CAPÍTULO 17. SECRETOS EN SILENCIO

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El motor de la caravana rugía suavemente mientras avanzaban por la carretera desierta. En la parte trasera, Sally se acurrucaba en la litera inferior, temblando. Se incorporó con lentitud y abrió el pequeño armario empotrado, sacando una manta de lana beige. Se la echó por encima, envolviéndose con fuerza, pero el frío no desapareció.

Intentó razonar el motivo de esos escalofríos. Se llevó la mano a la frente, pero no tenía fiebre. Hurgó en sus pensamientos y lo que descubrió fue mucho peor.

La ausencia de Drew la perturbaba.

La dejaba desprotegida, vulnerable ante cualquier amenaza.

Frunció el ceño. ¿Desde cuándo necesitaba su presencia para sentirse segura? Drew era insoportable, arrogante, frío... y, aún así, lo extrañaba.

Soltó una risa sarcástica. Era absurdo.

—Sally, ¿te encuentras bien? —la voz de Maggie la sacó de sus pensamientos.

Sally giró la cabeza y la vio de pie junto a la litera, con el ceño fruncido.

—Tengo frío, pero ahora con la manta entraré en calor —mintió, esbozando una sonrisa débil.

Maggie ladeó la cabeza con preocupación.

—¿Quieres que te traiga algún medicamento? —se ofreció Maggie.

—No hace falta, gracias.

Sally hizo un esfuerzo por levantarse y comenzó a caminar por el pequeño habitáculo. Frente a ella había una cocina con dos fuegos, y sobre estos, una ventana con una cortina verde descolorida. A su derecha, Fred salía del diminuto baño,, abrochándose los botones de sus vaqueros. A la izquierda, dos sofás rojos  enfrentados con una mesa de madera en el centro. Sobre esta, una baraja de naipes y varios botes de conserva; en vez de apostar dinero, jugaban con comida. Maggie y Fred mataban el tiempo con el juego mientras esperaban llegar al pueblo.

El traqueteo de la caravana se detuvo con un chirrido de frenos. Habían llegado.

Bajaron del vehículo y extendieron el mapa sobre el capó, trazando un plan para explorar el pueblo. Ante ellos se extendía el pueblo de Alcanar, o lo que quedaba de él. Calles cubiertas de escombros, fachadas de casas con enormes grietas como cicatrices en piedra, ventanas rotas que parecían bocas abiertas en un grito mudo.

Un silencio opresivo lo envolvía todo.

Se dividieron en grupos de dos: Layla con Fred, Alec con Mía y Maggie con Sally.

Maggie y Sally se dirigieron al oeste, armadas con metralletas. Caminaban entre ruinas silenciosas, pisando vidrios rotos y madera astillada. Dentro de las casas, la destrucción era aún más palpable: muebles volcados, fotos familiares descoloridas en el suelo, juguetes olvidados en rincones oscuros. Vestigios de vidas que alguna vez estuvieron llenas de rutina y risas.

—Aquí no hay nadie... —murmuró Sally, con la voz teñida de inquietud.

Decidieron regresar al punto de encuentro, pero en el último momento Maggie se desvió del camino, dirigiéndose a la biblioteca del pueblo.

—¡Maggie! Tenemos que volver —Sally se interpuso en su camino.

Maggie la apartó sin mirarla y continuó caminando como si estuviera en trance, como si algo en la biblioteca la estuviera llamando.

—¡Maggie, para!.

Sally le gritó para que volviera en sí, pero ella no reaccionó. Cruzó la calle sin detenerse hasta llegar a su destino.

Maggie empujó la puerta con determinación.

El aire estaba cargado de polvo y moho. Las estanterías se alzaban como sombras silenciosas, algunas vencidas por el tiempo. La mayoría de los libros estaban esparcidos por el suelo, con páginas arrancadas o cubiertas de manchas de humedad.

Maggie subió por las escaleras al piso de arriba con paso firme, como si supiera exactamente a dónde debía ir.

—¿Maggie? —Sally frunció el ceño.

No respondió.

—¡MAGGIE! ¿Me oyes? —gritó, desesperada.

Maggie se detuvo en una esquina oscura. Entre los escombros, sus manos encontraron un libro grueso, de tapa dura marrón. Lo abrió con cuidado.

Maggie parpadeó, como si de repente despertara de un sueño.

—¿Qué... qué hacemos aquí? —preguntó, confundida.

Sally la miró incrédula.

—Tú sabrás. Me trajiste aquí en una especie de trance —Sally frunció el ceño.

—Qué raro... — Sus dedos recorrieron la portada del libro.

—Dímelo a mí. Me has asustado —Sally la ayudó a levantarse.

Maggie apenas apartó la vista de sus páginas mientras regresaban con el grupo.

Confirmaron que el pueblo estaba desierto. Solo quedaba revisar un último lugar: el hotel.

El edificio se alzaba al final de la calle principal, con su gran cartel rojo sobre la entrada. La letra "L" colgaba torcida, a punto de caer. La recepción estaba cubierta de hojas secas y polvo acumulado. Un candelabro roto colgaba del techo, oscilando levemente con la corriente de aire.

Subieron a la primera planta. Todo despejado. En la segunda, más de lo mismo. Antes de llegar a la tercera planta, Alec le arrebató el libro a Maggie.

—¡Eh! ¡Devuélvemelo! —le gritó, enfurecida.

—¿Qué demonios estás leyendo?¡ Las páginas están en blanco! —preguntó Alec, con el rostro desencajado.

—No están en blanco —Maggie le arrancó el libro de las manos—. Está todo escrito en otro idioma, creo que es latín.

—Claro, en latín... —Alec arqueó una ceja y volvió a quitarle el libro—. Vete a descansar un rato a la caravana, ya terminamos nosotros.

—Como digas, pero devuélveme el libro —ordenó Maggie.

Alec suspiró y se lo devolvió. Maggie bajó las escaleras, pero en lugar de descansar, siguió leyendo.

Mientras tanto, el resto del grupo llegó a la habitación 36.

Dentro, el aire estaba viciado. La cama de matrimonio tenía las sábanas revueltas. Bajo ella, dos mochilas grandes de color gris.

Frente a la ventana tapada con cartón, un escritorio con latas de comida.

Sobre la mesita de noche, un vaso con agua... a medio consumir.

Alec tragó saliva.

—No estamos solos... —susurró

LA NUEVA ERA   #PGP2025Donde viven las historias. Descúbrelo ahora