36.

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¿Alguna vez sentiste que un abrazo decía más que mil palabras?

Supongo que para eso fueron creados, para expresar las cosas que creemos no poder decir con simples palabras.

Aquel día me quedé dormida como un bebé en mi habitación. Tenía un revoltijo en el estomago, Daniel no volvía a casa de Julia temprano, podía apostar que siempre esperaba a que me largara para poder entrar, así no encontrarse con mi mirada dolida. O tal vez era que tenía clases de alemán y no podía llegar temprano. Yo seguía votando por la primera opción.

Maldito Daniel, Maldito Val, maldita vida, maldito perro, maldita chaqueta, maldita bufanda.

Maldito todo.

Julia siempre me regañaba por maldecir, decía que me saldrían enfermedades en la lengua si seguía haciéndolo; pero no me importaba, estaba enojada.

Mi mejor amigo era un iceberg en todo su esplendor: blanco, frío y misterioso.

Su perro un vampiro asqueroso.

Mi Crush un idiota que me ignoraba después de besarme.

Necesitaba respirar.

Tan pronto salí de mis clases con Julia fui en busca de dos cafés; era extraño, pero sentía un cariño enorme por Julia, era como mi segunda madre, como una tía. La quería demasiado. Era mi modelo a seguir, con sus manos llenas de pintura y el cabello rojo recogido con ayuda de dos palillos chinos. Dan era como mi hermanito, y Crush...bueno, él era mi Crush.

En camino al supermercado observé disimuladamente si alguna de aquellas casas era la de Val, pero todas eran tan estúpidamente iguales que me deshice de la idea tan pronto como llegó a mi mente, a menos de que husmeara cada ventana—y me tardaría horas—la idea era viable. El idiota de Val debería dejar al perro fuera, que le diera hipotermia o algo al demonio ese y así yo encontrarlo.

Val estaba siendo muy cruel conmigo, lo sabía, pero algo hacía que quisiera ir tras él, tal vez que me diera una explicación valida de su enojo. No quería ser mi amigo, no quería verme y todo a partir de un casi beso con mi Crush. Eso no concluía nuestra amistad. Yo debía enojarme porque su maldito perro casi me cala el hueso.

Entré a la cafetería donde solía comprar mi café y el de mamá todos los días. Pude sentir una sorpresa casi imperceptible del cajero al verme, yo le sonreí y este me devolvió una sonrisa tan amplia que sus ojos negros se escondieron en sus mejillas mientras le echaba el azúcar a mi café, mamá decía que le gustaba sin dulce y eso ya lo sabía él.

Me fui en camino con una media sonrisa, caminando por el atardecer. Fuera del supermercado se hallaba mamá fumando un cigarrillo. Tenía un delantal verde del supermercado y me sorprendió que no estuviera en caja ajetreada.

Tan pronto me vio echó al suelo el cigarro y lo pisoteó.

—¿Princesa?—Vino hacia mí perpleja y me encerró en sus brazos, dejándome llena de su horrible olor a cigarro, yo intenté que los cafés no se regaran ante ese apretón— ¿Qué te trae por aquí?

—Tú—Sonreí extendiendo los dos vasos que llevaba—. Toma tu café —ordené. Ella lo agarró sorprendentemente agradecida. Al parecer le hacía falta este tipo de detalles.

—Pensé que habías empezado a olvidarme. —Veía algo de resentimiento en su mirada, hizo un puchero que la hacía parecer una niña.

—Nunca. —Le di mi mejor sonrisa conciliadora, tenía pequeñas bolsas moradas bajo sus ojos, estaba algo despeinada pero seguía viéndose hermosa— ¿Cómo ha estado el trabajo?

El diario de una husmeadora ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora