Casi no pego ojo en toda la noche. No tengo costumbre de trasnochar, me martillea la música de la discoteca en la cabeza, el pelo me huele a tabaco y el estómago se me queja de tanto alcohol. Me quedo adormilada y me despierto cuando sale el sol, como siempre. Pero esta mañana no estoy tranquila ni me siento en paz conmigo misma y, desde luego, no estoy en condiciones para ponerme a meditar. ¿Por qué estoy tan nerviosa? Ha sido una noche divertida, ¿no? He conocido gente interesante, me he puesto mi vestido, he bailado, he coqueteado con hombres... HOMBRES.
Cuanto más pienso en esa palabra, más frenética me pongo, hasta rozar el pánico. Ya no sé cómo se hace esto. Entre los 15 y los 25 he sido la coqueta más valiente y desvergonzada del mundo. Me parece recordar que era divertido eso de conocer a un muchacho, atraerlo lentamente, lanzándole indirectas y provocaciones veladas sin la menor cautela ni temor a las consecuencias.
Pero ahora sólo siento pánico e incertidumbre. Me pongo a pensar y convierto la noche en algo mucho más grande de lo que ha sido, viéndome emparejada con un galés que no me ha dado ni su email. Imagino nuestro futuro juntos, incluyendo las discusiones porque el fuma. Me planteo si entregarme a un hombre puede acabar destrozándome el viaje, el trabajo, la vida... Por otra parte, algo de romanticismo estaría bien. Llevo una larga temporada de sequía. (Recuerdo que Richard el Texano, hablando de mi vida amorosa, me dijo un día: «Tienes un problema de sequía, nena. Tienes que buscarte un aguador».) Me imagino a Ian viniendo a verme en su moto, con su torso musculoso de experto en minas, haciéndome el amor en mi jardín y me parece una idea muy agradable. Pero esta idea tan atractiva se convierte en un chirrido que acaba en un frenazo en seco, porque no quiero que nadie me vuelva a romper el corazón. Y entonces echo de menos a David, acordándome de él como hacía meses que no me acordaba y pensando: Debería llamarlo para ver si quiere volver a intentarlo. (Entonces recibo un mensaje telepático muy preciso de mi amigo Richard, que me dice: Una idea genial, Zampa. ¿Quépasa que te hiciste una lobotomía anoche aparte de tomarte unas copitas de más?) En pocos minutos paso de elucubrar sobre David a obsesionarme (como en los viejos tiempos) con mi ex marido, mi divorcio...
Pero ¿ese tema no lo habíamos liquidado ya, Zampa?
Y entonces me da por pensar en Felipe, el brasileño guapo y mayor. Es simpático. Felipe. Dice que soy joven y guapa y que lo voy a pasar muy bien en Bali. Tiene razón, ¿no? Debería relajarme y pasarlo bien, ¿no? Pero esta mañana no acabo de verle la gracia al asunto.
Se me ha olvidado cómo se hacía esto. -¿Qué es esta vida? ¿Tú la entiendes? Yo, no. La, que dice esto es Wayan.
Estoy en su restaurante, tomando su delicioso y nutritivo almuerzo multivitamínico especial para ver si me ayuda a quitarme la resaca y la ansiedad. También está Armenia la brasileña que, como siempre, se deja caer por el centro estético antes de irse a casa a descansar del último balneario.
Wayan acaba de enterarse de que le van renovar el contrato de la tienda a finales de agosto -dentro de tres meses-, pero que le suben el alquiler. Es casi seguro que se va a tener que ir otra vez, porque no tiene dinero para quedarse. Lo malo es que sólo tiene cincuenta dólares en el banco y no sabe adonde ir. Mudarse implica cambiar a Tutti de colegio otra vez. Tienen que buscarse una casa, una casa de verdad. Es absurdo que una balinesa viva así.
-¿Por qué nunca termina el sufrimiento? -nos pregunta Wayan.
No está llorando. Se limita a hacer una pregunta sencilla, insondable y eterna.
-¿Por qué todo siempre es lo mismo, mismo, mismo, sin final, sin descanso? Trabajas mucho un día, pero mañana sólo puedes trabajar otra vez. Comes, pero al otro día ya tienes hambre. Tienes amor y el amor se va. Naces sin nada, sin reloj, sin camiseta. Eres joven y pronto eres vieja. Trabajas mucho, pero igual eres vieja.
-Armenia, no -bromeo-. Ella no envejece, mírala.
-Porque ella es brasileña -dice Wayan, que va descubriendo cómo funciona el mundo.
Todas nos reímos, pero es un humor casi carcelario, porque la situación de Wayan no tiene ni pizca de gracia. Estos son los datos: madre soltera, hija precoz, pequeño negocio, pobreza inminente, posibilidad de quedarse en la calle. ¿Qué solución le queda? Obviamente, no puede irse con la familia de su marido. Sus padres son campesinos pobres que viven en mitad del campo. Si se va a vivir con ellos, tendrá que abandonar su consulta, porque perderá a los pacientes. Y por supuesto, Tutti se quedará sin estudiar para poder ir algún día a la universidad de las doctoras de animales.
Además, hay que tener en cuenta otra serie de factores. ¿Quiénes eran las dos niñas tímidas a las que vi el primer día, escondiéndose de mí en la cocina? Resulta que son un par de huérfanas a las que ha adoptado Wayan. Las dos se llaman Ketut (para complicar aún más el asunto de los nombres que salen en este libro) y las llamamos Ketut Grande y Ketut Pequeña. Hace unos meses Wayan las vio pidiendo limosna en el mercado, medio muertas de hambre. Las había abandonado una tipa que parece sacada de una novela de Dickens, una mujer -puede que sea pariente suya- que es una especie de proxeneta de niños mendigos. Parece ser que los deposita en los marcados de Bali por la mañana y pasa a buscarlos por la noche en una camioneta, quedándose con el dinero que han sacado y llevándoselos a dormir a una choza. Cuando Wayan se las trajo a casa, llevaban días sin comer, tenían piojos, parásitos y de todo. Dice que la más pequeña tendrá unos 10 años y la mayor puede que tenga 13. Ellas no lo saben, como tampoco saben su apellido. (Lo único que recuerda Ketut Pequeña es que nació el mismo año que «el cerdo grande» de su pueblo, pero eso no nos ha sido de mucha ayuda.) Wayan las ha adoptado y las cuida con el mismo cariño que a su querida Tutti. Duermen las cuatro juntas en el colchón de la habitación que hay al fondo de la tienda.
El hecho de que una madre balinesa soltera que está al borde del desalojo decida adoptar a dos niñas recogidas de la calle es algo que supera ampliamente mi concepto de la compasión.
Quiero ayudarlas.
Ahora lo entiendo. Ahora entiendo ese estremecimiento tan tremendo que sentí al conocer a Wayan. Quería ayudar a esta madre soltera con una hija y dos huérfanas adoptadas. Quería proporcionarles una vida mejor. Lo malo era que no sabía cómo hacerlo. Pero hoy, mientras Wayan, Armenia y yo comemos, hablando de lo de siempre y haciendo bromas, miro a la pequeña Tutti y veo que está haciendo una cosa bastante rara. Se pasea por la tienda con un bonito baldosín azul cobalto en las manos, que lleva vueltas hacia arriba, mientras repite una especie de cántico. Me dedico a contemplarla para ver en qué consiste el tema. Pasa un buen rato jugando con el baldosín, lanzándolo al aire, diciéndole y cantándole cosas, empujándolo por el suelo como un coche de juguete. Al final se sienta encima de él en una esquina de la habitación, callada, con los ojos cerrados, canturreando sin parar, metida en una burbuja místico, invisible y sólo suya.
Pregunto a Wayan de qué va el tema. Me dice que Tutti se encontró el baldosín en un hotel de lujo que están construyendo en el barrio. Desde entonces lo había convertido en una especie de fetiche y no hacía más que decir a su madre: «Si alguna vez tenemos una casa, podemos ponerle un suelo azul tan bonito como éste». Según Wayan, Tutti se pasa horas sentada encima de ese diminuto azulejo azul con los ojos cerrados, jugando a que está en su casa nueva.
¿Qué más puedo decir? Cuando me entero de la historia, miro a Tutti, que sigue ensimismada con el azulejo, y digo: Se acabó.
Y me despido de todas ellas, marchándome de la tienda para solucionar este asunto intolerable de una vez por todas.
Wayan me contó un día que cuando cura a un paciente se siente una mediadora del amor de Dios y que sabe lo que tiene que hacer sin pensarlo. Su intelecto se detiene, dando paso a la intuición y a un estado de gracia divina que le da plena seguridad en sí misma. Según dice, «es un viento que viene y me mueve las manos».
Puede que sea ese viento el que me saca de la tienda de Wayan, quitándome de un soplido la resaca y el estrés por la reaparición de los hombres en mi vida, guiándome hacia el cibercafé de Ubud, donde me siento y escribo -todo seguido, sin pararme a pensar- un correo electrónico para pedir fondos a todos los amigos que tengo repartidos por el mundo.
Les recuerdo a todos que mi cumpleaños es en julio y que voy a cumplir 3 5 años. Les cuento que no tengo absolutamente ningún antojo ni necesidad y que no me he sentido más feliz en mi vida. Les digo que, si estuviera en Nueva York, estaría organizando una fiesta de cumpleaños' enorme y frivola a la que todos tendrían que ir con regalos y botellas de vino y que toda la historia sería ridiculamente cara. Por tanto, les explico, les va a salir mucho más barato el hermoso gesto de hacer una donación para que una mujer indonesia llamada Wayan Nuriyashi se pueda comprar una casa en la que poder vivir con sus hijas.
Entonces les cuento la historia de Wayan, Tutti y las huérfanas, explicándoles la situación en que se encuentran. Les aseguro que yo voy a donar una cifra equivalente a la que logre recaudar, sea cual sea. Sé que son muchos los que sufren anónimamente en este mundo arrasado por las guerras, les explico, y sé que todos tenemos nuestras necesidades, pero ¿no es mejor hacer algo si se puede? Este pequeño grupo de personas se había convertido en mi familia en Bali y a la familia hay que cuidarla. Cuando iba a firmar el correo colectivo, recordé una cosa que me había dicho Susan hacía nueve meses antes de marcharme a recorrer el mundo. Temiéndose que no me iba a volver a ver, me dijo: «Te conozco, Liz. Seguro que te enamoras y acabas comprándote una casa en Bali».
Menuda Nostradamus es Susan.
Cuando abrí mi correo electrónico a la mañana siguiente, ya había recaudado 700 dólares. Al día siguiente las donaciones superaron los ahorros que yo tenía disponibles.
No voy a contar detalladamente cómo fue la semana ni pretendo explicar qué se siente al abrir todos los días un aluvión de emails del mundo entero, diciendo «¡Cuenta conmigo!». Todo el mundo ponía algo. Hasta los que estaban arruinados o endeudados daban algo sin dudarlo ni un instante. Una de las primeras en responder fue la de la novia de mi peluquero -que le había reenviado mi carta- con una donación de 15 dólares. El puñetero de mi amigo John no pudo evitar hacer el típico comentario irónico sobre lo larga, cursi y sensiblera que era mi carta («Oye, la próxima vez que te dé por montarte el cuento de la lechera procura que sea leche condensada, ¿De acuerdo?), pero también puso dinero, eso sí. El novio nuevo de mi amiga Annie (un banquero de Wall Street al que yo ni conocía) se ofreció para doblar la cantidad final. Entonces el correo empezó a viajar por los ordenadores del mundo y me llegaban donaciones de gente a la que no conocía de nada. Fue un desbordamiento de generosidad global. Para no extenderme más diré que -siete días después de haber enviado la petición- entre mis amigos, mis familiares y un montón de desconocidos del mundo entero logré reunir casi 18.000 dólares para comprar a Wayan Nuriyashi una casa.
Estoy convencida de que fue Tutti la que produjo el milagro con la fuerza de sus oraciones, logrando que ese baldosín azul suyo creciera -como el cuento de Juan y las habichuelas mágicas- hasta convertirse en una casa donde poder vivir sin apuros con su madre y las dos niñas huérfanas.
Ah, una última cosa. Me da vergüenza admitir que fue mi amigo Bob, no yo, quien reparó en la obviedad de que tutti en italiano significa «todos». ¿Cómo era posible que no me hubiera dado cuenta? ¡Con la de meses que había pasado en Roma! El caso es que no se me ocurrió relacionarlo. Ha sido Bob, que vive en Utah, el que lo ha descubierto. En el correo que me mandaba la semana pasada se comprometía a poner dinero para la casa, diciendo: «Es como un cuento con moraleja, ¿no? Cuando te lanzas al mundo para ver si arreglas tu vida, al final acabas ayudando a... Tutti».
No quiero contárselo a Wayan hasta que haya logrado reunir todo el dinero. Es difícil guardar un secreto tan importante como éste, con lo mucho que le preocupa su futuro, pero no quiero darle esperanzas hasta que sea oficial. Así que aguanto una semana entera sin contarle mis planes y para entretenerme salgo a cenar casi todas las noches con Felipe el brasileño, al que no parece importarle que sólo tenga un vestido elegante.
Me parece que me gusta. Después de salir unas cuantas veces a cenar con él estoy bastante segura de que me gusta. Es bastante más de lo que parece este «cabronazo» -como él se llama- que conoce a todo Ubud y parece el alma de todas las fiestas. Un día pregunto a Armenia por él. Hace bastante que se conocen.
-El tal Felipe... es más persona que los demás, ¿no? -le pregunto-. Es más complicado de lo que parece, ¿verdad?
-Ah, sí -me contesta-. Es un hombre bueno y amable. Pero ha pasado por un divorcio difícil. Creo que se ha venido a Bali para recuperarse.
Anda. Pues es un tema del que no me ha contado nada.
Pero tiene 52 años. ¿Será que he llegado a una edad en la que un hombre de 52 años está en el terreno de lo posible? El caso es que me gusta. Tiene el pelo plateado y está perdiendo pelo, pero con un atractivo aire picasiano. En su cara de piel suave destacan sus amables ojos castaños y, además, huele maravillosamente. Es un hombre de verdad, por así decirlo. El macho adulto de la especie, lo que supone toda una novedad para mí.
Lleva unos cinco años viviendo en Bali. Importa piedras preciosas de Brasil, que los artesanos locales engastan en plata para venderlas en Estados Unidos. Me gusta el hecho de que pasara casi veinte años fielmente casados antes de que su matrimonio se fuese al garete por serie de motivos bastante complicados. También me gusta saber que tenga hijos, a los que ha sabido educar y que lo quieren mucho. Además, fue él quien se quedó en casa cuidando de sus hijos mientras su esposa australiana trabajaba. (Es un buen marido feminista, según dice, «que quería estar en el bando correcto de la historia social».) Otra cosa que me gusta es lo cariñoso que es y esa espontaneidad brasileña que tiene. Cuando su hijo australiano cumplió 14 años, no le quedó más remedio que decirle: «Papá, ahora que tengo 14, mejor que no me des un beso en la boca cuando me llevas al colegio».) También le admiro por hablar perfectamente cuatro idiomas o más. (Dice que no sabe indonesio, pero le oigo hablarlo a todas horas.) Me gusta saber que ha viajado por más de cincuenta países en su vida y que el mundo le parece un sitio pequeño y fácilmente manejable. Me gusta cómo me escucha, acercándose, interrumpiéndome sólo cuando me interrumpo a mí misma para preguntarle si le estoy aburriendo, a lo que siempre me contesta: «Tengo todo el tiempo del mundo, cielito mío». Y me gusta que me llame «cielito mío». (Aunque a la camarera se lo diga también.)
La última noche que lo vi me dijo:
-¿Por qué no te buscas un amante mientras estés en Bali, Liz?
En su honor diré que no se refería a sí mismo aunque tampoco creo que le hiciese ascos al tema. Me asegura que Ian -el galés guapete- hace buena pareja conmigo, pero tiene más candidatos. Dice que conoce a un cocinero neoyorquino «un tipo alto, musculoso y seguro de sí mismo» que me gustaría. La verdad es que en Bali hay todo tipo de hombres que se dejan caer por Ubud, trotamundos que vienen a esta comunidad de «apátridas sin fortuna», según los llama Felipe, muchos de los cuales estarían dispuestos a proporcionarme «un verano de lo más agradable, cielito mío».
-Me parece que aún no me ha llegado el momento -sentencio-. Me da pereza todo el tema del amor, ¿me entiendes? No me apetece tener que afeitarme las piernas todos los días ni tener que enseñarle el cuerpo al enésimo amante. No quiero ponerme a contar mi vida a nadie ni preocuparme por si me quedo embarazada. Además, puede que ya no sepa hacerlo. Creo que tenía más claro lo del sexo y el amor a los 16 que ahora.
-Pues claro -me dice Felipe-. Entonces eras joven y estúpida. Sólo los jóvenes estúpidos tienen claro lo del sexo y el amor. ¿Tú crees que alguno de nosotros sabe lo que hace? ¿Crees que los seres humanos pueden quererse sin complicaciones? Deberías ver cómo funciona la cosa aquí en Bali, cariño. Los hombres occidentales vienen aquí huyendo de sus siniestras vidas familiares y, hartos de las mujeres occidentales, se casan con una jovencita balinesa dulce y obediente. Una chica así de guapa tiene que hacerles felices y darles buena vida. Pero yo siempre les digo lo mismo: Buena suerte. Porque, aunque sea joven y balinesa, es una mujer. Y él es un hombre. Son dos seres humanos intentando convivir y eso siempre se complica. El amor es complicado siempre. Pero las personas tienen que procurar amarse, cariño. A veces te toca que te rompan en corazón. Es una buena señal, que te rompan el corazón. Quiere decir que has hecho un esfuerzo.
-A mí me lo rompieron tanto la última vez que aún me duele -le digo-. ¿No es una locura? ¿Tener el corazón roto casi dos años después de que se acabe una historia?
-Cariño, yo soy del sur de Brasil. Puedo pasarme diez años con el corazón destrozado por una mujer a la que no he llegado a besar.
Hablamos de nuestros matrimonios y divorcios, pero no en plan amargado, sino para consolarnos. Comparamos los correspondientes abismos a los que llegamos durante la depresión poste
rior al divorcio. Bebemos vino, comemos bien y nos contamos uno al otro alguna anécdota cariñosa de nuestros respectivos ex cónyuges para quitar hierro a la conversación.
-¿Quieres hacer algo conmigo este fin de semana? -me pregunta.
Y le contesto que sí, que me gustaría. Y la verdad es que me apetece.
De las noches en que me ha llevado a casa, ha habido dos en que Felipe se ha acercado a mí en el coche para darme un beso de despedida y las dos veces he hecho lo mismo. Acercándome, agacho la cabeza en el último momento y le apoyo la mejilla en el pecho, dejándole que me abrace durante unos segundos. De hecho, más tiempo del habitual para dos amigos. Noto cómo me acerca la cara al pelo mientras yo le apoyo la cabeza en alguna parte del esternón. Huelo su suave camisa de algodón. Me gusta mucho cómo huele. Tiene los brazos fuertes y el torso ancho. En Brasil fue campeón de atletismo. Eso fue en 1969, el año en que yo nací, pero en fin. Se nota que tiene un cuerpo fuerte.
Lo de agacharme cada vez que me quiere besar es como si me escondiera. Estoy huyendo de un simple beso de buenas noches. Aunque, por otra parte, no me escondo. Dejándole que me abrace durante un buen rato al final de la noche, estoy dejando que alguien me toque.
Y eso hacía mucho tiempo que no me pasaba.
-¿Qué opinas tú del romanticismo? -pregunto a Ketut, mi viejo amigo el curandero.
-¿Qué es eso, el romanticismo? -me contesta. -Déjalo, da igual.
-No, dime qué es. ¿Qué es esa palabra? -El romanticismo es el amor entre un hombre y una mujer. O entre dos hombres, o entre dos mujeres. Todo eso de los besos y el sexo y el matrimonio... Esas historias.
-Yo no he tenido sexo con muchas personas, Liss. Sólo con mi mujer. -Sólo tengo -una. Y Nyomo, -Nyomo no es mi mujer -me explica, típico de Bali.
Y me explica que al cultivo del arroz, no, que le dio tres tener ninguno, así que Ketut para tener un tuvo que empezar a nada entre las casas del cuñado y a los hijos tió en la esposa balinesa gaba de la liturgia tacto sexual.
-¿Por qué no? -¡Demasiado v Entonces llama a dice que la señora relación sexual. Nyomo Se acerca y me da un -Yo sólo tuve -¿La echas de Sonríe con -Le llegó el cuentro mi mujer. amo.
-¿En qué año qué edad tienes..?
-No lo sé -m (Cosa que. de Creo que estamos a
-Yo amo a buen carácter esta bres.
-Tienes razón. No son muchas. Pero ¿te refieres a tu primera mujer o a la segunda?
-Sólo tengo una mujer, Liss. Pero ya murió.
-Y Nyomo, ¿qué?
-Nyomo no es mi mujer de verdad, Liss. Es mujer de mi hermano -me explica y, viendo mi gesto de sorpresa, añade-: Es típico de Bali.
Y me explica que su hermano mayor, un campesino dedicado al cultivo del arroz, vivía al lado de Ketut y estaba casado con Nyomo, que le dio tres hijos. Ketut y su mujer, en cambio, no pudieron tener ninguno, así que adoptaron uno de los hijos del hermano de Ketut para tener un heredero. Al morir la mujer de Ketut, Nyomo tuvo que empezar a cuidar de los dos hermanos, dividiendo su jornada entre las casas de los dos, atendiendo tanto a su marido como a su cuñado y a los hijos de ambos. A todos los efectos, se convirtió en la esposa balinesa de Ketut (cocinaba, limpiaba y se encargaba de la liturgia religiosa doméstica), pero sin ningún tipo de contacto sexual.
-¿Por qué no? -le pregunto.
-¡Demasiado VIEJOS! -exclama.
Entonces llama a Nyomo para que se lo pregunte a ella y le dice que la señora americana quiere saber por qué no tienen una relación sexual. Nyomo casi se muere del ataque de risa que le da. Se acerca y me da un buen puñetazo en el brazo.
-Yo sólo tuve una mujer -insiste Ketut-. Y murió.
-¿La echas de menos?
Sonríe con tristeza.
-Le llegó el momento de morir. Ahora te digo cómo yo encuentro mi mujer. Cuando tengo 27 años, conozco una mujer y la amo.
-¿En qué año fue? -le pregunto siempre ansiosa de saber qué edad tiene. -No lo sé -me dice-. ¿Tal vez en 1920?
(Cosa que, de ser cierta, le haría tener unos 112 años ahora. Creo que estamos a punto de resolver el enigma...)
-Yo amo a esta chica, Liss. Es muy hermosa. Pero no tiene buen carácter esta chica. Sólo busca el dinero. Va con otros hombres. Nunca dice la verdad. Creo que tenía una mente secreta dentro de la otra mente y allí no entra nadie. Un día ya no me quiere y se va con otro chico. Yo, muy triste. Con el corazón roto. Rezo y rezo a mis cuatro hermanos espirituales. Les pregunto por qué ella ya no me quiere. Entonces uno de ellos me dice la verdad. Me di
ce: «Ésta no es tu verdadera pareja. Ten paciencia». Y yo tengo paciencia y encuentro a mi mujer. Mujer hermosa, mujer buena. Siempre dulce conmigo. Nunca una discusión. Siempre hay armonía en nuestra casa, ella siempre sonrisa. Si no hay dinero en casa, ella siempre sonrisa. Siempre me dice que está contenta de verme. Cuando murió, yo muy triste en mi mente.
-¿Lloraste?
-Sólo un poco, con los ojos. Pero hago meditación para limpiar el cuerpo del dolor. Yo medito para ayudar a su alma. Muy triste, pero feliz también. En mi meditación la veo todos los días y la beso. Es la única mujer con la que yo tengo sexo. Así que no sé nada de la nueva palabra... ¿Cómo es la palabra de hoy?
-¿Romanticismo?
-Sí, eso. Yo no conozco el romanticismo, Liss.
-Así que no eres un experto en eso, ¿eh?
-¿Qué quiere decir experto? ¿Qué significa esa palabra?
Por fin me siento con Wayan y le cuento lo del dinero que he reunido para que se compre una casa. Le explico lo de mi cumpleaños, le enseño la lista con los nombres de mis amigos y le digo la cifra final que he logrado reunir: 80.000 dólares estadounidenses. Al principio se queda tan atónita que su rostro se convierte en una mueca de pánico. Es extraño, pero cierto que a veces una emoción intensa nos puede hacer reaccionar ante una noticia rompedora de un modo exactamente contrario al que parecería dictar la lógica. Así es el valor absoluto del sentimiento humano. Los sucesos alegres a veces aparecen en la escala de Richter como un trauma absoluto; otras veces, algo espantoso nos puede hacer soltar una carcajada. A Wayan le resultaba tan difícil asimilar la noticia, que la percibía más bien como algo triste. Por eso tuve que quedarme con ella durante varias horas, enseñándole las cifras una y otra vez, hasta que acabó aceptando la realidad.
Lo primero que consiguió decir (antes de echarse a llorar al darse cuenta de que iba a tener un jardín) fue lo siguiente, con un tono de mucha preocupación:
-Por favor, Liz, debes explicar a todos los que ponen el dinero que ésta no es la casa de Wayan. Es la casa de todos los que ayudan a Wayan. Si alguna de estas personas viene alguna vez a Bali, nunca van a un hotel, ¿De acuerdo? Tú les dices que vienen a mi casa, ¿Prometes decirlo? La llamamos Casa del Grupo... la Casa de Todos...
Entonces se da cuenta de que va a tener un jardín y se echa a llorar.
Después, a su ritmo, va descubriendo cosas aún mejores. Era como poner boca abajo un bolso del que salían todo tipo de cosas, sentimientos incluidos. Si tuviera una casa, ¡podría tener una pequeña biblioteca donde guardar sus manuales de medicina! ¡Y una botica para sus remedios tradicionales! ¡Y un restaurante auténtico con mesas y sillas de verdad (tuvo que vender sus mesas y sillas buenas para pagar al abogado que le llevó el divorcio). Si tuviera una casa, por fin podría salir en la lista del programa televisivo Lonely Planet, que quiere citarla, pero no puede, porque no tiene una dirección permanente que puedan dar. Si tuviera una casa, ¡Tutti podría hacer una fiesta de cumpleaños!
Al rato deja de pensar y se pone muy seria.
-¿Cómo puedo darte las gracias, Liz? Te doy cualquier cosa. Si tuviera un marido al que quisiera y tú necesitaras un hombre, te daría a mi marido.
-Quédate con tu marido, Wayan. Lo que tienes que hacer es asegurarte de que Tutti vaya a la universidad.
-¿Y qué haría yo si tú no hubieras venido a Bali?
Pero si yo siempre iba a venir. Recuerdo uno de mis poemas sufíes preferidos. Dice que, hace siglos, Dios dibujó un círculo en la arena justo donde está uno ahora. Nunca iba a dejar de venir. Eso no va a suceder.
-¿Dónde te vas a hacer la casa, Wayan? -le pregunto.
Como un niño que lleva años mirando un guante de béisbol en un escaparate, o una chica romántica que lleva desde los 13 diseñando su vestido de boda, resultó que Wayan sabía perfectamente dónde le gustaría tener la casa. Es en el centro de un pueblo cercano, con abastecimiento de agua y electricidad, un buen colegio para Tutti y bien situado para que sus pacientes y clientes vayan a su consulta a pie. Sus hermanos pueden ayudarla a construir la casa, según me dice. Menos el color de la pintura de su dormitorio, lo tiene casi todo pensado.
Vamos juntas a ver a un expatriado francés que es asesor financiero y experto en operaciones inmobiliarias, que tiene la amabilidad de indicarnos la mejor manera de transferir el dinero. Sugiere que lo mejor es que yo haga un giro telegráfico para pasar el dinero de mi cuenta a la de Wayan y que ella se compre la finca o la casa que quiera. Así me evitaré el lío de tener que registrar una propiedad en Indonesia. Si hago envíos nunca superiores a 10.000 dólares, el Departamento de Hacienda estadounidense y la CIA nunca pensarán que estoy lavando dinero procedente del narcotráfico.
A continuación vamos al pequeño banco de Wayan, cuyo director nos explica el modo de hacer un giro telegráfico. Al final, resumiendo perfectamente la situación, el director de banco dice:
-Mira, Wayan. En unos días, cuando te llegue la transferencia, tendrás en tu cuenta unos 180 millones de rupias.
Wayan y yo nos miramos y nos da un ataque de risa casi infantil. ¡Qué cantidad de dinero! Intentamos mantener la compostura, porque estamos en el elegante despacho de un director de banco, pero no podemos parar de reírnos. Salimos por la puerta como dos borrachas, agarrándonos para no caernos.
-¡Nunca he visto un milagro tan rápido! -exclama-. Paso mucho tiempo pidiendo a Dios ayuda para Wayan. Y Dios también pide a Liz ayuda para Wayan.
-¡Y Liz también pide a sus amigos ayuda para Wayan! -apostillo.
Cuando volvemos a la tienda, Tutti acaba de volver del colegio. Poniéndose de rodillas, Wayan agarra a la niña y le dice: -¡Una casa! ¡Una casa! ¡Tenemos una casa! Al oírlo, Tutti finge un desmayo maravilloso, desplomándose en el suelo como un personaje de dibujos animados.
Mientras las tres nos reímos, veo a las niñas huérfanas contemplando la escena desde la cocina y me doy cuenta de que me miran con algo semejante al... miedo. Mientras Wayan y Tutti dan saltos de alegría, me planteo lo que pueden estar pensando ellas. ¿Por qué estarán tan asustadas? ¿Temerán quedarse fuera de la historia? ¿O les doy miedo porque soy me ven capaz de sacar mucho dinero de debajo de las piedras? (Como es una cifra casi impensable, ¿creerán que hago magia negra?) Habiendo llevado una vida tan inestable como la de estas dos niñas, puede que cualquier cambio resulte terrorífico.
Cuando veo que los ánimos se apaciguan algo, pregunto a Wayan, sólo para cerciorarme:
-¿Qué pasa con Ketut Grande y Ketut Pequeña? ¿También son buenas noticias para ellas?
Wayan vuelve la cabeza hacia la cocina, donde están las niñas, y ve en sus caras el mismo temor que he visto yo, porque se acerca a ellas y las abraza y les susurra palabras tranquilizadoras con la boca pegada a sus cabezas. Al oírla, las niñas parecen relajarse. Entonces suena el teléfono y Wayan intenta apartarse de ellas, pero los brazos huesudos de las dos Ketut se agarran implacablemente a su madre extraoficial. Clavándole la cabeza en la tripa y las axilas, pasan muchos minutos en los que se niegan -con una ferocidad que no les he visto hasta ahora- a soltarla.
Mientras tanto, voy yo a contestar al teléfono.
-Centro de Medicina Balinesa Tradicional -digo-. ¡Vengan a vernos, que hay grandes rebajas por cierre del establecimiento!
El fin de semana vuelvo a quedar con Felipe el brasileño, dos veces. El sábado lo llevo a la tienda para que conozca a Wayan y las niñas. Tutti se pone a dibujarle casas y Wayan guiña provocativamente los ojos a sus espaldas, susurrando «¿Novio nuevo?» mientras yo sacudo la cabeza como diciendo «No, no, no». (Aunque tengo que reconocer que ya no me acuerdo de ese galés tan guapo.) También llevo a Felipe a conocer a Ketut, mi amigo el curandero, que le lee la mano y declara unas siete veces seguidas (mientras me mira fijamente con sus ojos penetrantes) que es «un hombre bueno, un hombre muy, muy bueno. No un hombre malo, Liss. Un hombre bueno».
El domingo Felipe me pregunta si me apetece pasar el día en la playa. Entonces caigo en la cuenta de que llevo dos meses en Bali sin haber visto la playa, cosa que me parece una idiotez absoluta, así que le digo que sí. Me pasa a buscar en su jeep y tardamos una hora en llegar a la playa de Pedangbai, que está en una pequeña cala escondida donde casi no van turistas. El sitio donde me lleva es lo más parecido al paraíso que he visto en mi vida, con agua azul y arena blanca y palmeras verdes que dan una sombra estupenda. Nos pasamos todo el día hablando, interrumpiendo nuestra charla sólo para bañarnos, echarnos la siesta o leer, a veces leyéndonos en voz alta uno al otro. En la playa hay un chiringuito donde unas mujeres balinesas nos preparan un pescado fresco a la plancha, que tomamos con cerveza fría y fruta helada. De pie entre las olas nos contamos los detalles de nuestra vida que se nos han escapado en estas últimas semanas, que hemos pasado en los restaurantes más tranquilos de Ubud, charlando mientras nos bebíamos una botella de vino tras otra.
A Felipe le gusta mi cuerpo, según me dice después de verlo en la playa por primera vez. Me cuenta que los brasileños tienen un término exacto para el tipo de cuerpo que tengo yo (ay, estos brasileños), que es magrafalsa, es decir, «delgada falsa». Lo usan para referirse a una mujer que parece flaca de lejos, pero de cerca resulta que es redondeada y carnosa, que en Brasil se considera bueno. Benditos sean los brasileños. Mientras hablamos tumbados en las toallas, Felipe a veces alarga el brazo y me quita unas motas de arena de la nariz o me aparta un mechón rebelde de la cara. Pasamos diez horas seguidas hablando sin parar. Cuando se hace de noche, recogemos nuestras cosas y nos vamos a dar un paseo por la oscura calle principal de aquel pueblecito pesquero balinés, caminando bajo las estrellas cogidos del brazo. Es entonces cuando Felipe el brasileño me pregunta con la mayor naturalidad del mundo (casi como si me preguntara si quiero comer algo): -¿Quieres tener algo conmigo, Liz? ¿Te apetece? Me gusta mucho cómo sucede esta parte de la historia. No empieza con un acto -el típico amago de beso o una valentonada-, sino con una pregunta. Y, además, es la pregunta correcta. Recuerdo lo que me dijo mi terapeuta hace más de un año antes de empezar este viaje. Le había contado que quería permanecer célibe durante el año entero que durase mi periplo, pero le pregunté con cierta preocupación:
-¿Y si conozco a un hombre que me gusta de verdad? ¿Qué hago? ¿Tengo algo con él o no? ¿Mantengo mi independencia? ¿O me doy el capricho de tener una historia de amor?
Con una sonrisa indulgente, mi terapeuta me contesta: -Mira, Liz. Todo esto deberías hablarlo en el momento oportuno con la persona implicada.
Pues aquí estoy, en el momento oportuno y con la persona implicada. Nos ponemos a hablar del tema, tranquilamente, mientras paseamos tranquilamente junto a la orilla del mar, cogidos del brazo como dos amigos.
-En circunstancias normales te diría que sí, Felipe -le explico-. Aunque tampoco sé muy bien cuáles serían esas circunstancias normales...
Los dos soltamos una carcajada. Pero después le explico los motivos por los que me cuesta decidirme. Pese a lo mucho que pueda disfrutar de entregarme en cuerpo y alma a un experto amante brasileño, una parte de mí me pide que me dedique totalmente a mí misma durante el año que va a durar mi viaje. En mi vida se está produciendo una transformación fundamental que precisa un espacio y un tiempo para llevarse a cabo como es debido. Soy como una tarta recién sacada del horno, que tiene que enfriarse antes de poder ponerle la última capa de azúcar. No quiero quedarme sin disfrutar de este periodo tan importante. No quiero volver a perder el control de mi vida.
Por supuesto, Felipe me dice que lo entiende, que haga lo que crea más conveniente y que espera que le perdone por haber sacado el tema. («Tarde o temprano tenía que preguntártelo, cielito mío.») Me asegura que, decida lo que decida, seguiremos siendo amigos, ya que a los dos parece habernos sentado muy bien el tiempo que hemos pasado juntos.
-Pero tienes que dejarme que te cuente mi punto de vista -me dice.
-Estás en tu derecho -le contesto.
-Para empezar, si te he entendido bien, estás dedicando este año a buscar el equilibrio entre la devoción y el placer. Te he visto muy entregada a los ejercicios espirituales, pero creo que el placer lo tienes bastante abandonado.
-En Italia comí mucha pasta, Felipe. -¿Pasta, Liz? ¿Pasta?
-De acuerdo. Tienes razón.
-Además, creo que sé lo que te preocupa de verdad. Temes que llegue otro hombre a tu vida y te lo quite todo. Pero yo no te voy a hacer eso, cariño. También llevo mucho tiempo solo y también he perdido mucho con el amor, como tú. No quiero que nos quitemos nada el uno al otro. Lo que me pasa es que nunca he estado tan a gusto con nadie como estoy contigo y me gustaría estar a tu lado. Tranquila, que no te voy a seguir a Nueva York cuando te vayas en septiembre. Y en cuanto a los motivos que me diste hace unas semanas para no querer tener un amante... pues te digo lo siguiente. Me da igual que no te afeites las piernas todos los días, adoro tu cuerpo, ya me has contado la historia de tu vida y no tienes que preocuparte por lo de quedarte embarazada, porque me he hecho la vasectomía.
-Felipe -le digo-, es la mejor propuesta que me ha hecho un hombre jamás. Y lo era. Pero le dije que no.
Me llevó a casa.. Al llegar a casa, en el coche nos dimos unos besos dulces, salados y arenosos, besos de haber pasado todo el día juntos en la playa. Fue maravilloso. Claro que sí. Pero volví a decirle que no.
Se marchó y yo me metí en la cama sola.
Durante toda mi vida las decisiones relativas a los hombres las he tomado muy deprisa. Siempre me he enamorado a toda velocidad sin tener en cuenta los posibles riesgos. Tiendo a ver sólo las cosas buenas de la gente, pero doy por hecho que todos estamos capacitados para llegar a la cima de nuestra capacidad sentimental. Me he enamorado incontables veces de la mejor versión de un hombre, no del hombre real, y después me dedico a esperar durante muchísimo tiempo (a veces una barbaridad) a que el hombre alcance su máximo potencial de grandeza. En el amor a menudo he sido una víctima de mi excesivo optimismo.
