Pues exactamente así es como llego yo a India.
Mi avión aterriza en Mumbai como a la una y media de la madrugada del 30 de diciembre. Consigo mis maletas y localizo un taxi para llevarme al ashram, que está a muchas horas de la ciudad en una remota aldea rural. Voy dando cabezadas mientras me interno en la India anochecida y al despertarme veo por la ventanilla las siluetas fantasmagóricas de mujeres delgadas, vestidas de sari, que andan por la carretera con fardos de leña en la cabeza. ¿A estas horas? A nosotros nos adelantan los autobuses, que van con los faros encendidos, y nosotros adelantamos a los carros de bueyes. Los árboles banyan desparraman sus elegantes raíces por las zanjas de los campos.
Nos detenemos ante la puerta del ashram a las tres y media de la madrugada, justo delante del templo. Cuando me estoy bajando del taxi, un joven que lleva ropa occidental y un sombrero de lana sale de entre las sombras y se presenta; es Arturo, un periodista mexicano de 24 años, devoto de mi gurú, que ha salido a darme la bienvenida. Mientras nos explicamos en voz baja, escucho los primeros acordes de mi himno sánscrito preferido, que salen del interior del edificio. Es el arati matutino, la primera oración, que se canta todos los días a las tres y media de la mañana, cuando se despiertan los inquilinos del ashram. Señalando hacia el templo, pregunto a Arturo «¿Puedo...?», a lo que me responde con un amable gesto, como diciendo «Estás en tu casa». Así que pago al taxista, apoyo la mochila en un árbol y, quitándome los zapatos, me arrodillo para apoyar la frente en las escaleras del templo y entro en la casa, uniéndome a un pequeño grupo de mujeres, casi todas indias, que son quienes están cantando el hermoso himno.
Yo lo llamo el «himno gospel en sánscrito» por su fervorosa melancolía mística. Es la única canción votiva que he logrado aprenderme y no me ha supuesto un gran esfuerzo, porque me la he aprendido por amor. Empiezo a cantar las conocidas palabras en sánscrito, desde el sencillo comienzo sobre los sagrados preceptos del yoga hasta los elevados tonos de alabanza («Adoro la causa del universo... Adoro a aquel cuyos ojos son el sol, la lima y el fuego... Lo eres todo para mí, Oh, dios de los dioses...), hasta esa especie de joya final en la que resume toda la fe («Esto es perfecto, aquello es perfecto; si tomas lo perfecto de lo perfecto, lo perfecto permanece»).
Las mujeres terminan de cantar. En silencio hacen una reverencia y salen por una puerta lateral, atravesando un patio oscuro que da a un templo menor, apenas iluminado por un candil y perfumado de incienso. Yo las sigo. La habitación está llena de devotos -indios y occidentales-■ que, envueltos en chales de lana, se abrigan del frío previo a lá madrugada. Sentados en plena meditación, casi parecen gallinas en un corral y, cuando me siento entre ellos como el ave recién llegada, paso totalmente inadvertida. Cruzando las piernas, me pongo las manos encima de las rodillas y cierro los ojos.
Llevo cuatro meses sin meditar. Cuatro meses en los que ni siquiera he pensado en meditar. Me quedo ahí sentada, quieta. Mi respiración se va tranquilizando. Me digo el mantra a mí misma, muy despacio y concentradamente, sílaba a sílaba.
Om.
Na.
Mah. Si.
Va. Ya
Om Namah Sivaya.
Honro la divinidad que vive en mí.
Al acabar, lo repito. Otra vez. Y otra más. No es tanto el hecho de estar meditando como el de estar sacando el mantra de la maleta con mucho cuidado, como sacarías la mejor porcelana de tu abuela si llevara mucho tiempo guardada en una caja. Al final no sé si me quedo dormida o medio hechizada, porque no sé ni siquiera cuánto tiempo ha pasado. Pero, cuando al fin sale el sol esa mañana en India y todos abrimos los ojos y miramos a nuestro alrededor, Italia ya está a muchos miles de kilómetros de distancia y a mí me parece que llevo toda la vida en ese gallinero.
-¿Por qué hacemos yoga?
Una vez, en Nueva York, durante una clase de yoga bastante difícil, mi profesor de yoga nos hizo esa pregunta. Estábamos todos contorsionados, intentando aguantar en una agotadora postura de triángulo lateral y llevábamos así mucho más tiempo del habitual.
-¿Por qué hacemos yoga? -volvió a preguntarnos-. ¿Para estar más ágiles que nuestros vecinos? ¿O puede que tengamos un motivo más elevado?
La palabra yoga, que viene del sánscrito, puede traducirse por «unión». La raíz lingüística esyuj, que significa «ponerse el yugo»; es decir, dedicarse a una labor con la disciplina de un buey. Y la labor del yoga es hallar la unión: entre la mente y el cuerpo, entre el individuo y su dios, entre nuestros pensamientos y la fuente de nuestros pensamientos, entre el maestro y el alumno e, incluso, entre uno mismo y esos vecinos a veces tan poco ágiles. En Occidente se tiene la idea de que el yoga consiste en hacer unos complicados ejercicios en los que hay que retorcer mucho el cuerpo, pero eso sólo se hace en el hatha yoga, una rama de la filosofía general.
Los primeros maestros del yoga no desarrollaron estos ejercicios para estar en buena forma física, sino para desentumecer el cuerpo y prepararlo para la meditación. Al fin y al cabo es difícil pasar muchas horas quieto si te duele la cadera, impidiéndote contemplar tu divinidad intrínseca porque sólo puedes pensar: «Caray, cómo me duele la cadera».
Pero el yoga también puede ser intentar encontrar a Dios mediante la meditación, el estudio, la práctica del silencio, el culto religioso o el mantra; es decir, la repetición de palabras sagradas en sánscrito. Pese a que algunas de estas palabras tienen derivaciones de aspecto bastante hindú, el yoga no es sinónimo del hinduismo ni todos los hindúes son yoguis.
El auténtico yoga no compite con ninguna religión ni pretende ser excluyente. El yoga -la práctica disciplinada de una unión sagrada- se puede emplear para acercarse a Krisna, a Jesús, a Mahoma, a Buda o a Yahvé. Durante la temporada que pasé en el ashram conocí a devotos que se identificaban como fervientes cristianos, judíos, budistas, hindúes e, incluso, musulmanes. También conocí a otros, sin embargo, que preferían no dar a conocer sus convicciones religiosas, hecho del que no se les puede culpar, dado lo contencioso que es este mundo nuestro.
Uno de los objetivos del yoga es desentrañar los fallos inherentes a la condición humana, que definiré sencillamente como una desoladora incapacidad para la satisfacción. A lo largo de los siglos las sucesivas escuelas filosóficas han ido dando explicaciones a esa esencia aparentemente defectuosa del ser humano. Los taoístas lo llaman desequilibrio, los budistas lo achacan a la ignorancia, el islam achaca nuestra miseria a la rebelión contra Dios y la tradición judeocristiana atribuye todo nuestro sufrimiento al pecado original. La escuela freudiana afirma que la infelicidad es el resultado inevitable del choque entre nuestros impulsos naturales y las necesidades de la civilización. (La explicación psicológica de mi amiga Deborah es: «El deseo es el fallo del diseño».) Los yoguis, sin embargo, afirman que el descontento humano es un sencillo caso de falsa identidad. Sufrimos cuando nos consideramos un simple individuo que se enfrenta en solitario a sus miedos, defectos y resentimientos y, ante todo, a su mortalidad. Creemos, equivocadamente, que nuestro pequeño y limitado ego constituye toda nuestra naturaleza. No hemos logrado hallar nuestro carácter divino, que se halla a un nivel más profundo. No nos damos cuenta de que, en alguna parte de nuestro interior, existe un Ser supremo que disfruta de una paz eterna. Ese Ser supremo es nuestra identidad verdadera, universal y divina. Según los yoguis, antes de conocer esta verdad estaremos siempre sumidos en la desesperación, noción que expresa perfectamente esta frase del estoico griego Epícteto: «Pobre desgraciado, que llevas a Dios en tu interior y no lo sabes».
El yoga es un intento de experimentar nuestra divinidad personal y conservarla para siempre. El yoga está relacionado con el autocontrol y el inmenso esfuerzo que supone dejar de lamentarnos continuamente de nuestro pasado y de preocuparnos a todas horas por nuestro futuro para buscar, por el contrario, una eterna presencia desde la que poder contemplarse pacíficamente a uno mismo y a su entorno. Solamente desde ese punto de equilibrio mental se nos revelará la verdadera naturaleza del mundo (y la nuestra). Los verdaderos yoguis, sentados en sus tronos de paz y equilibrio, contemplan el mundo entero como una manifestación total de la energía creativa de Dios: hombres, mujeres, niños, lechugas, chinches, corales... Todo forma parte del disfraz de Dios. Pero para un yogui la vida humana es una oportunidad singular, porque sólo encarnados en un cuerpo humano y con una mente humana podemos darnos cuenta de nuestra esencia divina. Las lechugas, las chinches y los corales nunca llegarán a saber lo que realmente son. Nosotros, en cambio, sí tenemos esa oportunidad.
«Nuestro único cometido en esta vida», escribió san Agustín con el talante de un maestro yogui, «es procurar ver a Dios con los ojos de nuestro corazón».
Como sucede con todos los grandes conceptos filosóficos, esto es sencillo de entender, pero casi imposible de asimilar. De acuerdo, así que todos formamos parte de un gran todo, y la divinidad reside en todos nosotros por igual. Muy bien. Entendido. Pero ahora veamos si somos capaces de vivir con esa idea. Intentemos poner en práctica ese concepto las veinticuatro horas del día. No es tan fácil. Por eso en India se da por hecho que para hacer yoga se necesita un maestro. Ano ser que se nazca siendo uno de esos santos resplandecientes que vienen a esta vida totalmente actualizados, lo normal es dejarse guiar en el camino hacia la iluminación. Si tienes suerte, darás con un gurú vivo. Por eso India lleva años llenándose de peregrinos. En el siglo IV a.C. Alejandro Magno envió un embajador a India con el encargo de hallar a uno de esos célebres yoguis y regresar a la corte con él. (Al parecer, el embajador informó que había encontrado un yogui, pero no pudo convencerlo de hacer el viaje.) En siglo I d.C. Apolonio de Tiana, filósofo y matemático griego, escribía narrando su viaje por India: «Vi brahmanes indios que vivían en la tierra, pero sin estar del todo en ella; que estaban amurallados sin murallas; que no poseían nada, pero tenían las riquezas de todos los hombres». El propio Gandhi siempre quiso estudiar con un gurú, pero siempre se lamentó de no haber tenido el tiempo ni la oportunidad de hallarlo. «Creo que es muy cierta la creencia de que la verdadera sabiduría no puede alcanzarse sin un gurú», escribió.
Un gran yogui es quien ha alcanzado un estado permanente de felicidad iluminada. Un gurú es un gran yogui capaz de comunicar ese estado a los demás. La palabra gurú se compone de dos sílabas sánscritas. La primera significa «oscuridad»; la segunda significa «luz». Es decir, el paso de la oscuridad a la luz. Lo que el maestro traspasa al discípulo se llama la mantravirya: «La potencia de la conciencia iluminada». Acudimos a un gurú, por tanto, no sólo para que nos comunique su sabiduría, como cualquier maestro, sino para que nos traspase su estado de gracia.
Estas transferencias de la «gracia» pueden darse hasta en un encuentro de lo más fugaz, tratándose de un gran ser. Una vez fui a ver a Thich Nhat Hanh -un gran monje, poeta y pacifista vietnamita-, que daba una conferencia en Nueva York. Era una noche entre semana y se había armado el típico barullo de gente empujando para abrirse paso hacia el auditorio, donde casi se respiraba la tensa inquietud del nerviosismo colectivo de los asistentes. En ese momento apareció el monje en el escenario. Estuvo un buen rato en silencio antes de empezar a hablar y, de repente, la gente del público -casi se veía cómo les iba afectando, fila tras fila, a aquella masa de neoyorquinos estresados- se quedó colonizada por la tranquilidad de aquel hombre. En cuestión de segundos en la sala no había ni el menor revuelo. En unos diez minutos aquel vietnamita diminuto había logrado atraernos a todos hacia su silencio. O quizá sea más preciso decir que nos había atraído hacia nuestro propio silencio, hacia esa paz que cada uno de nosotros posee de manera inherente sin haberla descubierto ni reclamado. Su capacidad para comunicarnos ese estado -con su mera presencia en la sala- es un don divino. Y por eso se acude a un gurú, con la esperanza de que los dones del maestro nos revelen nuestra propia grandeza oculta.
Según la sabiduría india tradicional hay tres factores que nos indican si un alma está bendecida con la suerte más poderosa y beneficiosa del universo:
1. Haber nacido en forma de ser humano, capaz de llevar a cabo una indagación consciente.
2. Haber nacido con -o haber desarrollado- una necesidad de entender la naturaleza del universo.
3. Haber hallado un maestro espiritual vivo.
Existe la teoría de que, si anhelamos hallar un gurú con la suficiente sinceridad, nuestro anhelo se cumplirá. El universo se altera, laá moléculas del destino se reorganizan y nuestro camino pronto se cruzará con el del maestro buscado. Apenas había pasado un mes después de la noche en que recé desesperada en el suelo del cuarto de baño -una noche llorosa en que supliqué a Dios que me diera alguna respuesta- cuando encontré a mi gurú al entrar en el apartamento de David y me di de bruces con la foto de aquella asombrosa mujer india. Por supuesto, aún no tenía claro el concepto de tener un gurú. Es una palabra que a los occidentales, por norma general, no nos acaba de convencer. En la década de 1970 hubo una serie de occidentales inquietos, ricos, inocentes y susceptibles que acabaron en manos de un puñado de gurús indios tan carismáticos como caraduras. Las aguas se han calmado ya, pero aún resuenan los ecos de aquel malentendido. Pese al tiempo transcurrido yo también desconfío de la palabra gurú. A mis amigos indios no les sucede, porque han crecido en la cultura del gurú, por así decirlo, y están acostumbrados a ello. Como me dijo una chica india: «¡En India todo el mundo casi tiene un gurú!» Estaba claro lo que quería decir (que, en India, casi todo el mundo tiene un gurú), pero yo me sentí más identificada con la frase de ella, porque a veces me da la sensación de que casi tengo un gurú. Es decir, hay ocasiones en que me cuesta admitirlo, porque, como buena ciudadana de Nueva Inglaterra que soy, mi herencia intelectual se basa en el escepticismo y el pragmatismo. En cualquier caso, tampoco se puede decir que saliera conscientemente de compras en busca de un gurú. Apareció y punto. Y la primera vez que la vi me dio la sensación de que me miraba desde la foto -con esos ardientes ojos negros llenos de compasión inteligente- y me decía: «Me has llamado y aquí estoy. ¿Quieres seguir adelante o no?».
Olvidándome de las bromas nerviosas y las inquietudes propias de un cruce de culturas, siempre habré de recordar lo que le respondí aquella noche: un sincero y descarnado SÍ.
Una de las primeras personas con quienes compartí habitación en el ashram fue una instructora de meditación afroamericana de mediana edad, una piadosa baptista de Carolina del Sur. Posteriormente compartiría habitación con una bailarina argentina, una homeópata suiza, una secretaria mexicana, una australiana madre de cinco hijos, una joven programadora informática de Bangladesh, una pediatra de Maine y una contable filipina. También habría otros, que vendrían y se irían al irse cumpliendo sus respectivas estancias.
Este ashram no es un sitio al que se pueda venir de visita sin previo aviso. En primer lugar, no es demasiado accesible. Está lejos de Mumbai, en un camino de tierra junto a una aldea bonita pero elemental (formada por una calle, un templo, un puñado de tiendas y una población de vacas que se pasean a sus anchas, entrando a menudo en la sastrería a echarse la siesta). Una noche vi una bombilla de sesenta vatios colgada precariamente de un cable en mitad del pueblo; es la farola del lugar. El ashram potencia la economía local, por llamarle algo, y es el gran orgullo del pueblo. Fuera de los muros del ashram todo es mugre y pobreza. Dentro todo son jardines regados, jardines de flores, orquídeas ocultas, trinos de pájaros, mangos, árboles del pan, anacardos, palmeras, magnolias y árboles banyan. Los edificios son bonitos, pero no extravagantes. El comedor es sencillo, tipo cafetería. La extensa biblioteca contiene textos religiosos del mundo entero. También hay varios templos para los distintos tipos de reuniones. Tienen dos «cuevas» para la meditación, unos oscuros y silenciosos sótanos abiertos día y noche, llenos de cómodos cojines, que sólo pueden usarse para meditar. En el pabellón cubierto del jardín es donde se dan las clases de yoga por la mañana y hay una especie de parque rodeado de un sendero ovalado, donde los estudiantes pueden correr si quieren hacer ejercicio. Yo duermo en un enorme dormitorio de cemento.
Mientras yo estuve, en el ashram nunca hubo más de doscientos huéspedes. Estando presente la gurú, esa cifra habría aumentado considerablemente, pero no coincidí con ella durante toda mi estancia en India. La verdad es que me lo esperaba; parecía ser que iba mucho a Estados Unidos, precisamente, pero tenía la costumbre de aparecer de repente, por sorpresa. No se considera esencial estar en su presencia - literalmente- para estudiar sus enseñanzas. Obviamente, vivir en el mismo lugar que un maestro de yoga es una experiencia única que da una energía especial, cosa que ya he vivido. Pero muchos de los devotos veteranos están de acuerdo en que también puede ser una distracción; si no tienes cuidado, puedes dejarte llevar por la emoción y el aura de popularidad que rodea al gurú, olvidando tus auténticas intenciones. Sin embargo, si te limitas a estar en uno de sus ashrams y te disciplinas para practicar sus enseñanzas con austeridad, te puede resultar más fácil comunicarte con tu maestra mediante estas meditaciones solitarias que abrirte paso entre hordas de estudiantes fanáticos para poder soltarle un par de palabras en persona.
En el ashram hay algún que otro empleado fijo, pero la mayor parte del trabajo la hacen los propios estudiantes. También hay paisanos de la aldea, unos a sueldo y otros, los devotos de la gurú, que viven aquí. Uno de ellos, un joven indio que andaba por el ashram, me tenía verdaderamente fascinada. Había algo en su (siento usar la palabra, pero...) aura que resultaba arrebatador. Para empezar, era increíblemente delgado (aunque eso es bastante común en este país; si en este mundo hay algo más escuálido que un niño indio, me daría hasta miedo verlo). Iba vestido como se vestían en mi colegio los forofos informáticos cuando iban a un concierto de pop: pantalones oscuros y una camisa blanca bien planchada y grande, con un pescuezo delgado y larguirucho que le asomaba del cuello como una margarita solitaria plantada en una maceta gigante. El pelo siempre lo llevaba mojado y repeinado. El cinturón le daba dos vueltas en torno a una cintura que mediría cincuenta centímetros, como mucho. Todos los días llevaba lo mismo. Estaba claro que era su único atuendo. Seguro que se lavaba la camisa todas las noches y la planchaba por la mañana. (Aunque este esmero en la vestimenta también es típico de aquí; al poco tiempo de llegar, los atuendos almidonados de los estudiantes indios me hicieron avergonzarme de mis vestidos de campesina arrugados y empecé a ponerme ropa más cuidada y discreta.) Pero ¿qué tená ese chico? ¿Por qué me impresionaba tanto ese rostro, un rostro tan impregnado de luminiscencia que parecía recién llegado de unas largas vacaciones en la Vía Láctea? Acabé preguntando a una estudiante india quién era él. La chica me contestó sin rodeos: «Es el hijo de los tenderos del pueblo. Son una familia muy pobre. La gurú lo ha invitado a quedarse aquí. Cuando ese chico toca el tambor, suena como la voz de Dios».
En el ashram hay un templo abierto al público general, donde acuden muchos indios, a todas horas del día, a rendir tributo a una estatua del siddhayogui (o «maestro perfeccionado») que estableció esta forma de enseñanza allá por la década de 1920 y que aún es venerado en India como un gran santo. Pero el resto del ashram es sólo para estudiantes. No es tm hotel ni un complejo turístico. Se parece más a una universidad. Para venir, hay que enviar una solicitud y sólo aceptan como residentes a quienes demuestren que llevan un tiempo estudiando yoga en serio. La estancia mínima que se requiere es de un mes. (Yo he decidido quedarme seis meses y después recorrer India por mi cuenta, visitando otros templos, ashrams y lugares de culto.)
Los estudiantes que hay aquí se dividen, casi a partes iguales, en indios y occidentales (que a su vez se dividen en dos grupos casi equivalentes de estadounidenses y europeos). Los cursos son en hindi y en inglés. Al enviar tu solicitud debes incluir un ensayo escrito, una serie de referencias personales y responder a varias preguntas sobre tu salud mental y física, incluido cualquier posible historial de drogadicción o alcoholismo, además de garantizar una estabilidad económica. La gurú no quiere que la gente aproveche su ashram para huir del caos en que hayan podido convertir sus vidas; estos casos no benefician a nadie. También mantiene que, si tu familia y tus seres queridos tienen algún motivo poderoso para resistirse a que estudies con un gurú y vivas en un ashram, no debes hacerlo, porque no merece la pena. Más te vale seguir con tu vida normal y ser una buena persona. No hay ningún motivo para convertir esto en tm dramón.
La enorme sensatez de esta mujer siempre me ha resultado de lo más reconfortante.
Para venir aquí, por tanto, hay que demostrar que uno también es un ser humano sensato y práctico. Debes dejar claro que estás dispuesto a trabajar, porque se espera de ti que contribuyas al funcionamiento general del lugar con unas cinco horas de se va o «labor desinteresada». La dirección del ashram también te ruega que si has tenido algún trauma sentimental grave en los ultimos seis meses (divorcio, muerte de un pariente), por favor, pospongas tu visita, porque es muy probable que no logres concentrarte en tus estudios y, si tienes una crisis o algo así, lo único que vas a conseguir es distraer a tus compañeros. En mi caso, acabo de pasar el periodo estipulado para recuperarme del divorcio. Y cuando pienso en la angustia mental que pasé justo después de poner fin a mi matrimonio, no tengo ninguna duda de que habría sido un enorme estorbo para los residentes del ashram si hubiera venido en ese momento. Mucho mejor haber descansado en Italia primero, haber recuperado la energía y la salud, y haber venido ahora. Porque, estando aquí, me va a venir bien disponer de todas mis energías.
Te piden que vengas aquí estando fuerte, porque la vida que se lleva en un ashram es dura. No sólo físicamente, empezando la jornada a las tres de la madrugada y acabando a las nueve de la noche, sino psicológicamente. Todos los días vas a dedicar horas y horas a la meditación y la contemplación, en absoluto silencio, sin nada que te distraiga o alivie del mecanismo de tu mente. Vas a vivir en un espacio reducido con absolutos desconocidos en plena India rural. Hay insectos, serpientes y ratones. El clima puede ser agobiante; a veces llueve a cántaros durante varias semanas seguidas, a veces hace más de cuarenta grados a la sombra antes de desayunar. Aquí la vida se puede poner crudamente real, por así decirlo, en cuestión de segundos.
Mi gurú siempre dice que si vienes al ashram sólo te pasa una cosa: que descubres quién eres de verdad. Así que, si estás al borde de la locura, prefiere que te ahorres el viaje. Porque, francamente, nadie quiere tener que sacarte de aquí con una cuchara de madera entre los dientes.
Mi llegada coincide -y me gusta que así sea- con la llegada del año nuevo. Apenas he tenido un día para aprender a orientarme por el ashram cuando llega la Nochevieja. Después de cenar el patio se empieza a llenar de gente. Nos sentamos todos en el suelo, irnos en las frías baldosas de mármol, otros sobre esteras de paja. Todas las mujeres indias se han vestido como de boda. Llevan el pelo oscuro engrasado y con una trenza que les cae sobre la espalda. Se han puesto el sari de seda buena y sus pulseras de oro; y todas llevan una reluciente joya bindi en el centro de la frente, como un pálido reflejo de las estrellas que tenemos encima. Vamos a entonar unos cánticos, en este patio al aire libre, hasta que llegue la medianoche y pasemos de un año a otro.
Cántico es una palabra que no me gusta para una costumbre que amo profundamente. Me parece que la palabra cántico tiene una connotación de monotonía zumbona y siniestra, como lo que debían de hacer los druidas al reunirse junto a una hoguera antes de un sacrificio. Pero cuando cantamos aquí, en el ashram, es como una especie de coro angelical. Normalmente se usa una modalidad semejante a la pregunta- respuesta. Un grupo de hombres y mujeres jóvenes, todos con voces hermosísimas, empiezan cantando una frase melódica y los demás la repetimos. Esto forma parte de la meditación; se trata de concentrarse en la progresión de la música y armonizar tu voz con la de tu vecino para acabar cantando todos como una sola persona. Pero yo tengo jet lag y me temo que no voy a aguantar despierta hasta las doce y mucho menos cantando sin parar. Pero entonces comienza la velada musical con un solo violín que suena entre las sombras, entonando una larga nota melancólica. Después se le une el armonio, los lentos tambores, las voces...
Estoy sentada al fondo del patio con todas las madres, mujeres indias que parecen estar muy cómodas con las piernas cruzadas, sus hijos tendidos sobre ellas como pequeñas alfombras humanas. El cántico de esta noche es una nana, un lamento, un intento de dar las gracias, escrito con una raga (melodía) que sugiere compasión y devoción. Como siempre, cantamos en sánscrito (una lengua muerta en la India salvo para la oración y el estudio de la religión) y procuro convertirme en un espejo vocal de las primeras voces, imitando sus inflexiones como filamentos de luz azulada. Ellos me pasan las palabras sagradas, yo me las quedo durante unos instantes y se las devuelvo, y así logramos pasar kilómetros y kilómetros de tiempo cantando sin cansarnos. Nos mecemos como algas en las oscuras aguas de la noche. Los niños que me rodean están envueltos en seda, como regalos.
Estoy muy cansada, pero no suelto mi cordón de música azulada y me elevo hasta tal estado que creo estar llamando a Dios en sueños, o quizá sólo me haya precipitado por el hueco del pozo del universo. Sin embargo, a las 23.30 la orquesta domina el tempo del cántico, que es un puro estallido de júbilo. Mujeres bellamente vestidas hacen tintinear sus pulseras, batiendo palmas y bailando y agitando el cuerpo como una pandereta. El rítmico latido de los tambores es emocionante. Al ir pasando los minutos, parecemos atraer el año 2004 hacia nosotros, todos juntos. Es como si lo hubiéramos amarrado con nuestra música, arrastrándolo por los cielos en una gigantesca red de pesca, rebosante de destinos ignorados. Y cómo pesa la red, ciertamente, cargada de los nacimientos, las muertes, las tragedias, las guerras, los amores, las historias, los inventos, las transformaciones y las calamidades que nos esperan a todos en este año venidero. Seguimos cantando y tirando de ella, mano sobre mano, minuto a minuto, voz tras voz, acercándola cada vez más. Los segundos van cayendo hasta llegar a la medianoche y cantamos con aún más fervor hasta que, en un esfuerzo heroico, logramos alzar la red del Año Nuevo, cubriéndonos y revistiendo el cielo con ella. Sólo Dios sabe qué nos traerá este año, pero ya está aquí, cobijándonos a todos.
Esta es la primera Nochevieja de toda mi vida en que no conozco a ninguna de las personas con las que la he celebrado. Tras tanto baile y tanto cántico no tengo a quién abrazar cuando llega la medianoche. Pero no diría que esta noche haya tenido nada de solitaria.
No. Eso, desde luego, no lo diría.
A todos nos asignan un trabajo aquí y resulta que a mí me toca fregar el suelo del templo. Así que ahí es donde me paso varias horas al día; arrodillada sobre el gélido mármol con un cepillo y un cubo, trabajando como la hermanastra de un cuento para niños. (Por cierto, la metáfora me parece obvia; fregar el templo que representa a mi corazón, limpiarme el alma, el monótono trabajo diario que debe incluirse en un ejercicio espiritual como rito de purificación, etcétera.)
Mis compañeros fregones son un puñado de chicos indios. Este trabajo se lo suelen dar a los adolescentes porque requiere altos niveles de energía física, pero no cantidades industriales de responsabilidad; si se hace mal, el desastre no puede ser muy grande. Mis compañeros de trabajo me caen bien. Las chicas son unas mariposillas hacendosas que parecen mucho más jóvenes que las estadounidenses de 18 años y los chicos son unos pequeños autócratas, muy serios, que parecen mucho mayores que los estadounidenses de 18 años. En los templos está prohibido hablar, pero son adolescentes, así que no paran de hablar mientras trabajamos. Y no todo es cotilleo trivial. Uno de los chicos siempre se pone a fregar a mi lado y, muy convencido, me da una charla sobre cómo se trabaja aquí: «Tú tomas en serio. Haces todo puntual. Eres tranquila y amable. Tú recuerdas esto: haces todo para Dios. Y Dios hace todo para ti».
Es una labor física agotadora, pero mis horas de trabajo diario me resultan mucho más sencillas que mis horas de meditación diaria. Me parece que la meditación no se me da demasiado bien, la verdad. Sé que he perdido la costumbre, pero la verdad es que nunca se me ha dado bien. No consigo pararme la mente. Una vez se lo conté a tm monje indio y me dijo: «Es una lástima, porque eres la única persona en toda la historia del mundo a la que le pasa eso». Y me citó el Bhagavad Gita, el texto sagrado del yoga: «Oh, Krisna, la mente es impaciente, bulliciosa, fuerte e inflexible. La considero tan difícil de someter como el viento».
La meditación es tanto el ancla como las alas del yoga. La meditación es el camino. Existe una diferencia entre la meditación y la oración pese a que ambas prácticas buscan la comunión con lo divino. He oído decir que la oración es el acto de hablar con Dios mientras que la meditación es el acto de escuchar. Creo que a mí se me nota cuál de los dos me resulta más fácil. Podría pasarme la vida largándole a Dios lo que siento y padezco, pero si se trata de estar callada escuchando... eso ya es otra historia. Si le pido a mi mente que se quede quieta, es sorprendente lo poco que tardará en llegar al (1) aburrimiento, (2) indignación, (3) depresión, (4) ansiedad o (5) todos los anteriores juntos.
Como les sucede a la mayoría de los humanoides, sobrellevo lo que los budistas llaman la «mente del mono», es decir, esos pensamientos que saltan de rama en rama, parando sólo para rascarse, escupir y aullar. Desde el remoto pasado hasta el ignorado futuro mi mente se columpia frenéticamente por los confines del tiempo, abordando docenas de ideas por minuto sin control ni disciplina alguna. Esto en sí no supone necesariamente un problema; el problema es el estado de ánimo que acompaña al pensamiento. Las ideas alegres me ponen de buen humor, pero
-¡plaf!- de golpe vuelvo a la preocupación obsesiva y estropeo el asunto; y entonces recuerdo un momento de indignación y me vuelvo a acalorar y enojar; pero entonces mi mente decide que es tm buen momento para compadecerse y entonces me siento sola otra vez. Al fin y al cabo somos lo que pensamos. Los sentimientos son esclavos de los pensamientos y uno es esclavo de sus sentimientos.
El otro inconveniente de columpiarte por las viñas del pensamiento es que nunca estás donde estás. Siempre estás escarbando en el pasado o metiendo las narices en el futuro, pero sin detenerte en un momento concreto. Se parece tm poco a esa costumbre que tiene mi querida amiga Susan que, cuando ve un sitio bonito, exclama medio aterrada: «¡Qué bonito es esto! ¡Quiero volver alguna vez!» y tengo que usar todo mi poder de persuasión para convencerla de que ya está ahí. Si buscas una unión con lo divino, lo de columpiarse de aquí allá es un problema. Si a Dios lo llaman una presencia es por algo: Dios está aquí ahora mismo. El lugar donde hallarlo es el presente y el momento es ahora.
Pero para permanecer en el presente debemos emplear un enfoque unidireccional. Las distintas técnicas de meditación que existen no se basan en distintos enfoques unidireccionales; por ejemplo, posar los ojos en un solo punto de luz o centrarnos en nuestra aspiración y expiración. Mi gurú me enseña a meditar con un mantra, palabras o sílabas sagradas que se repiten en total concentración. El mantra tiene una función dual. Para empezar, le da a la mente una ocupación. Es como dar a un burro un montón donde hay mil botones y decirle: «Llévate estos botones, de uno en uno, para hacer un montón nuevo». Al burro esto le resulta mucho más fácil que si le pones en un rincón y le dices que no se mueva. El otro propósito del mantra es transportarnos a otro estado, como si fuésemos en un barco de remos a merced de las revoltosas olas de nuestra mente. Cuando tu atención se quede atrapada en la marea del pensamiento, lo único que tienes que hacer es volver al mantra, subirte otra vez al barco de remos y seguir adelante. Se dice que los grandes mantras sánscritos tienen poderes inimaginables, que pueden llevarte sobre las aguas -si eres capaz de quedarte con uno concreto- hasta las orillas de la divinidad.
Uno de los muchísimos escollos que me plantea la meditación es que el mantra que me han dado -Om Namah Sivaya- no me acaba de funcionar. Me gusta cómo suena y me gusta lo que significa, pero no me transporta suavemente hacia la meditación. En los dos años que llevo practicando este tipo de yoga jamás me ha funcionado bien. Cuando intento repetir el Om Namah Sivaya en mi cabeza, se me atasca en la garganta, oprimiéndome el pecho y poniéndome nerviosa. No consigo acoplar las sílabas al ritmo de mi respiración.
Una noche le hablo del asunto a Corella, mi compañera de habitación. Me da vergüenza contarle lo mucho que me cuesta concentrarme en la repetición del mantra, pero ella es profesora de meditación. Quizá pueda ayudarme. Me cuenta que a ella también se le distraía la mente durante la meditación, pero ahora que la domina es la gran felicidad de su vida, un proceso sencillo y transformativo.
-Lo único que hago es sentarme y cerrar los ojos -me dice-. Y en cuanto pienso en el mantra, me voy directa al paraíso.
Al escucharla, casi me entran náuseas de la envidia que me da. Aunque Corella lleva practicando yoga casi los mismos años que yo llevo viva. Le pido que me enseñe exactamente cómo usa el Om Namah Sivaya cuando medita. ¿Cada aspiración de aire le coincide con una sílaba? (Cuando yo lo hago, se me hace eterno y me pongo nerviosa.) ¿O es una palabra por cada aspiración de aire? (¡Cada palabra tiene una longitud distinta! ¿Cómo se igualan?) ¿O se dice el mantra entero al inhalar y se repite al exhalar? (Porque, cuando hago eso, me acelero y acabo estresándome.)
-Pues no lo sé -dice Corella-. Lo que hago es... decirlo.
-¿Pero lo cantas? -le insisto, medio desesperada-. ¿Le pones un ritmo?
-Lo digo por las buenas.
-¿Te importaría decirlo en voz alta como lo dices en tu cabeza cuando meditas?
Amablemente, mi compañera de cuarto cierra los ojos y empieza a decir el mantra tal como le aparece en su cabeza. Efectivamente, lo único que hace es... decirlo. Lo pronuncia con serenidad y normalidad, sonriendo levemente. Lo dice varias veces, de hecho, hasta que me entra la impaciencia y la interrumpo.
-Pero ¿no te aburres? -le pregunto.
-Ah -dice Corella, que abre los ojos, me sonríe y mira el reloj-. Han pasado diez segundos, Liz. Y ya nos hemos aburrido, ¿o qué?
Al día siguiente, llego justo a tiempo para la sesión de meditación de las cuatro de la madrugada, con la que empieza cada jornada. Se supone que tenemos que pasarnos una hora en silencio, pero, como a mí cada minuto me parece un kilómetro, aquello se me convierte en un interminable viaje de sesenta kilómetros. En el minuto/kilómetro catorce ya estoy de los nervios, me flaquean las rodillas y estoy al borde de la desesperación. Cosa comprensible, teniendo en cuenta que las conversaciones que tengo con mi mente durante la meditación son algo así:
Yo: Ven, vamos a meditar. Tenemos que concentrarnos en la respiración y centrarnos en el mantra. Om Namah Sivaya. Om Namah Shiv...
Mi mente: Puedo ayudarte con este tema, ¿sabes?
Yo: Ah, pues qué bien, porque necesito que me ayudes. Ven. Om Namah Sivaya. Om Namah Shi...
Mi mente: Puedo ayudarte a pensar unas bonitas imágenes meditativas. Como, vamos a ver... Mira, ésta es buena. Imagínate que eres un templo. ¡Un templo en una isla! ¡Y la isla está en el océano!
Yo: Ah, pues sí que es una imagen bonita.
Mi mente: Gracias. Se me ha ocurrido sin ayuda de nadie. Yo: Pero ¿qué océano nos estamos imaginando?
Mi mente: El Mediterráneo. Imagínate que estás en una de esas islas griegas con un templo clásico. No, eso, no, que es demasiado turístico. ¿Sabes qué te digo? Que te olvides del océano. Los océanos son muy peligrosos. Se me ha ocurrido una idea mejor: imagínate que eres una isla en un lago.
Yo: ¿Y qué tal si nos ponemos a meditar? Anda, dale. Om Namah Shiv...
Mi mente: ¡Sí! ¡Por supuesto! Pero procura no pensar que el lago está cubierto de... ¿Cómo se llaman esas cosas?
Yo: ¿Motos acuáticas?
Mi mente: ¡Eso! ¡Motos acuáticas! ¡No sabes el combustible que consumen! Son una auténtica amenaza para el medioambiente. ¿Sabes qué más consume mucho combustible? Los ventiladores de jardín. Nadie lo diría, pero...
Yo: De acuerdo, pero ¿podemos MEDITAR ya, por favor? Om Namah...
Mi mente: ¡Es verdad! ¡Si yo lo que quiero es ayudarte a meditar! Y por eso nos vamos a olvidar de esa imagen de una isla en un lago o un océano, porque no veo que el tema funcione. Así que vamos a imaginarnos que eres una isla en medio de... ¡un río!
Yo: Ah, ya. ¿Como la isla de Bannerman en el río Hudson?
Mi Tnente: ¡Sí! ¡Exacto! Perfecto. Por lo tanto, finalmente, vamos a meditar sobre esta imagen. Imagínate que eres una isla en un río. Los pensamientos que pasan flotando a tu lado mientras meditas son, sencillamente, las corrientes naturales del río y puedes ignorarlas porque eres una isla.
Yo: Espera. Me habías dicho que soy un templo.
Mi mente: Es verdad, perdona. Eres un templo encima de una isla. A decir verdad, eres las dos cosas: el templo y la isla.
Yo: ¿Y también soy el río?
Mi mente: No, el río sólo representa los pensamientos.
Yo: ¡Déjalo! ¡Déjalo, anda! ¡me estás volviendo loca!
Mi mente (ofendida): Lo siento. Sólo quería ayudarte.
Yo: Om Namah Sivaya... Om Namah Sivaya... Om Namah Si vaya...
Aquí se produce una prometedora pausa de ocho segundos en mis pensamientos. Pero después... Mi mente: ¿Te has enfadado conmigo?
... entonces, con un enorme suspiro, como si saliera a la superficie de una piscina a tomar aire, abro los ojos y me rindo. Llorando a lágrima viva. Un ashram es un sitio donde se va a mejorar la técnica de meditación, pero esto es un desastre. El tema me es tresa demasiado. No lo resisto. Pero ¿qué puedo hacer? ¿Salir llorando del templo en el minuto catorce todos los días?
Sin embargo, esta mañana, en lugar de enfrentarme al tema, he parado y punto. Me he rendido. Agotada, me he apoyado en la pared de detrás. Me dolía la espalda, estaba sin fuerzas y tenía una especie de temblor en la mente. El cuerpo se me desmoronó como un puente que se viene abajo. Me quité el mantra de encima de la cabeza (donde me presionaba como un yunque invisible) y lo dejé en el suelo a mi lado. Y entonces le dije a Dios: «Lo siento mucho, pero esto es lo más que me he podido acercar a ti hoy».
Los sioux lakota dicen que un niño que no puede quedarse quieto es un niño a medio desarrollar. Un antiguo texto sánscrito dice: «Existe una serie de signos que nos indican cuándo la meditación se está haciendo de forma correcta. Uno de ellos es que se te pose tm pájaro en la cabeza, pensando que eres un objeto inerte». Esto aún no me ha sucedido exactamente así. Pero durante los siguientes cuarenta minutos intenté quedarme todo lo quieta que pude, encerrada en la sala de meditación, prisionera de mi vergüenza y mi torpeza, viendo a los devotos que me rodeaban, sentados en sus posturas perfectas, con sus ojos perfectos cerrados, emanando tranquilidad al transportarse a sí mismos a un paraíso perfecto. Yo estaba imbuida de una tristeza tan ardiente como poderosa y estaba deseando abandonarme al consuelo de las lágrimas, pero hice todo lo posible por dominarme, recordando lo que me había dicho mi gurú: no puedes permitirte el lujo de venirte abajo, porque entonces se convertirá en una costumbre que repetirás una y otra vez. En lugar de eso, debes procurar ser fuerte.
Pero yo no me sentía fuerte. El cuerpo entero me dolía de ser tan cobarde. Al pensar en esas conversaciones que tenía con mi mente, no tenía claro quién era «yo» y quién era «mi mente». Pensé en esa implacable máquina procesadora de ideas y devoradora de almas que es mi mente y me planteé cómo demonios iba a poder dominarla. Entonces pensé en esa frase que sale en la película Tiburón y no pude evitar sonreír: -Nos va a hacer falta un barco más grande.
Es la hora de cenar. Estoy sentada sola, intentando comer despacio. La gurú siempre nos aconseja ser disciplinados con la comida. Nos recomienda comer con moderación para no tragar aire tontamente y no apagar los fuegos sagrados del cuerpo saturándonos el conducto digestivo de comida. (Estoy casi segura de que la gurú nunca ha estado en Nápoles.) Cuando algún estudiante se le queja de no conseguir meditar bien, ella siempre le pregunta si tiene problemas digestivos. Es razonable que resulte complicado deslizarse sutilmente hacia la trascendencia si tus tripas no consiguen digerir una salchicha calzone, medio kilo de alitas de pollo y media tarta de crema de coco. Por eso aquí no se come ese tipo de cosas. La comida del ashram es vegetariana, ligera y sana. Aun así, está muy rica. Por eso me cuesta no engullirla como una huérfana famélica. Además, la comida es tipo bufet y a mí me cuesta mucho no dar una segunda o tercera vuelta cuando hay comida maravillosa a la vista, y más si huele bien y es gratis.
Así que me siento a la mesa de la cena yo sola, procurando tener controlado el tenedor cuando veo acercarse un hombre con su bandeja de la cena, buscando una silla libre. Le hago un gesto con la cabeza, invitándolo a sentarse conmigo. Es la primera vez que lo veo. Debe de ser un recién llegado. Camina con actitud de no tener ninguna prisa y se mueve con la seguridad de un sheriff de ciudad pequeña, o puede que sea un veterano jugador de póquer de altos vuelos. Parece tener cincuenta y pocos años, pero se mueve como si hubiera vivido un par de siglos. Tiene el pelo y la barba blancos y lleva una camisa de franela a cuadros. Sus hombros anchos y sus manos grandes parecen medio peligrosos, pero la expresión del rostro es totalmente relajada.
Se sienta enfrente de mí y masculla:
-Caray, en este sitio los mosquitos son tan grandes que se lo podrían hacer con una gallina. Señoras y señores, acaba de entrar en escena Richard el Texano.
Entre la ristra de trabajos que ha tenido Richard el Texano en su vida -y sé que estoy pasando muchos por alto- está el de minero de petróleo, conductor de un camión de esos de dieciocho ruedas, el primer distribuidor de calzado Birkenstock de las montañas Dakota, «saquero» en un depósito de residuos del Medio Oeste (lo siento, pero no tengo tiempo para explicar lo que es un «saquero»), obrero constructor de autopistas, vendedor de coches de segunda mano, soldado en Vietnam, «intermediario en operaciones financieras» (normalmente relacionadas con narcóticos mexicanos), yonqui y alcohólico (suponiendo que se pueda considerar una profesión), ex yonqui y ex alcohólico (profesión mucho más respetable), granjero hippy en una comuna, actor de doblaje radiofónico y, por último, un exitoso vendedor de material médico de alta gama (hasta que su matrimonio se fue al garete y dejó el negocio a su ex y se quedó «con el culo al aire, con lo blanco que lo tengo»). Ahora se dedica a arreglar casas viejas en Austin.
-Nunca he tenido vocación para las carreras y eso -dice-. Por eso he ido haciendo lo que me iba saliendo.
A Richard el Texano no le preocupan muchas cosas en esta vida. No se puede decir que sea tm neurótico. No, señor. Pero yo sí soy un poco neurótica y por eso le acabo teniendo un cariño enorme. La presencia de Richard en este ashram me da una gran seguridad, aparte de divertirme mucho. Tiene una monumental indolencia que me aplaca ese nerviosismo inherente y me recuerda que todo va a salir bien. (Y, si no sale bien, al menos será cómico.) Había una serie de dibujos animados donde salía un gallo que se llamaba Foghorn Leghorn. El caso es que Richard se le parece, y yo me convierto en su charlatana colega, la gallina Chickenhawk. Como diría Richard en su propio lenguaje: «La Zampa y yo nos pasábamos el día matados de risa».
La Zampa.
Ese es el mote que me ha puesto Richard. Le dio por llamarme así la noche en que nos conocimos, cuando vio lo mucho que era capaz de comer. Intenté defenderme («¡Si estaba concentrada en comer con disciplina y voluntad!»), pero me quedé con el nom brecito.
Puede que Richard el Texano no sea el típico yogui. Aunque, por lo que he visto en India, no está tan claro lo que es «el típico yogui». (No quiero explayarme sobre el granjero de la Irlanda rural al que conocí el otro día, o la ex monja sudafricana.) Richard entró en contacto con este tipo de yoga por una ex novia que lo llevó en coche de Texas al ashram de Nueva York para ir a una conferencia de la gurú. Richard lo explica así: «El ashram me parecía el sitio más raro del mundo y estaba seguro de que tenían un cuarto donde te obligaban a darles todo tu dinero y las escrituras de la casa y los papeles del coche, pero no me pasó nada de eso...».
