Capítulo 28

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El cielo amaneció de un color ceniciento. Mientras nos preparábamos para la batalla, los soldados decían adiós a sus seres queridos. Una madre llorosa se despedía de su hija con un beso. Un padre casi anciano le entregaba a su hijo adolescente su viejo cuchillo de caza. Me embargó una alegría egoísta cuando vi a Eoghan, nuestro antiguo capataz de los establos. Desde la muerte de su mujer, hacía varios años, se ocupaba él de sus dos hijos. Me entristeció ver que se los encomendaba a la abuela mientras él se disponía a arriesgar su vida en la batalla, pero agradecía contar con una cara amiga. Una pequeña figura a lomos de una yegua alazana galopó hacia mí. —¿Qué haces aquí, Polly? —Voy contigo —declaró. —Polly… —También es mi país, Eliza. Quiero luchar. Cabalgó hacia la cabeza de las tropas, donde se congregaban los hombres más fuertes. No me hizo ninguna gracia. Se la veía tan indefensa, una niña menuda sobre una yegua delicada. Inspiré profundamente mirando al cielo. Por favor, que no le pase nada, recé. Por favor, que no le pase nada. Avanzamos en la oscuridad, contra el aire fresco de la madrugada, en dirección a la ciudad de Newcastle. Era la población con más minas de carbón en funcionamiento de todo el país y estaba ubicada en un puerto fluvial estratégico. Sin ella, nos explicó el general, a Hollister le costaría mucho más conquistar el norte. Sabíamos que su ejército era numeroso, pero contábamos con el elemento sorpresa. No podían imaginar cuánto había crecido nuestro ejército, la cantidad de nuevos reclutas que se nos habían sumado al alba a las puertas del castillo, ansiosos por unirse a la lucha. Con todo y con eso, cuando me volví a mirar las tropas que cabalgaban a la zaga, lamenté no contar con más hombres y mujeres en nuestras filas. Calígula galopaba en cabeza y el general nos seguía de cerca. Habíamos trazado la ruta, los pueblos, las posadas y los pozos donde podríamos repostar y abrevar a los caballos. Aunque estaba haciendo buen día, las noches seguían siendo frescas y la temperatura cayó con rapidez en cuanto bajó el sol. Sabía que el enemigo nos superaba en número, pero tenía fe en las tácticas del general. Había enviado guerrilleros para tender una emboscada a la primera línea de la Nueva Guardia, con la esperanza de debilitar sus fuerzas significativamente antes de la batalla de Newcastle. Al salir de un paso subterráneo, cerca del pueblo de Baddoch, vimos un grupo de jinetes en la carretera. Tiré con fuerza de las riendas de mi yegua mientras el ejército reducía el paso a su vez. —¿Qué pasa? —le pregunté a Eoghan, que había avanzado hasta ponerse a mi altura. —No lo sé, pero dispóngase a luchar. El hombre escudriñó la oscuridad. Solo se veían las amarillas llamas de los faroles a lo lejos. —Preparen las armas —gritó el general, y un ruido de pistolas amartilladas, espadas desenvainadas, flechas cargadas resonó en la noche. Yo empuñé mi espada con firmeza. Mi fuerza radicaba en mi montura, pero ante una barricada de jinetes no sabía qué táctica adoptar. ¿Debía lanzar las tropas contra ellos u optar por un enfoque más pacífico? Eoghan cabalgaba despacio a mi lado, empuñando su pistola. —Yo la cubro —dijo volviéndose hacia mí. —Y yo a usted —repuse, aunque no las tenía todas conmigo. A medida que nos acercábamos a aquel grupo de jinetes tan numeroso, me preparé mentalmente para lo peor. —Al primer disparo, al primer movimiento ofensivo, cargamos contra ellos —nos instruyó el general con voz grave. —Quédese atrás —me ordenó Eoghan. Tiré de las riendas de Calígula para que el capataz y el general se adelantasen.
—¿Quién va? —gritó el general. Un amago de inquietud le crispó la voz. —Venimos a unirnos a las tropas de la resistencia —respondió una figura. Forcé la vista para ver en la oscuridad y creí distinguir a un hombre con barba a lomos de un caballo oscuro. —¿Vienen a unirse a la resistencia? —repitió el general—. ¿Tienen armas? —Las que hemos podido reunir —repuso el hombre—. Algunos tenemos pistolas. La mayoría, porras de metal soldado y algunas cañerías de plomo. Me acerqué a la primera línea y miré al grupo de nuevos reclutas. —Cualquier ayuda será bienvenida. Por favor, únanse a nosotros. Las tropas prorrumpieron en vítores cuando los nuevos reclutas se sumaron a las filas. El ejército había aumentado considerablemente. Obligué a Calígula a dar media vuelta para buscar a Polly. Quería ver la expresión de alegría en su rostro. Con la llegada de aquellos nuevos voluntarios, la resistencia casi se había duplicado. Estaba atrapada en un embudo de gente. Calígula se abrió paso con facilidad hacia ella. La saqué de allí y me incliné para abrazarla. Al hacerlo, noté una vez más cuán menuda era. Se le marcaban las costillas a través de la camiseta. Me vino a la mente la horrible imagen de un sevil abatiéndose sobre ella. Hubiera dado algo por tener algún tipo de armadura con la que protegerla. George cabalgó hacia ella. —Mira todo esto, papá —dijo con una sonrisa de orgullo en el semblante. Él le devolvió la sonrisa, pero saltaba a la vista que no le hacía ninguna gracia que su hija y yo participáramos en el combate. —Silencio, por favor —pidió el general. Los soldados se hicieron callar unos a otros—. Aquellos de ustedes que no posean armas ni caballos —prosiguió— pueden unirse a los guerrilleros, cuya misión será distraer y dividir al enemigo siempre que puedan. Utilicen cuanto tengan a mano, cuerdas, piedras, seviles robados, pero sobre todo el cerebro. Agradecemos mucho su gesto, pero los guerrilleros corren gran peligro y quiero que sean conscientes de los riesgos antes de unirse a nosotros. A diferencia de Hollister, no obligamos a nadie a alistarse en nuestro ejército. La multitud lanzó vítores de nuevo. Todos y cada uno de los hombres y mujeres del nuevo grupo permanecieron a nuestro lado. Sucedió lo mismo en todos los pueblos y ciudades por los que pasamos a lo largo del trayecto hacia el sur. El viejo cuartel de Blackburn nos proporcionó cientos de soldados, quizás un millar, todos a caballo, con pistolas y fusiles. En el pueblo de Clavern, la gente era demasiado joven o demasiado vieja para luchar, pero nos recibieron apostados a un lado de la carretera para tendernos paquetes de comida y cantimploras de agua mientras aplaudían a nuestro paso. Nuevos reclutas se nos unían en el centro de las ciudades, en las áreas de servicio, en los cruces y bajo los puentes, a veces en parejas, en grupos de cuatro o hasta de veinte. La resistencia aumentaba por momentos. En la tercera mañana, los arcos metálicos del puente de Tyne —una obra de ingeniería que, sorprendentemente, había sobrevivido a los Diecisiete Días— se perfilaron contra la luz plomiza. Habíamos llegado a Newcastle. Miré por encima del hombro los semblantes de aquellos hombres y mujeres rebosantes de determinación y unidos en una sola causa, y me pregunté si nos estaríamos dirigiendo a nuestra muerte. Una vez que las avanzadillas hubieron inspeccionado los alrededores de la ciudad y las carreteras que desembocaban en Newcastle, donde nos enfrentaríamos al ejército de Hollister, el general Wallace anunció que nos dividiríamos en cuatro grupos. Rodearíamos la ciudad y atacaríamos al mismo tiempo, al sonido del cuerno. —Carguen las pistolas y empuñen las espadas —nos instruyó—. Muévanse con rapidez, el factor sorpresa es nuestra mejor baza. No por casualidad, Eoghan estaba en el mismo grupo que Polly y yo. Rápidamente, ascendimos la colina que dominaba la ciudad. En lo más alto, Eoghan me tendió unos prismáticos. Divisé a los soldados de Hollister; la mayoría dormía, mientras que unos pocos avivaban los fuegos y preparaban el desayuno. Estaban desarmados y sus caballos todavía se encontraban amarrados. Calígula se agitó bajo mi peso, como si presintiera que se avecinaba la batalla. —¡Chist! —le susurré, y le acaricié el cuello para tranquilizarla. En aquel momento sonó el cuerno. Era la hora de ponerse en marcha. Inspiré profundamente, aflojé las bridas y empuñé con fuerza el pomo de la espada. Eoghan asintió y salimos al galope como un solo jinete. De repente tuve la sensación de que formaba parte de algo más grande que yo misma, de que una corriente implacable me arrastraba. Vi sorpresa —y miedo— en los rostros de nuestros enemigos, que corrían a buscar sus armas mientras nuestras tropas invadían su campamento como una ola. Unos cuantos encontraron los rifles y empezaron a disparar. Una bala zumbó en el aire a pocos milímetros de mi cabeza y estuvo a punto de arrancarme la oreja. Pegué el cuerpo a la crin de Calígula. Apenas distinguía sus cascos. Cuando nuestro ejército alcanzó a las tropas enemigas, el caos se apoderó del campamento. Calígula y yo nos movíamos como una sola criatura. Acostumbrada a cargar conmigo tras nuestro largo viaje a Escocia, estaba tan atenta al menor de mis movimientos que parecía capaz de leerme la mente. Sabía en qué dirección girar y cuándo detenerse, lo que me proporcionaba gran libertad para manejar la espada, que empuñaba con mi derecha. Yo daba mandobles a diestro y siniestro, consciente en todo momento de la presencia de Eoghan a mi izquierda y de Polly a mi derecha. El capataz disparaba de maravilla. Cuando abatía a un soldado se apoderaba de su arma, y había reunido ya una buena colección de seviles y pistolas. Miré hacia las tiendas, donde el ejército de Hollister continuaba sumido en el caos. Casi todos los caballos de guerra seguían amarrados; con tanta armadura y arreo de castigo, los soldados no habían tenido tiempo de ensillarlos. Se me ocurrió una idea: liberarlos. De ese modo, Hollister se quedaría sin caballería. Además, aquellos caballos merecían vivir como Calígula, libres de todo aquel tormento. La yegua parecía reacia a avanzar hacia ellos, pero hizo lo que le pedía y bordeó el muro donde estaban alineados. Me apeé y fui extrayendo estaca tras estaca, arrancándolas de la tierra como raíces. Los caballos relincharon mientras escapaban en todas direcciones. Uno de ellos, blanco como la nieve y con los ojos inyectados en sangre, se dio media vuelta para encararse con un soldado que corría hacia él con los arreos en la mano y lo pisoteó hasta matarlo. Justo entonces, uno de los soldados galopó hacia mí pistola en ristre. Levantó el cañón para apuntarme a la frente. Yo esgrimí la espada, pero comprendí que me habría disparado antes de que pudiera atacarlo; estaba muy cerca. Todo sucedió a la vez. Cuando el soldado apretaba el gatillo, mi yegua se encabritó y se abalanzó contra él con la intención de aplastarlo bajo sus cascos. Jamás la había visto moverse tan deprisa. Mientras veía caer al soldado, oí el tiro, que pasó zumbando junto a mi cabeza. El hombre yacía en el suelo como un guiñapo, pero todavía respiraba. Volví a montar a Calígula y salí disparada de vuelta a la batalla, incapaz de rematarlo. Busqué a Polly con la mirada. Parecía minúscula e indefensa sobre aquella alta alazana. ¿Dónde estaba Eoghan? La vi desmontar para ayudar a alguien que había sido derribado, indiferente al peligro. Comprendí que estaba socorriendo a George, que había sido herido. Esgrimí la espada y azucé a Calígula para acercarme. Por desgracia, otro jinete cabalgaba también hacia Polly. Se le acercó por la espalda y apuntó el sevil a su nuca con precisión. —¡Polly! —grité, pero no me oyó. Esquivando enemigos a diestro y siniestro me abrí paso hasta ella entre el fragor de la batalla. Tenía una sola idea en mente: rescatarla. Justo a tiempo, impedí el ataque del jinete. Él se abalanzó sobre mí, pero movida por un fuerte sentimiento de protección rechacé cada uno de sus golpes, hasta que uno de mis mandobles lo tiró del caballo. Miré a Polly. Ayudaba a su padre a montar de nuevo, totalmente ajena a lo que acababa de ocurrir. A pesar del peligro, sentí una punzada de tristeza y envidia. Ojalá hubiera podido hacer lo mismo por mi padre cuando yacía desangrándose. Era mediodía cuando la Nueva Guardia se replegó y salió huyendo en dirección a Londres. Entre las fuerzas de la resistencia había algunos heridos, aunque muy pocas bajas. Exhaustos pero eufóricos, partimos hacia Londres para librar la siguiente batalla. Cabalgamos despacio, tomando los caminos estrechos y sinuosos que atravesaban el bosque para evitar la autopista. Cada vez que pasábamos por un pueblo, la gente nos aplaudía. Ya había corrido la voz de nuestra victoria. Allá donde íbamos, la gente nos ofrecía comida, mantas, cubos de pienso para los caballos. Nos sentamos en el césped de una taberna de un pequeño pueblo, celebrando la victoria con tazas de agua y cerveza fría. Aunque hubiera querido unirme a las celebraciones, un gran pesar me atenazaba. No podía ahuyentar de mi mente la imagen de mis hermanos colgando de una soga. Estábamos a miércoles. Dentro de muy pocos días habrían muerto y Cornelius Hollister se proclamaría rey. Noté unos golpecitos en el hombro. Una niña de cinco o seis años apareció ante mí. Iba descalza y llevaba un vestido blanco muy sucio.
—¿Princesa Eliza? —se cogió la falda del vestido e inclinó la cabeza a modo de reverencia. Tenía el cabello rubio, tan fino que parecía transparente a la luz del sol—. Esto es para usted —dijo. Se sacó del bolsillo una caja pequeña de color azul marino y me la tendió. Conseguí esbozar una sonrisa triste. —Gracias. Tras hacer otra reverencia, se alejó y desapareció entre la multitud. Con la caja entre los dedos, me quedé mirándola. La curiosidad fue más fuerte que yo y la abrí por fin. Era un guardapelo. Cuando el oro destelló a la luz del sol, me quedé sin aliento. Parecía idéntico al que yo había llevado gran parte de mi vida. Me temblaban los dedos mientras desabrochaba el cierre; temía que el contenido no fuera el que yo esperaba. Me embargó la emoción y una lágrima surcó mi mejilla. Conocía de sobra aquella fotografía. La melena larga y oscura, los ojos azul claro, teñidos de melancolía. Era mi madre. Busqué a la niña con la mirada para preguntarle de dónde lo había sacado, pero se había ido. Era increíble —un milagro, en realidad— pensar que el guardapelo, en algún intercambio de los Recolectores, hubiera ido a parar a la campiña escocesa para acabar en mis manos. ¿Cómo era posible? Fuera como fuese, mientras me lo colgaba al cuello y lo escondía bajo la tela de la camisa, un destello de esperanza se agitó en mi interior. Si el retrato de mi madre se había abierto paso hasta mí de forma tan improbable, quizá mi familia pudiera encontrar el camino de vuelta a casa. Cabalgamos durante todo el día y durante toda la noche. Se nos unían voluntarios procedentes de toda Escocia. Los rumores de la inminente ejecución y de nuestra reciente victoria habían corrido con rapidez. Cuando llegamos a las afueras de Londres, cientos, quizá miles de hombres y mujeres se habían sumado a nuestras filas. Por fin contábamos con un verdadero ejército. Al girar un recodo al pie de las colinas, me volví a mirar las hileras de jinetes que me seguían, tan largas que se perdían a lo lejos. Por primera vez pensé que teníamos alguna posibilidad de vencer.

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