Me casé joven y apresuradamente, llena de amor y esperanza, pero sin haberme planteado en serio todo lo que implica un matrimonio. Nadie me aconsejó sobre el tema. Mis padres me enseñaron a ser independiente, autosuficiente y segura de mí misma. A los 24 años se esperaba de sí que tomara mis decisiones de manera autónoma. Como todos sabemos, las cosas no siempre fueron así. De haber nacido en cualquier otro siglo del patriarcado occidental, yo habría tenido que obedecer a mi padre, hasta que me entregase a mi marido, pasando a ser de su propiedad. Huelga decir que no habría tomado ninguna de las grandes decisiones de mi vida. Antaño mi padre le habría hecho a mi pretendiente una larga lista de preguntas para decidir si era el hombre adecuado o no. Habría querido saber lo siguiente: «¿Vas a poder mantener a mi hija? ¿Estás bien considerado en tu comunidad? ¿Tienes buena salud? ¿Dónde vais a establecer vuestro hogar? ¿Qué deudas y bienes tienes? ¿Cuáles son tus mejores virtudes?». A mi padre no le habría bastado el hecho de que yo me hubiera enamorado de un hombre. Pero en estos tiempos que corren, cuando yo decidí casarme, el moderno de mi padre no intervino en absoluto. Su intervención habría sido tan rara como si de repente le diera por opinar sobre mi peinado.
Les aseguro que el patriarcado no me produce ninguna nostalgia. Pero me he dado cuenta de que al desmontarlo -legítimamente- como sistema social, no se sustituyó por ninguna otra forma de protección. Vamos, que a mí no se me había pasado por la cabeza hacer a mis pretendientes las preguntas que habría hecho mi padre en otros tiempos. Han sido muchas las veces que me he entregado totalmente a un hombre sólo por amor. Y, en algunos casos, he perdido hasta la camisa. Si quiero ser una mujer autónoma de verdad, tengo que saber protegerme. La célebre feminista Gloria Steinem aconsejó a las mujeres que procurasen ser iguales a los hombres con quienes quisieran casarse. Me acabo de dar cuenta de que no sólo tengo que convertirme en mi propio marido, sino también en mi padre. Por eso me he mandado irme a la cama sola esta noche. Porque me parece pronto para empezar a recibir pretendientes.
Dicho todo esto, me despierto a las dos de la mañana y suspiro profundamente al darme cuenta de que tengo un hambre física que no sé cómo satisfacer. Como el gato lunático que vive en mi casa estaba aullando tristemente por algún motivo, le dije: «Estoy exactamente igual que tú». Pero tenía que quitarme la ansiedad como fuese, así que me levanté, fui a la cocina en camisón, pelé medio kilo de patatas, las herví, las freí en mantequilla, les eché una generosa ración de sal y me las comí todas, una detrás de otra, intentando convencer a mi cuerpo de que se conformase con medio kilo de patatas fritas, en vez de la satisfacción de hacer el amor.
Después de comerse hasta el último bocado del festín mi cuerpo contestó: «No cuela, nena».
Así que me metí en la cama, suspiré aburrida y me puse a...
A ver. Voy a decir unas palabritas sobre la masturbación con permiso del respetable. A veces es un arma (con perdón) útil, pero otras veces puede ser tan insatisfactoria que te deja peor de lo que estabas. Después de un año y medio de celibato, de un año y medio de amarme a mí misma en mi cama de soltera, me aburre un poco el tema. Pero, esta noche, con lo inquieta que estoy, ¿qué remedio me queda? Lo de las patatas no ha funcionado. Así que me busco la vida yo sola una vez más. Como siempre, mi mente repasa su archivo de imágenes eróticas, buscando la fantasía o recuerdo que solucione la papeleta cuanto antes. Pero nada me funciona, ni los bomberos, ni los piratas, ni el numerito voyeur de Bill Clinton que siempre me saca del apuro. Y tampoco lo de los caballeros Victorianos rodeándome en su salón con su cohorte de doncellas nú biles. Al final lo único que me satisface es cuando admito a regañadientes la idea de mi buen amigo el brasileño metiéndose en esta cama conmigo... poniéndose encima de mí...
Y, al fin, me duermo. Me despierto bajo un tranquilo cielo azul en un dormitorio aún más tranquilo. Todavía intranquila y poco equilibrada, dedico un largo tramo de la mañana a cantar los 182 versos sánscritos del Guragita, el gran himno purificador que había aprendido en el ashram indio. Entonces medité durante una hora de estremecedora paz, hasta experimentar esa sensación nítida, constante, luminosa, independiente, inmutable, anónima e impasible que es mi propia felicidad. Una felicidad mejor, sinceramente, que nada de lo que he experimentado en mi vida, incluidos los besos salados y deliciosos y las patatas aún más saladas y deliciosas.
Me alegro de haber tomado la decisión de quedarme sola.
Así que la noche siguiente me quedo un poco sorprendida cuando -después de darme de cenar en su casa, después pasar horas tumbados en el sofá hablando de un montón de temas, después de meterme la cabeza debajo del brazo y anunciar que le encanta lo maravillosamente mal que huelo- Felipe me pone la mano abierta encima de la mejilla y dice:
-Bueno, ya basta, cariño. Vente a mi cama.
Y me voy.
Sí, me voy a su cama con él, a ese dormitorio de enormes ventanales que dan a la noche y a los silenciosos arrozales de Bali. Abre la cortina transparente de la mosquitera blanca que rodea su cama y me invita a entrar. Entonces me ayuda a quitarme el vestido con la cariñosa destreza quien se ha pasado muchos años desvistiendo a sus hijos para meterlos en el baño. Después me explica cómo plantea él este asunto: no quiere absolutamente nada de mí, salvo que le dé permiso para adorarme mientras yo quiera. ¿Acepto sus condiciones?
Como me he quedado sin voz en algún momento entre el sofá y la cama, asiento con la cabeza. No me queda nada que decir. Ha sido una larga y austera etapa de soledad. Me ha sentado bien, pero Felipe tiene razón. Ya basta.
-Bien -contesta, sonriendo mientras aparta unas almohadas y coloca mi cuerpo debajo del suyo-. Vamos a organizamos un poco.
Eso me hizo gracia, porque es justo el momento en que yo decido abandonar mi manía de organizarlo todo.
Después Felipe me contaría cómo me vio esa noche. Según me dijo, le había parecido muy joven, nada que ver con la mujer segura de sí misma con quien se veía durante el día. Pero en esa chica tan tremendamente joven también vio una mujer sincera, nerviosa y aliviada de poder relajarse y dejar de ser tan valiente. Me dijo que se me notaba mucho que hacía tiempo que nadie me tocaba. Le parecí muy necesitada, pero también agradecida de poder expresar esa necesidad. Y aunque yo no recuerdo toda esa cantidad de cosas, ni mucho menos, me creo su versión, porque parecía estar muy atento a mis movimientos, eso sí.
Lo que más recuerdo de esa noche es la mosquitera abullo nada que nos rodeaba. Pensé que parecía un paracaídas. La miro y pienso que es el paracaídas que me pongo para saltar del avión sólido y disciplinado en que he volado durante lo que podemos llamar Unos Años Muy Duros De Mi Vida. De repente mi fiable máquina voladora se queda obsoleta a medio vuelo, así que me bajo de ese rancio avión unidireccional y uso este brioso paracaídas blanco para recorrer el extraño espacio vacío entre mi pasado y mi futuro, aterrizando sana y salva en esta isla con forma de cama habitada sólo por un guapo náufrago brasileño que (después de estar tanto tiempo solo) se alegra y sorprende tanto al verme llegar que se le olvida de golpe todo el inglés que sabe y sólo logra repetir estas cinco palabras cada vez que me mira: guapa, guapa, guapa, guapa y guapa.
Como era de suponer, esa noche no dormimos nada. Y entonces, por ridículo que parezca, me tengo que ir. Me tengo que ir a mi casa como una tonta, porque he quedado con mi amigo Yudhi. Hace mucho que hemos organizado pasar una semana recorriendo Bali en coche. La idea se nos ocurrió una noche en mi casa, cuando Yudhi me contó que, aparte de su mujer y de Manhattan, lo que más echa de menos de Estados Unidos es los viajes por carretera, eso de meterse en un coche con irnos amigos y marcharse al buen tuntún a hacer kilómetros por todas esas autovías estatales tan maravillosas. Al oírle, le dije:
-Anda, pues hagamos un viaje en coche por Bali, estilo americano.
Esto nos hizo muchísima gracia a los dos, porque es imposible hacer un viaje tipo americano por Bali. Para empezar, es una isla pequeña donde no hay grandes distancias. Y las «autovías» son surrealistas, tremendamente peligrosas debido a la tupida presencia de la versión balinesa del monovolumen estadounidense. Es decir, una pequeña motocicleta en la que van cinco personas: el padre conduce con una mano, llevando a su hijo recién nacido en la otra (como un balón de fútbol); la madre va sentada detrás a lo amazona, envuelta en un ajustado sarong y con un cesto encima de la cabeza, pidiendo a sus hijos gemelos que procuren no caerse de la moto, que probablemente va a toda castaña en sentido contrario y sin luces. Casi nadie se pone casco, sino que suelen llevarlos -cosa que jamás comprenderé- en la mano. Si nos imaginamos varias hordas de estas motocicletas cargadas de gente, cruzándose unas con otras a una velocidad temeraria, esquivándose como una especie de atracción de feria acelerada, ya sabemos como son las autopistas balinesas. Lo que me extraña es que los balineses no se hayan matado todos en un accidente de coche.
Aun así, Yudhi y yo decidimos hacer el viaje de marras, tomarnos una semana libre, alquilar un coche y recorrernos esta isla diminuta como si estuviéramos en Estados Unidos y fuésemos dos trotamundos. La idea me encantó cuando se nos ocurrió hace un mes, pero ahora mismo -estoy en la cama con Felipe, que me está besando los dedos, los brazos y los hombros- no me hace tanta ilusión. Pero me tengo que ir. Además, en parte quiero irme. No sólo me apetece pasar una semana con mi amigo Yudhi, sino que quiero descansar después de mi gran noche con Felipe para asimilar que, como dicen en las novelas, tengo un amante.
Así que Felipe me deja en mi casa, me da un último beso apasionado y tengo el tiempo justo de ducharme y vestirme cuando aparece Yudhi con nuestro coche alquilado. En cuanto me echa la vista encima, me dice:
-¿A qué hora llegaste anoche?
-No he dormido en casa -le respondo.
-Chiiiica -suelta con una carcajada.
Seguro que recuerda la conversación que tuvimos hace dos semanas, cuando le dije que quizá no volviera a tener una relación sexual en mi vida, nunca jamás.
-Has caído, ¿eh? -me pregunta.
-Yudhi -le contesto-, déjame que te cuente una historia. El verano pasado, justo antes de marcharme de Estados Unidos, fui a ver a mis abuelos, que viven al norte del estado de Nueva York. La mujer de mi abuelo -su segunda mujer- es una señora muy simpática que se llama Gale, que ya tiene ochenta y pico años. Cuando fui a verlos, Gale sacó un álbum de fotos antiguas y me enseñó una suya de 1930, o por ahí, cuando tenía 18 años y se fue a pasar un año en Europa con sus dos mejores amigas y una institutriz. Iba pasando las páginas del álbum, enseñándome unas fotos estupendas de Italia en blanco y negro, hasta que de repente llegamos a una en la que sale un guaperas italiano en Venecia. «Gale, ¿quién es este galán?», le pregunté. Y me dice: «El hijo de los dueños del hotel donde estuvimos en Venecia. Era mi novio». «¿Tu novio?», le pregunto, atónita. Y la dulce mujercita de mi abuelo me mira con cara de pillina y con una mirada tipo Bette Davis me suelta: «Me harté de ver iglesias, Liz».
-Dale, mujer -me dice Yudhi, levantando la palma de la mano para chocarla con la mía.
Y entonces empezamos nuestro falso viaje americano por Bali, este músico genial tan cool, este indonesio exilado con el que cargo la maleta del coche de guitarras, cervezas y el equivalente balinés de los snacks estadounidenses: galletas de arroz frito y unos caramelos típicos de aquí, que están malísimos, y yo. Los detalles de nuestro viaje los tengo un poco confusos, porque iba distraída pensando en Felipe y por esa calidad brumosa que tiene todo viaje por carretera en cualquier país del mundo. Lo que sí recuerdo es que Yudhi y yo vamos hablando inglés americano todo el tiempo, un idioma que llevo mucho tiempo sin hablar. Durante este año he hablado mucho inglés británico, eso sí, pero no inglés americano, y mucho menos el americano tipo hiphop que le gusta hablar a Yudhi. Así que nos dejamos llevar, convertidos .de golpe en dos quinceañeros adictos a MTV, vacilándonos como dos bravucones de Hoboken, llamándonos socio y colega y a veces -con mucho cariño- homo. Una gran parte de nuestra conversación consiste en insultar cariñosamente a nuestras madres.
-Oye, ¿dónde has metido el mapa?
-¿Qué tal si le preguntas a tu madre dónde he metido el mapa? -Se lo preguntaría, pero está demasiado gorda.
Y tal y cual.
Ni siquiera llegamos al interior de Bali; sólo vamos por la costa. Nos pasamos una semana entera viendo playas, playas y más playas. A veces alquilamos un barquito de pesca y nos acercamos a una isla para variar un poco. En Bali hay muchísimos tipos de isla distintos. Un día nos tumbamos en la glamourosa arena blanca de Kuta -que se parece al sur de California- y luego subimos por la rocosa costa occidental, oscura y algo siniestra, pero hermosa a su manera. Después cruzamos esa línea divisoria que los turistas no se atreven a rebasar y llegamos a las salvajes playas del norte, donde sólo hay surferos (y bastante locos, la verdad). Nos sentamos en la playa a ver lo peligrosas que son las olas y a mirar a los valientes indonesios y occidentales -huesudos, morenos y blancos- deslizarse por el agua como cremalleras que abren un vestido azul océano por la espalda. Al ver a los surferos salir arrastrados por encima del coral y las rocas, dándose la vuelta para no perderse la siguiente ola, gritamos boquiabiertos:
-¡Oye, está gente está mal de la olla!
Logramos nuestro propósito, que es olvidarnos durante unas horas de que estamos en Indonesia (como quiere Yudhi), mientras vamos por ahí en nuestro coche alquilado, comiendo comida basura, cantando canciones americanas y comiendo pizza siempre que podemos. Cuando nos supera lo balinés del entorno, hacemos que no nos damos cuenta y seguimos jugando a estar en Estados Unidos.
-¿Cuál es el mejor camino para rodear este volcán? -pregunto yo, por ejemplo. -Deberíamos ir por la 195 -me dice Yudhi.
-Pues vamos a pasar por Boston en plena hora punta -le contesto.
Es un juego, pero funciona más o menos.
A veces nos encontramos con un buen trecho de mar azul y nos pasamos el día entero nadando, dándonos permiso uno al otro para empezar a beber cerveza a las diez de la mañana («Es beneficioso para la salud».) Nos hacemos amigos de toda la gente con la que nos encontramos. Yudhi es de esos que si va andando por la playa y se encuentra con un hombre construyendo un barco, se para y le dice: «¡Hombre! ¿Estás haciendo un barco?». Y tiene una curiosidad tan sincera que normalmente el señor del barco nos acaba invitando a pasar un año en su casa.
Al caer el sol nos pasan cosas raras. Nos topamos con esotéricos rituales religiosos en templos que aparecen en mitad de la nada y nos quedamos hipnotizados con el coro de voces y tambores de la música gamelan balinesa. Llegamos a un pequeño pueblo costero cuyos habitantes están todos reunidos en una calle oscura para celebrar un cumpleaños local; a Yudhi y a mí nos sacan al frente (agasajándonos por ser forasteros) y nos invitan a bailar con la chica más guapa del pueblo. (Va cubierta de oro y joyas, perfumada de incienso y maquillada como una egipcia; debe de tener unos 13 años, pero mueve las caderas con la tierna sensualidad de una niña que se sabe capaz de seducir a los dioses.) Al día siguiente salimos a pasear por el mismo pueblo y nos encontramos un extraño restaurante familiar cuyo dueño balinés nos asegura que sabe hacer una comida tailandesa muy buena, cosa que resulta ser mentira, pero nos pasamos el día entero metidos en su local, tomando CocaCola helada, comiendo unos fideos pad thai muy grasientos y jugando a juegos de mesa tipo Mo nopoly con el hijo del dueño, un quinceañero de elegancia algo afeminada. (Después se nos ocurre que ese chico tan guapo podía ser la bella bailarina de la noche anterior, porque los balineses son expertos en ritos que incluyen números de travestismo.)
Todos los días llamo a Felipe cuando logro encontrar algún teléfono y me pregunta:
-¿Cuántas noches me quedan de dormir sin ti?
Después me dice:
-Estoy disfrutando de la experiencia de enamorarme de ti, cariño. Me parece muy natural, como si fuese algo que me pasa cada dos semanas, cuando llevo treinta años sin sentir esto por nadie.
Como yo no estoy todavía en el reino del amor, carraspera y le recuerdo que me marcho dentro de unos meses. Pero eso le da igual. Me dice:
-Puede que esto sea una bobada sudamericana, pero quiero que entiendas, cariño, que por ti estoy hasta dispuesto a sufrir. Aunque vengan malos tiempos, los acepto, a cambio del placer de estar contigo ahora. Vamos a disfrutar de este momento. Es maravilloso.
-Mira, tiene gracia -le digo-. Pero antes de conocerte me había planteado la posibilidad de quedarme sola y sin sexo para siempre. Me planteaba llevar una vida de contemplación espiritual...
-Pues contempla esto, cariño -me contesta y empieza a detallarme con meticulosa llaneza lo primero, lo segundo, lo tercero, lo cuarto y lo quinto que me va a hacer cuando me tenga a su lado en la cama otra vez. Me alejo del teléfono con las rodillas un poco flojas, divertida y sorprendida ante este arrebato de pasión.
El último día de nuestro viaje Yudhi y yo nos pasamos horas tumbados en una playa perdida y -como nos suele pasar volvemos a hablar de Nueva York otra vez, de lo maravillosa que es y lo mucho que nos gusta. Yudhi dice que echa de menos la ciudad casi tanto como a su mujer, como si Nueva York fuese una persona, un pariente al que no ha vuelto a ver desde que lo deportaron. Mientras hablamos, dibuja un mapa de Manhattan en el trecho de arena blanca que hay entre nuestras toallas.
-Vamos a intentar poner aquí todo lo que recordamos de la ciudad -me dice.
Con la punta del dedo dibujamos las avenidas, las grandes calles transversales, el lío que monta Broadway al cruzar la isla en diagonal, los ríos, el Village, Central Park. Convertimos una bonita concha alargada en el Empire State Building y otra en el edificio Chrysler. Respetuosamente, clavamos dos palos en la base de la isla, para poner las Torres Gemelas en el lugar que les corresponde.
Usamos este mapa arenoso para enseñarnos uno al otro nuestros sitios neoyorquinos preferidos. Aquí es donde Yudhi compró las gafas de sol que lleva ahora mismo; aquí es donde compré las sandalias que llevo yo. Aquí es donde cené por primera vez con mi ex marido; aquí es donde Yudhi conoció a su mujer. Aquí tienen la mejor comida vietnamita de la ciudad, aquí los mejores bagels, aquí los mejores tallarines («Qué dices, homo. Los mejores tallarines están aquí.») Le hago un plano del barrio donde vivía antes, Hell's Kitchen, y Yudhi me dice:
-Ahí conozco un buen restaurante.
-¿TickTock, Cheyenne o Starlight? -le pregunto. -TickTock.
-¿Has probado los huevos batidos de TickTock? -Madre mía, pues claro... -gimotea.
Se le nota tanto lo que añora la ciudad que, por un momento, me creo que a mí me pasa lo mismo. Su nostalgia me influye tanto que de repente se me olvida que puedo volver a Manhattan cuando quiera, aunque él no. Yudhi juguetea con los dos palos de las Torres Gemelas, los clava en la arena, mira hacia el silencioso océano azul y dice:
-Ya sé que esto es muy bonito. Pero ¿tú crees que volveré a Estados Unidos alguna vez? ¿Qué le puedo decir?
Nos quedamos los dos callados. Entonces se saca de la boca el asqueroso caramelo indonesio que lleva más de una hora chupando y dice:
-Rayos, este caramelo sabe como el culo. ¿De dónde lo has sacado?
-Me lo ha dado tu madre -le contesto-. Me lo ha dado tu madre.
Cuando volvemos a Ubud, voy directamente a casa de Felipe y no salgo de su dormitorio en un mes aproximadamente. Y no estoy exagerando demasiado. Nunca en toda mi vida me habían amado y adorado así, nunca con tanto placer, energía y dedicación. Nunca me habían desvelado, revelado, desplegado y transportado de semejante manera durante el acto del amor.
Lo que está claro es que en la intimidad existen ciertas leyes naturales que gobiernan la experiencia sexual entre dos personas y que estas leyes no pueden alterarse, como tampoco se puede alterar la gravedad. El hecho de sentirse físicamente a gusto con el cuerpo de otra persona no depende de nosotros. Tiene muy poco que ver con lo que piensan, hacen, dicen o parecen las dos personas en cuestión. Hay un imán misterioso que puede estar ahí, enterrado en las profundidades del esternón, o no. Cuando no existe ese imán (cosa que sé por mi dolorosa experiencia propia), no se puede forzar, como un médico no puede obligar al cuerpo de un paciente a aceptar un riñón del donante equivocado. Según mi amiga Annie, todo se reduce a una pregunta muy sencilla: «¿Quieres pasarte el resto de la vida restregándote la tripa con esa persona, o no?».
Felipe y yo, como descubrimos con enorme placer, somos un caso de pareja perfectamente combinada, genéticamente programada para frotarnos la tripa estupendamente. Todas las partes de nuestros cuerpos son perfectamente compatibles sin que haya el más mínimo síntoma de alergia. Nada es peligroso, nada es difícil, nada es imposible. Todo nuestro universo sensual se complementa simple y totalmente. Y también se cumplimenta.
-Mírate -me dice Felipe, poniéndome ante un espejo después de hacer el amor por enésima vez, enseñándome mi cuerpo desnudo y mi pelo, que parece recién salido de una centrifugadora espacial de la NASA-. Mira lo hermosa que eres... cada línea de tu cuerpo es una curva... pareces un paisaje lleno de lunas...
(Efectivamente, no creo haber tenido el cuerpo así de relajado en la vida, bueno, puede que a los seis meses estuviera igual de esponjada, cuando mi madre me hacía fotos en la encimera de la cocina después de haberme dado un buen baño en la pila.)
Y entonces me vuelve a llevar hacia la cama, diciéndome, en portugués: -Vem, gostosa.
Ven conmigo, deliciosa.
Felipe es un maestro en el terreno de los cariñitos. En la cama me ama en portugués, así que he pasado de ser su «cielito bonito» a convertirme en su queridinha, que viene a ser lo mismo. Estando en Bali me ha dado pereza ponerme a estudiar indonesio o balinés, pero el portugués se me da bastante bien. Bueno, sólo estoy aprendiendo el lenguaje de la cama, pero es un apartado interesante.
-Cariño, vas a acabar harta -sentencia él-. Te vas a acabar aburriendo de que te acaricie tanto, de que te diga sin parar lo guapa que eres.
Porque tú lo digas, encanto.
Los días se me pasan casi sin darme cuenta, como si desapareciese entre sus sábanas, entre sus manos. Me gusta la sensación de no saber qué día es. Mis maravillosos horarios se han ido al garete. Eso sí, después de muchos días sin verlo, una tarde hago una visita a mi amigo el curandero. Nada más verme, Ketut me lo nota en la cara sin que yo haya abierto la boca.
-Tienes novio en Bali -me anuncia.
-Sí, Ketut.
-Bien. Cuidado, no te pongas embarazada. -De acuerdo.
-¿Es hombre bueno?
-Tú sabrás, Ketut -le digo-. Le leíste la mano. Me prometiste que era un hombre bueno. Lo dijiste unas siete veces.
-¿Yo? ¿Cuándo?
-En junio. Yo lo traje aquí. Un hombre brasileño. Mayor que yo. Me dijiste que te había caído bien. -Yo, no -insiste y no hay manera de sacarlo de ahí.
A veces a Ketut se le olvidan las cosas, como nos pasaría a todos, si tuviéramos entre 65 y 112 años. Suele estar coherente y atento, pero hay días en que me da la sensación de haberlo sacado de otro nivel de conciencia, casi de otro universo. (Hace unas semanas me dijo, de repente, sin venir a cuento para nada: «Tú eres una buena amiga mía, Liss. Amiga fiel. Amiga cariñosa». Y luego suspiró, se le nubló la mirada y añadió con tono de tristeza: «No como Sharon». ¿Quién demonios es Sharon? ¿Qué le habrá hecho? Cuando intenté sonsacarle, no hubo manera. De golpe fingió no saber de quién le hablaba. Como si fuese yo la que había sacado el tema de la maldita traidora de la Sharon.)
-¿Por qué nunca traes a tu novio para yo conocerlo? -me pregunta ahora.
-Si lo traje un día, Ketut. De verdad. Y me dijiste que te caía bien.
-No recuerdo. ¿Es hombre rico, tu novio?
-No, Ketut. No es rico, pero tiene dinero suficiente.
-¿Medio rico? -pregunta el curandero, que quiere detalles, cifras, datos. -Tiene suficiente dinero.
Mi respuesta parece indignarle.
-Si tú pides dinero a este hombre, ¿te lo da o no? -me pregunta. -Ketut, no quiero su dinero. Nunca he pedido dinero a un hombre. -¿Duermes todas noches con él? -Sí.
-Bien. ¿Te mima?
-Mucho.
-Bien. ¿Y meditas todavía?
Sí, sigo meditando todos los días de la semana. Me salgo a escondidas de la cama de Felipe y me instalo en el sofá en silencio para intentar dar las gracias por todo lo que me ha sucedido. En el jardín, al borde del porche, una bandada de patos se pasea por los arrozales, soltando graznidos y chapoteando. (Felipe dice que los patos balineses siempre le recuerdan a las mujeres brasileñas que se pasean por las playas de Río de Janeiro, chillando, interrumpiéndose unas a otras sin parar y meneando el trasero vanidosamente.) Ahora estoy tan relajada que me deslizo al reino de la meditación como si fuese un baño de espuma preparado por mi amante. Desnuda bajo el sol de la mañana, con una ligera manta sobre los hombros, estoy en un estado de gracia, encaramada sobre el vacío como una pequeña concha marina metida en una cucharilla.
¿Por qué lo habré pasado tan mal en la vida?
Un día llamo a mi amiga Susan a Nueva York y la oigo contarme, con las sirenas de la policía aullando al fondo, los últimos detalles de su último fracaso amoroso. Con una voz suave y sensual, como la de una locutora de un programa de jazz nocturno, le digo que tiene que relajarse, que tiene que descubrir que las cosas son perfectas aunque no lo parezcan, que el universo es generoso, nena, que todo es paz y armonía...
No me hace falta verla para saber que ha puesto los ojos en blanco mientras dice, alzando la voz sobre las sirenas de la policía: «Hablas con la voz de una mujer que ya ha tenido cuatro orgasmos en lo que va de día».
Pero los efectos de tanta juerga y diversión aparecen al cabo de unas semanas. Después de tantas noches sin dormir y tantos días haciendo el amor mi cuerpo se desquita con una siniestra infección de vejiga. Parece ser que es la típica enfermedad de las personas muy sexuales, sobre todo cuando llevan tiempo sin practicar el deporte sexual. A mí se me manifiesta con la rapidez de toda tragedia. Una mañana estoy en la ciudad haciendo unos recados cuando, de repente, caigo al suelo doblada por la fiebre y el dolor. He tenido infecciones como ésta cuando era una joven casquivana, así que sé de qué va el tema. Al principio me entra el pánico -estas cosas pueden ser horribles-, pero luego pienso: «Menos mal que la mejor amiga que tengo en Bali es una doctora». Y me voy corriendo a la tienda de Wayan.
-¡Estoy enferma! -exclamo.
Wayan me mira por encima y me dice:
-Estás enferma de mucho sexo, Liz.
Suelto un gruñido y me tapo la cara con las manos avergonzada. -Con Wayan no puedes tener secretos -me dice riéndose.
Me dolía muchísimo. Quien haya tenido una infección como ésta sabe lo horrible que es. A quien no haya experimentado este dolor concreto puede valerle una metáfora siniestra que incluya el término «hierro candente» en algún momento.
Wayan, como los bomberos veteranos y los cirujanos de urgencias, nunca se apresura en su trabajo. Tranquila, metódicamente, corta unas hierbas con un cuchillo, pone a hervir unas raíces, sale y entra de la cocina trayéndome unos oscuros brebajes que saben asquerosos, diciéndome: «Bebe, cielo».
Mientras hierve el siguiente potingue, se sienta delante de mí, mirándome con gesto taimado y viciosillo, aprovechando la oportunidad para cotillear.
-¿Seguro que no estás embarazada, Liz?
-Es imposible, Wayan. Felipe se ha hecho una vasectomía.
-¿Felipe se ha hecho una vasectomía? -pregunta asombrada.
Está igual de atónita que si hubiera dicho «¿Felipe se ha hecho una casa en Lombardía?» (A mí me parece igual de maravilloso, la verdad.)
-En Bali muy difícil que el hombre hace esto. Siempre es problema de la mujer.
(Lo cierto que la tasa de natalidad ha bajado mucho en Bali gracias a un programa de control de natalidad incentivado: el Gobierno ofrece una moto nueva a todos los hombres que se hagan la vasectomía voluntariamente aunque los pobres tengan que volver a casa en moto el mismo día recién operados.)
-El sexo tiene gracia -murmura Wayan, viéndome hacer un gesto de dolor al tomarme su pócima casera.
-Sí, Wayan, gracias. El sexo es tronchante.
-De verdad. El sexo tiene gracia -insiste-. Pone a la gente un poco loca. Al principio del amor todos como tú. Todos quieren mucha felicidad, mucho placer, hasta que ponen enfermos. Hasta a Wayan le pasa al principio de una historia de amor. Todos pierden el equilibrio.
-Estoy avergonzada -le confieso.
-No estés -me dice, añadiendo en un inglés perfecto (y con una perfecta sensatez balinesa)-: Perder el equilibrio por el amor a veces es parte de una vida equilibrada.
Decido llamar a Felipe. Tengo unos antibióticos en casa en un botiquín de emergencia que siempre llevo en los viajes. Como ya he tenido infecciones parecidas, sé que pueden ser graves y llegar a los ríñones. Y no quiero pasar por una cosa así estando en Indonesia. Así que lo llamo, le cuento lo que me ha pasado (se queda horrorizado) y le pido que me traiga las pastillas. No es que no me fíe de la capacidad médica de Wayan, pero me duele una barbaridad.
-No necesitas medicinas occidentales -me dice ella.
-Algo me harán -le contesto-. Es por si acaso...
-Espera dos horas -me pide-. Si yo no te curo, entonces tomas tus pastillas.
Poco convencida, acepto. Por experiencia sé que estas infecciones tardan días en curarse, hasta con antibióticos fuertes. Pero no quiero ofenderla.
Tutti, que está jugando en la tienda, me trae sus dibujos de casas para animarme, dándome palmaditas en la mano con toda la comprensión de sus 8 años.
-¿Mamá Elizabeth enferma? -pregunta.
Me consuela pensar que no sabe lo que he hecho para estar enferma.
-¿Ya te has comprado la casa, Wayan? -le pregunto.
-No todavía, cielo. No hay prisa.
-¿Qué me dices de ese sitio que te gustaba tanto? ¿No te lo querías comprar?
-No está en venta. Muy caro.
-¿Tienes pensado algún otro sitio?
-No piensas en eso ahora, Liz. Ahora déjame curarte rápidamente.
Felipe llega con mis medicinas y, atormentado por los remordimientos, nos pide perdón a mí y a Wayan por haberme hecho sufrir tanto, pues se considera totalmente culpable, según parece.
-No es serio -le confirma Wayan-. No preocuparse. La curo rápido. Pronto se pone mejor.
Entonces se mete en la cocina y trae un cuenco de cristal enorme lleno de hojas, raíces, frutos, una especia que me recuerda a la cúrcuma, una maraña de algo que parece pelo de bruja y un ojo que puede ser de un tritón... todo ello flotando en un líquido marrón. En el cuenco habrá unos cuatro litros de mejunje, sea lo que sea. Y apesta como un cadáver.
-Bebe, cielo -me pide Wayan-. Bebe todo.
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Me lo trago entero, con lo asqueroso que está. Y en menos de dos horas... Bueno, ya sabemos todos cómo acaba esta historia. En menos de dos horas me encuentro perfectamente. Estoy curada. Una infección que hubiera tardado dos días en curarse con antibióticos occidentales ha desaparecido sin dejar ni rastro. Quiero pagarle por haberme curado, pero se echa a reír.
-Mi hermana no me paga -sentencia.
Luego se vuelve hacia Felipe y le dice, como regañándole:
-Ahora ten cuidado con ella. Hoy sólo dormir, no tocar.
-¿No te da vergüenza curar a la gente de este tipo de cosas, problemas sexuales? -pregunto a Wayan.
-Liz, soy curandera. Soluciono todo tipo de problemas, vaginas de mujer, bananas de hombre. A veces hago pene falso para las mujeres. Para tener sexo solas.
-¿Consoladores? -pregunto atónita.
-No todas tienen un novio brasileño, Liz -me advierte, diciéndole alegremente a Felipe-: Si alguna vez necesitas poner dura tu banana, puedo darte una medicina.
Aseguro a Wayan que Felipe no necesita ni pizca de ayuda con su banana, pero me interrumpe -con su mentalidad empresarial- para preguntar a Wayan si esta terapia para poner duras las bananas podría embotellarse y comercializarse.
-Podemos ganar una fortuna -afirma.
Pero Wayan le explica que la cosa no funciona así. Sus medicinas deben tomarse recién preparadas para que funcionen. Y deben ir acompañadas de sus oraciones. Pero la medicina interna no es la única técnica que usa Wayan para endurecer la banana de un hombre. Nos explica que también puede hacerlo con un masaje. Entonces nos deja pasmados al describir los distintos tipos de masaje que aplica para solucionar el problema de la banana impotente. Parece ser que agarra el miembro por la base y se pasa como una hora meneándolo para mejorar la circulación mientras reza unas oraciones especiales.
-Pero, Wayan -digo yo-, más de uno vendrá todos los días, diciendo: «¡Aún no curado, doctora! ¡Necesito otro masaje de banana!».
Ella me ríe la gracia y admite que, efectivamente, tiene que procurar no dedicar demasiado tiempo a curar las bananas de los hombres, porque le produce sentimientos tan... fuertes... que no cree que la energía sea muy beneficiosa. Y a veces es cierto que los hombres se le desmadran. (Como le pasaría a cualquiera que lleve años siendo impotente y recupere la virilidad a manos de esta belleza de piel caoba de reluciente pelo negro.) Nos cuenta la historia de un hombre que vino a curarse de impotencia y la perseguía por toda la habitación, gritando: «¡Necesito Wayan! ¡Necesito Wayan!».
Pero la doctora también hace otras cosas. Según nos cuenta, a menudo le piden que dé clases de sexo a parejas que tienen pro blemas de impotencia o frigidez, o que son incapaces de tener un hijo. Ella les hace dibujos mágicos en las sábanas y les explica cuáles son las posturas sexuales apropiadas, dependiendo del día del mes. Dice que, si un hombre realmente quiere tener un niño, debe tener un coito «muy, muy fuerte» con su mujer y echarle «el agua de su banana en la vagina muy, muy deprisa». A veces Wayan tiene que estar en la habitación mientras la pareja copula para explicarles claramente el tema de la fuerza y la velocidad.
-¿Y el hombre consigue echar el agua de su banana tan fuerte y tan deprisa como se le pide, con la doctora Wayan ahí delante, viéndolo todo? -le pregunto yo.
Felipe imita a Wayan vigilando a la pareja:
-¡Más rápido! ¡Más fuerte! ¿De verdad queréis tener un hijo o no?
Wayan dice que sabe que es una locura, pero que en eso consiste el trabajo de una curandera. Pero admite que, después de hacerlo, tiene que hacer muchísimas ceremonias de purificación para mantener intacta su alma sagrada y no le gusta hacerlo muy a menudo, porque le deja una sensación «rara». Pero, si una pareja no consigue concebir, siempre acude en su ayuda.
-¿Y todas estas parejas tienen hijos ahora? -le pregunto.
-¡Todas! -me confirma con orgullo-. Claro.
Y entonces Wayan nos confía algo muy interesante. Dice que, si una pareja no ha conseguido tener un hijo, examina tanto al hombre como a la mujer para saber quién tiene la culpa, como se suele decir. Si es la mujer, no hay problema, porque se la puede curar con unas técnicas antiquísimas que ella conoce. Pero, si es el hombre, se plantea tina situación delicada, dado que Bali es un patriarcado. Las soluciones médicas que puede aplicar Wayan son más limitadas, porque informar a un hombre de que es estéril no es tan sencillo. Un hombre es un hombre, y sanseacabó. Si la mujer no se queda embarazada, la culpa la tiene ella. Y si tarda mucho en dar un hijo a su marido, la cosa puede acabar mal. El abanico de represabas incluye el azotamiento, la humillación pública y el divorcio.
-¿Y qué haces en una situación como ésa? -pregunto asombrada de que una mujer que llama al semen «agua de banana» sea capaz de diagnosticar la infertilidad masculina.
Wayan nos lo cuenta todo. Lo que hace en un caso de esterilidad masculina es informar al hombre de que su mujer es no es fértil y debe acudir todas las tardes a unas «curas». Cuando la mujer
llega sola a la tienda, Wayan trae a un semental del pueblo para que se encargue del asunto con la esperanza de que la deje embarazada.
-¡Wayan! ¡No! -exclama Felipe atónito.
Pero ella asiente tranquilamente.
-Sí. Es la única solución. Si la mujer está sana, tiene un niño. Y todos contentos. Como Felipe conoce bien la ciudad, quiere saber los detalles del asunto. -¿Quiénes son? ¿A qué hombres traes para hacer el trabajo?
-A los cocheros -confirma ella.
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COMER REZAR AMAR
RomanceDespués de un divorcio traumático seguido de un desengaño amoroso u en plena crisis emocional y espiritual, Elizabeth Gilbert decide empezar de nuevo y emprende un largo viaje que la llevara sucesivamente a Italia, Indonesia e India tres escalas geo...