Después de esa experiencia, que fue hace unos diez años, a Richard le dio por rezar. Siempre pedía lo mismo. Le suplicaba a Dios: «Por favor, por favor, ábreme el corazón». Eso era lo único que quería: un «corazón abierto». Cuando acababa la oración para pedírselo a Dios, siempre decía: «Y, por favor, mándame una señal cuando suceda». Ahora, al recordar aquella época, siempre dice: «Ten cuidado con lo que pides, Zampa, porque puede que te lo den». Y después de pasarse varios meses pidiendo un corazón abierto ¿qué le pasó a Richard? Pues, sí, una operación urgente a corazón abierto. Le abrieron el pecho de arriba abajo, literalmente, separándole las costillas para que le entrase la luz del sol en el corazón, como si Dios le dijera: «Conque una señal, ¿eh? ¡Pues toma señal!» Desde entonces Richard se toma con bastante cautela el asunto de las oraciones, según me cuenta. «Hoy en día, cuando pido algo, siempre acabo diciendo: "Oye, Dios, una cosa más. Trátame con cariño, ¿de acuerdo?"».
-¿Y qué hago con el tema de la meditación? -le pregunto a Richard un día mientras me mira fregar el suelo del templo.
(Él ha tenido suerte. Trabaja en la cocina y tan solo tiene que aparecer por allí una hora antes de la cena. Pero le gusta verme fregar el suelo del templo. Le hace gracia.)
-¿Por qué le das tantas vueltas a ese tema, Zampa? -Porque es un asco lo mal que lo hago.
-No será para tanto.
-No consigo tener la mente quieta.
-Acuérdate de lo que nos dice la gurú. Si te sientas con la intención pura de ponerte a meditar, lo que te pase a partir de ahí no es cosa tuya. Así que ¿por qué te ha dado por juzgar tu experiencia?
-Porque el yoga no puede ser como yo lo experimento.
-Zampa, cielo. No tienes ni la menor idea de lo que está sucediendo aquí. -Jamás tengo visiones ni experiencias trascendentes.
-¿Quieres ver colores bonitos? ¿O quieres saber la verdad sobre ti misma? ¿Cuál es tu intención?
-Cuando intento meditar, lo único que hago es discutir conmigo misma.
-Eso no es más que tu ego, que quiere mantener el control. Esa es precisamente la función del ego. Hacerte sentirte distinta, darte una sensación de dualidad, intentar convencerte de que eres imperfecta y defectuosa en lugar de un ser completo.
-Pero ¿eso de qué me sirve?
-No te sirve de nada. La función del ego no es servirte a ti. La única función del ego es tener el control. Y en este momento tu ego está aterrorizado, porque estás a punto de bajarlo de rango. Es un chico malo y sabe que como sigas con tu camino espiritual, nena, sus días están contados. Dentro de poco se va a quedar sin trabajo y será tu corazón el que tome todas las decisiones. Y ahora está en plena lucha por su vida; por eso juega con tu mente, para imponer su autoridad, encerrarte en una jaula y alejarte del resto del universo. No lo escuches.
-¿Qué se hace para no escucharlo?
-¿Alguna vez has intentado quitar un juguete a un niño pequeño? No les gusta nada, ¿verdad? Enseguida se ponen a gritar y patalear. La mejor manera de quitar un juguete a tm niño es distraerlo, darle otra cosa con la que jugar. Distraerlo. En lugar de intentar sacar pensamientos de tu mente por las malas, dale un juguete mejor para tenerla distraída. Algo más sano.
-¿Como qué?
-Como amor, Zampa. Amor puro y divino.
Se supone que ese momento de comunión divina es nuestra sesión de meditación diaria, pero últimamente entro ahí tan acobardada como mi perra cuando la llevaba a la consulta del veterinario (sabiendo que, por muy amigos que pareciésemos todos, le iban a acabar clavando un instrumento médico). Pero después de mi conversación con Richard el Texano esta mañana intento enfocar las cosas de otra manera. Me siento a meditar y le digo a mi mente: «Escucha. Sé que estás un poco asustada. Pero prometo que no quiero anularte. Sólo quiero darte un sitio para que descanses. Te quiero».
El otro día me dijo tm monje: «El lugar de descanso de la mente es el corazón. La mente se pasa el día oyendo campanadas, ruidos y discusiones, cuando lo único que anhela es tranquilidad. El único lugar donde la mente puede hallar la paz es en el silencio del corazón. Ahí es donde tienes que ir».
También estoy usando un mantra distinto. Es uno que ya he probado y me ha funcionado. Es sencillo; sólo tiene dos sílabas:
Hamsa.
En sánscrito significa: «Yo soy Eso».
Los yoghis dicen que Hamsa es el mantra más natural, el que Dios nos da a todos antes de nacer. Es el sonido de nuestra respiración. Ham al inhalar, sa al exhalar. (Ham, por cierto, se pronuncia suavemente, con la hache aspirada, jammm. Y la vocal de sa es larga: saaaa..) A lo largo de toda nuestra vida, cuando inhalamos o exhalamos aire, estamos repitiendo ese mantra. Yo soy Eso. Soy algo divino. Estoy con Dios. Soy una expresión de Dios. No soy distinta. No estoy sola. No soy una ilusión restringida de un individuo.
Hamsa siempre me ha parecido sencillo y relajante. Es más fácil meditar con él que con Om Namah Sivaya, el -por así decirlo- mantra «oficial» de este yoga. Pero el otro día hablé con un monje y me dijo que usara el Hamsa si me iba a servir para mejorar la meditación. Me dijo: «Para meditar debes usar aquello que produzca una revolución en tu mente».
Así que hoy me sentaré aquí con ese mantra.
Hamsa.
Yo soy Eso.
Me vienen pensamientos, pero procuro no prestarles atención, limitándome a decirles en un tono casi maternal: «Vengan, latosos, que ya los conozco... fuera a jugar... que mamá está escuchando a Dios».
Hamsa.
Yo soy Eso.
Me quedo dormida un rato. (O adormilada, o lo que sea. Al meditar, nunca se sabe si lo que se considera sueño realmente lo es o no; a veces es sólo otro nivel de conciencia.) Cuando me despierto, o lo que sea, noto una suave corriente eléctrica que me recorre el cuerpo en ondas azuladas. Me asusta un poco, pero también me deja asombrada. No sé qué hacer, así que tengo un diálogo interno con la energía. Le digo: «Creo en ti» y me responde magnificándose, aumentando de volumen. Ahora es increíblemente poderosa, como un secuestro de los sentidos. Me responde con un zumbido en la base de la columna. Noto una tensión en el cuello, que parece querer estirarse y retorcerse, así que le dejo hacerlo y me quedo sentada en una postura de lo más extraña: sentada muy recta, como una buena yogui, pero con el oído izquierdo pegado al hombro izquierdo. No sé por qué a mi cabeza y mi cuello les ha dado por ahí, pero no pienso discutir con ellos, porque están muy insistentes. La energía azul me sigue recorriendo el cuerpo y ahora oigo una especie de martilleo en los oídos tan fuerte que me da un ataque de pánico. Me asusta tanto que le digo: «¡Aún es pronto para esto!» y abro los ojos. De golpe, todo desaparece. Vuelvo a estar en una habitación, en un entorno conocido. Miro el reloj. Llevo aquí -o allá- casi una hora.
Estoy jadeando, literalmente, jadeando.
Para entender lo que fue esa experiencia, lo que sucedió ahí dentro («dentro de la cueva de la meditación» y «dentro de mí»), hay que sacar un tema algo esotérico y salvaje; es decir, el tema del kunda lini shakti.
Todas las religiones del mundo tienen un subconjunto de fieles que anhela una experiencia directa y trascendente con Dios, rechazando la lectura fundamentalista el estudio dogmático de las escrituras para buscar un encuentro personal con lo divino. Lo interesante de estos místicos es que, al describir sus experiencias, todos acaban describiendo exactamente el mismo suceso. Normalmente, su unión con Dios se produce en un estado meditativo y se canaliza a través de una fuente de energía que llena el cuerpo entero de una luz eléctrica y eufórica. Los japoneses llaman a esta luz el ki; los budistas chinos, el chi; los balineses, el taksu; los cristianos, el Espíritu Santo; los bosquimanos del desierto de Kalahari, el n/um (que sus curanderos describen como una energía que sube como una serpiente por la columna dorsal y taladra la cabeza para dejar entrar a los dioses). Los poetas sufíes islámicos llamaban a esa energía divina «El Venerado» y le escribían poesía piadosa. Los aborígenes australianos describen una serpiente que desciende del cielo y entra en el curandero, dándole un enorme poder sobrehumano. La cábala judía dice que esta unión con lo divino se produce en sucesivas etapas de ascensión espiritual, con una energía que asciende por la columna mediante una serie de meridianos invisibles.
Santa Teresa de Avila, la figura católica más mística, describe su unión con Dios como la ascensión física de una luz a través de las siete «moradas» de su ser, tras lo cual se presentaba como una explosión ante el ser supremo. Mediante la meditación entraba en un éxtasis místico tan profundo que sus compañeras monjas no le encontraban el pulso. Ella les rogaba que no contaran a nadie lo que habían presenciado, pues era tm suceso tan extraordinario que daría mucho que hablar. (Por no hablar de la posible intervención del tribunal de la Inquisición.) Lo más difícil, escribió la santa en sus memorias, es no emplear el intelecto durante la meditación, pues cualquier pensamiento de la mente -hasta la más fervorosa oración- apaga el fuego de Dios. Según santa Teresa, «en esta obra de espíritu quien menos piensa y quiere hacer hace más», porque, si la molesta mente empieza a componer discursos y soñar argumentos, tarda poco en darse aires de importancia. Pero, si se logra superar esos pensamientos y ascender hacia Dios, se llega a un «glorioso desatino», a una «celestial locura» que permite encontrar la verdadera sabiduría. Sin saberlo, santa Teresa decía lo mismo que el poeta sufí persa Hafiz, quien se preguntaba por qué, si Dios nos ama tantísimo, no estamos todos ebrios de amor. En Las moradas Teresa exclamaba que si esas experiencias divinas eran un arrebato de locura, entonces, «¡Oh, qué buena locura, si nos la diese Dios a todos!».
Casi da la sensación de que la última parte del libro la escribe conteniendo la respiración. Al leer a santa Teresa hoy, nos la imaginamos saliendo de esa experiencia delirante para darse de bruces con la represión política de la España medieval (uno de los regímenes religiosos más tiránicos de la historia), teniendo que disculparse sobria y obedientemente por haber tenido una vivencia tan intensa. Escribe pidiendo perdón por su «atrevimiento» y reitera que nadie debe prestar atención a su necia palabrería, pues, como «no tenemos letras las mujeres», somos comparables con «una alimaña» despreciable. Nos parece estarla viendo, alisándose los faldones del hábito de monja y remetiéndose los mechones sueltos del pelo, guardándose para ella el secreto divino de ese fuego oculto.
El yoga indio clásico llama a este secreto divino el kundalini shakti y lo representa como una serpiente que permanece enrollada en la base de la columna hasta quedar liberada por la mano de tm maestro, o por tm milagro, ascendiendo entonces a través de los siete chakras, o ruedas (que también podríamos llamar las siete mansiones del alma), hasta llegar a la cabeza, donde se produce la explosión de la unión con Dios. Estos chakras no existen en el cuerpo físico, según los yoguis, así que no es ahí donde deben buscarse; sólo existen en el cuerpo sutil, ese cuerpo al que se refieren los maestros budistas cuando animan a sus estudiantes a sacar de sí mismos un ser distinto del cuerpo físico, como si sacaran una espada de su vaina. Mi amigo Bob, que es estudiante de yoga y neurocientífico, me explicó lo mucho que le inquietaba la idea de los chakras, que habría que ver en una autopsia para poder creer en su existencia. Pero después de una experiencia meditativa particularmente trascendente empezó a entender el asunto de otra manera. Decía: «Igual que en la literatura existe una verdad literal y una verdad poética, en un ser humano también existe una anatomía literal y una anatomía poética. Una se ve; la otra, no. Una está hecha de huesos y dientes y carne; la otra está hecha de energía y memoria y fe. Pero ambas son igual de verdaderas».
Me gusta que la ciencia y la religión tengan puntos de intersección. Hace poco leí en el New York Times un artículo sobre un equipo de neurólogos que habían cableado el cerebro a un monje tibetano que se presentaba voluntariamente al experimento. Querían observar, desde el punto de vista científico, la conducta de un cerebro trascendente en un momento de iluminación. La mente de una persona que piensa con normalidad tiene un mecanismo en constante movimiento, una tormenta eléctrica de ideas e impulsos que el escáner registra en forma de manchas brillantes amarillas y rojas. Si el sujeto está furioso o agitado, las manchas rojas brillarán con mayor intensidad. Pero a lo largo del tiempo y en las culturas sucesivas los místicos siempre han descrito un momento de la meditación en que la mente se queda quieta y detallan el momento de la unión íntima con Dios como una luz azul que irradian desde el centro del cráneo. El yoga clásico llama a esto «la perla azul» y la meta de todo aspirante a místico es hallarla. Efectivamente, cuando escanearon al monje tibetano mientras meditaba, tenía la mente tan apaciguada que no aparecían manchas rojas ni amarillas. De hecho, toda la energía neuroló gica de este señor acabó concentrada en el centro de su cerebro -se veía perfectamente en el monitor-, formando una pequeña y nítida perla de color azul. Tal y como los yoguis la habían descrito siempre.
Éste es el destino del kundalini shakti.
La mística india tradicional y muchas de las culturas chama nísticas consideran que el kundalini shakti es una fuerza peligrosa para manejarla sin supervisión; un yogui inexperto podría volarse la cabeza con ella literalmente. Hace falta un maestro -un gurú- para guiarte por esta senda y, en el mejor de los casos, un lugar seguro -un ashram- en el que practicarlo. Se dice que es la mano del gurú (en persona o mediante un encuentro más sobrenatural, como tm sueño) la que libera la energía kundalini presa en la base de la espina dorsal y le permite iniciar su viaje ascendente hacia Dios. Este momento de liberación se llama shaktipat, iniciación divina, y es el mayor don de un maestro iluminado. Tras ese contacto con el gurú el estudiante puede tardar años en lograr la iluminación, pero al menos ha iniciado el viaje. Ha liberado la energía.
Mi shaktipat, mi iniciación, fue hace dos años, cuando conocí a mi gurú en Nueva York. Fue durante un retiro en su ashram de los montes Catskill. Si he de ser sincera, no noté nada especial. Medio esperaba tener un encuentro resplandeciente con Dios, algo así como un relámpago azul o una visión profétdca, pero al buscar efectos especiales en mi cuerpo, lo único que noté fue que tenía un poco de hambre, como siempre. Recuerdo haber pensado que no debía tener la fe suficiente como para experimentar algo tan salvaje como un kundalini shakti liberado. Pensé que era demasiado cerebral, poco intuitiva y que mi senda espiritual tendría que ser más intelectual que esotérica. Rezaría, leería libros, tendría ideas interesantes, pero no lograría ascender a la felicidad meditativa que describe santa Teresa. Aunque me daba igual, porque me seguía gustando meditar. El kundalini shakti no era lo mío y punto.
Al día siguiente, sin embargo, me pasó una cosa interesante. Nos volvimos a reunir con la gurú para que nos guiara en nuestra meditación. En medio de la historia yo me quedé dormida (o algo parecido) y tuve un sueño. Me veía en una playa ante el mar. Las olas eran enormes y terroríficas y cada vez había más. De repente un hombre aparecía a mi lado. Era el maestro de la gurú, un yogui poderoso al que me referiré como Swamiji (que significa «monje venerado» en sánscrito). Swamiji había muerto en 1982 y yo sólo lo había visto en las fotos que había por el ashram. Cuando lo miraba -he de admitirlo-, siempre me parecía un tipo bastante temible, demasiado poderoso, demasiado candente para mi gusto. Desde el primer momento había procurado huir de él, huir de sus ojos penetrantes, que parecían mirarme desde la pared. Me abrumaba, la verdad. No era mi tipo de gurú. Siempre había preferido a mi hermosa maestra, una mujer sensible, femenina y que, además, estaba viva, a aquel personaje difunto, pero terrorífico.
Pero Swamiji se me había aparecido en sueños; lo tenía a mi lado en la playa en plena posesión de su energía. Lo miré aterrorizada. El señaló hacia las olas y dijo con voz seria: «Quiero que me digas qué se puede hacer para frenar eso». En pleno ataque de pánico yo sacaba un cuaderno y me ponía a dibujar inventos para impedir avanzar las olas del océano. Dibujaba enormes diques y canales y presas. Pero todos mis diseños eran estúpidos e inútiles. Sabía perfectamente que aquello me rebasaba (¡no soy ingeniera!), pero tenía a Swamiji mirándome, impaciente y severo. Al final acabé rindiéndome. Ninguno de mis inventos era lo bastante inteligente, ni lo bastante fuerte, como para evitar el ímpetu de las olas.
Fue entonces cuando oí reírse a Swamiji. Miré a aquel hombrecillo indio vestido de naranja y me di cuenta de que se estaba tronchando de la risa, estaba literalmente doblado, restregándose los ojos para secarse las lágrimas.
-Dime, querida mía -me dijo, señalando hacia el océano colosal, poderoso, interminable y agitado-. Dime una cosa si eres tan amable. ¿Cómo, exactamente, pensabas parar eso?
Llevo dos noches seguidas soñando que entra una serpiente en mi habitación. He leído que es señal de buena suerte espiritual (y no sólo en las religiones orientales; san Ignacio tuvo visiones de serpientes en todas sus experiencias místicas), hecho que no impide que las serpientes den miedo y parezcan de verdad. Últimamente, me despierto sudando. Y lo que es peor: cuando ya estoy despierta, mi mente me juega malas pasadas, haciéndome sentir un pánico que no recordaba desde los peores años del divorcio. No hago más que pensar en mi matrimonio fracasado, en la vergüenza y la furia latentes que aún me quedan. Para colmo, estoy pensando en David otra vez. Discuto mentalmente con él; estoy furiosa y sola y recuerdo todas las maldades que me dijo o me hizo. Además, no puedo dejar de pensar en la felicidad que vivimos juntos, en la delirante emoción de los buenos momentos. Tengo que controlarme para no levantarme de esta cama de un salto y llamarlo desde India en mitad de la noche para -no lo tengo muy claro- acabar colgándole el teléfono probablemente. O rogarle que vuelva a quererme. O leerle una acusación feroz donde enumero todos los defectos de su carácter.
¿Por qué estoy acordándome de este tema otra vez?
Ya sé lo que me dirían todos los veteranos del ashram. Me dirían que es perfectamente normal, que todo el mundo pasa por esto, que la meditación profunda lo hace aflorar todo, que sirve para librarte de los «demonios residuales»... Pero estoy en un estado tan sensible que no me da la gana de tragarme ese rollo y me resbalan las típicas teorías hippies de esta gente. Ya me doy cuenta de que me aflora todo, muchas gracias. Como me afloran las ganas de vomitar. Igual.
No sé muy bien cómo, pero logro quedarme dormida otra vez y, mira por dónde, tengo otro sueño. Esta vez no es una serpiente, sino un perro grandullón y malvado que me persigue y me dice: «Te voy a matar. ¡Te voy a matar y te voy a comer!».
Me despierto llorando y temblando. No quiero molestar a mis compañeras de habitación, así que voy a esconderme al cuarto de baño. ¡El maldito cuarto de baño de siempre! Santo Dios, aquí estoy en un cuarto de baño otra vez, en mitad de la noche otra vez, tirada en el suelo otra vez, llorando de lo sola que estoy. ¡Qué harta estoy de este mundo tan frío y de sus horribles cuartos de baño!
Al ver que no paro de llorar, me hago con un cuaderno y un bolígrafo (el último refugio del granuja) y me siento junto al retrete una vez más. Encuentro una página en blanco y escribo mi petición de ayuda de siempre:
«Necesito tu ayuda».
Suelto un profundo suspiro al ver que, escribiendo con mi letra, esa gran amiga mía (¿quién será?) acude lealmente a rescatarme:
-Aquí estoy. No hay ningún problema. Te quiero. Nunca te abandonaré...
La meditación de la mañana siguiente es un desastre. Desesperada, le suplico a mi mente que se quite de en medio y me deje encontrarme con Dios, pero me lanza una mirada implacable y me dice: «Jamás te voy a dejar que me pases por alto».
Me paso todo el día tan furiosa y llena de odio que temo por la vida de cualquiera que se me cruce en el camino. Le doy un bufido a una pobre mujer alemana que no habla bien inglés y no me entiende cuando le digo dónde hay una librería. Me avergüenzo tanto de mi ataque de furia que me escondo en un cuarto de baño (¡otro!) donde rompo a llorar, pero me indigno conmigo misma por llorar, porque la gurú me ha dicho que debo procurar no venirme abajo sin parar para no convertirlo en una mala costumbre... Pero ¿ella qué sabrá? Es una iluminada. No me puede ayudar. No me entiende.
No quiero que nadie me dirija la palabra. Ahora mismo no soporto ver la cara de nadie. Hasta logro dar esquinazo a Richard el Texano, pero a la hora de cenar me ve y se sienta -el muy vahen te- en mitad de mi nube negra de autofobia.
-¿Por qué estás tan rarita? -me pregunta, hablando con un palillo en la boca, como siempre.
-Qué más te da -le digo antes de contarle todo el rollo entero, de principio a fin, acabando con-: Y lo peor de todo es que me he vuelto a obsesionar con David. Creía que se me había pasado, pero no hago más que acordarme.
-Date seis meses más -me aconseja-. Y ya verás cómo se te pasa.
-Ya me he dado doce meses, Richard.
-Pues date seis meses más. Echale meses, de seis en seis, hasta que se te pase. Estas cosas llevan tiempo. Resoplo sonoramente por la nariz, como un toro.
-Zampa, escúchame -me dice Richard-. Un día de éstos vas a recordar esta época de tu vida como un dulce momento de tristeza. Entenderás que, estando de duelo y teniendo roto el corazón, estás en el mejor sitio posible para cambiar tu vida. En un hermoso lugar dedicado a la devoción y en un estado de gracia. Vive este momento minuto a minuto. Deja que las cosas se arreglen solas aquí, en India.
-Pero es que lo quería de verdad.
-Pues mira qué bien. Querías a no sé quién. ¿No sabes cómo funciona ese tema? El tipo ése te ha tocado una parte del corazón que no sabías ni que tenías. Vamos, te ha dejado tocada, nena. Pero ese amor que has sentido no es más que el comienzo. Casi ni lo has probado. Es sólo un amor mortal, pobre y chapucero. Ya verás como eres capaz de amar mucho más profundamente. Caray, Zampa, un día llegarás a querer al mundo entero. Ese es tu destino. No te rías.
-No me estoy riendo -le dije, llorando-. Y, por favor, no te rías de mí, pero creo que no consigo olvidarme de este tipo porque estaba convencida, en serio, de que David era mi alma gemela.
-Y probablemente lo fuera. Lo que te pasa es que no sabes lo que eso significa. La gente cree que tm alma gemela es la persona con la que encajas perfectamente, que es lo que quiere todo el mundo. Pero un alma gemela auténtica es un espejo, es la persona que te saca todo lo que tienes reprimido, que te hace volver la mirada hacia dentro para que puedas cambiar tu vida. Una verdadera alma gemela es, seguramente, la persona más importante que vayas a conocer en tu vida, porque te tira abajo todos los muros y te despierta de un porrazo. Pero ¿vivir con un alma gemela para siempre? Ni hablar. Se pasa demasiado mal.
Un alma gemela llega a tu vida para quitarte un velo de los ojos y se marcha. Gracias a Dios. Pero a ti no te da la gana soltarlo. Esa historia se acabó, Zampa. La función de David era darte una sacudida, sacarte de ese matrimonio que no funcionaba, machacarte un poco el ego, hacerte ver tus obstáculos y adicciones, romperte el corazón para que te entrara la luz y desesperarte y hacerte descontrolar tanto que no te quedara más remedio que cambiar tu vida y luego presentarte a tu maestra espiritual y largarse con viento fresco. Ese era su cometido y lo ha hecho a la perfección, pero ya se acabó. Y a ti no te da la gana archivarla como una relación corta y punto. Eres como un perro en un vertedero. Venga a chupar una lata a ver si le sacas algo de alimento. Como sigas así, se te va a quedar el hocico metido en la lata y las vas a pasar mal. Así que olvídate del tema.
-Es que lo quiero.
-Pues quiérelo.
-Es que lo echo de menos.
-Pues échalo de menos. Mándale luz y amor cuando te acuerdes de él y olvídate del tema. Te da miedo deshacerte de los últimos trocitos de David, porque sabes que te vas a quedar muy sola y a Liz Gilbert le da pánico plantearse lo que le puede pasar si se queda sola. Pero tienes que entender una cosa, Zampa. Si liberas el hueco que tienes dedicado a obsesionarte con este tipo, te va a quedar tm vacío en la cabeza, un espacio abierto, una puerta. ¿Y a que no sabes lo que va a hacer el universo con esa puerta? Pues entrar por ella. Dios va a entrar en ti y te va a llenar de un amor que no has visto ni en tus mejores sueños. Deja de usar a David para bloquear esa puerta. Olvídate de ese tema.
-Pero me gustaría que David y yo...
-¿Lo ves? Eso es lo malo que tienes -me interrumpe-. Te gustan demasiadas cosas. Menos «gustar» y más «buscar», nena, que vas de culo y cuesta abajo.
Esa frase me hace soltar la primera carcajada del día.
-Pero ¿cuánto voy a tardar en dejar de sufrir? -pregunto a Richard. -¿Quieres que te dé una fecha exacta? -Sí.
-¿Qué quieres? ¿Marcarla con un círculo en el calendario? -Sí. -Te voy a decir una cosa, Zampa. Eres una manipuladora obsesiva.
La furia que me produce esa frase me consume como el fuego. ¿Manipuladora obsesiva? ¿Yo? No sé si dar a Richard una bofetada en respuesta por semejante insulto. Y entonces, de las profundidades de mi furia ofendida brota la verdad. La verdad inmediata, evidente y cómica.
Tiene toda la razón.
La furia me abandona tan aprisa como había llegado. -Tienes toda la razón -le digo.
-Sé muy bien que tengo toda la razón, nena. Mira, eres una mujer fuerte, que está acostumbrada a salirse con la suya y, como en tus últimas historias de amor no te has salido con la tuya, te has quedado atascada. Tu marido no hizo lo que tú esperabas de él y David, tampoco. Por una vez en la vida las cosas no salieron como tú querías. Y si hay algo que desquicia a una manipuladora es que las cosas no le salgan como ella quiere.
-No me llames manipuladora, por favor.
-Eres adicta al control, Zampa. Dale. ¿Nadie te lo ha dicho nunca, o qué?
(Pues... sí, la verdad. Pero, cuando te estás divorciando de un tipo, al final dejas de hacer caso a todas las cabronadas que te dice.)
Así que me callo y lo admito.
-De acuerdo, puede que tengas razón. Es posible que sea adicta al control. Lo que me sorprende es que te hayas dado cuenta. Porque no creo que se me note tanto. Vamos, la mayoría de la gente no se da cuenta nada más verme.
Richard el Texano suelta una carcajada tan grande que casi se le cae el palillo de la boca. -¿Ah, no? Nena, ¡hasta Ray Charles se daría cuenta!
-Ok, pues ya no quiero hablar del tema, gracias.
-A ver si aprendes a dejar que las cosas pasen tranquilamente, Zampa. Como sigas así, te vas a poner enferma de verdad. No vas a volver a dormir bien en tu vida. Te vas a pasar las noches dando vueltas en la cama, reariminándote por ser un desastre. ¿Quéme pasa? ¿Cómo es posible que no me vaya bien con ningún tipo? ¿Por qué me salen las cosas tan mal? A ver, confiésamelo. Seguro que anoche te pasaste las horas muertas pensando justo eso.
-Oye, Richard, ya para -le pido-. A ver si dejas de darte paseos por mi cabeza.
-Pues cierra la puerta, entonces -dice mi gran yogui el Texano.
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COMER REZAR AMAR
RomanceDespués de un divorcio traumático seguido de un desengaño amoroso u en plena crisis emocional y espiritual, Elizabeth Gilbert decide empezar de nuevo y emprende un largo viaje que la llevara sucesivamente a Italia, Indonesia e India tres escalas geo...