas, matar a su gato y llevarse sus pertenencias? Temblaba de la indignación. Wesley miró a su alrededor para asegurarse de que nadie escuchaba nuestra conversación. Me rodeó los hombros con el brazo intentando tranquilizarme. —Polly, una sola metedura de pata y estás perdida, ¿no te das cuenta? Estoy intentando ayudarte — susurró mientras los camiones se detenían. Nos apeamos ante la verja del palacio, donde Portia, Tub y unos cuantos oficiales más aguardaban para descargar los objetos de valor que habíamos robado. Wesley los saludó con un gesto de la cabeza y luego echó a andar hacia su escuadrón para acompañarlo al barracón. Portia, sin embargo, se quedó donde estaba, taladrándome con su mirada fija. De la misma manera que un búho, quieto como una estatua, miraría a su presa desde una rama.

La última princesaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora