Cuando tenía 9 años y estaba a punto de cumplir los 10, tuve una auténtica crisis metafísica. Puede parecer pronto para una cosa así, pero siempre fui una niña precoz. La historia fue en verano, entre cuarto y quinto. Iba a cumplir 10 en julio y había algo en esa transición del 9 al 10 -el paso de un solo dígito a un dígito doble- que me produjo un auténtico pánico existencial, más propio de la gente que va a cumplir 50. Recuerdo haber pensado que la vida iba demasiado rápido. Parecía que había sido ayer cuando estaba en párvulos y, ahí estaba, a punto de cumplir los 10. Cuando quisiera darme cuenta estaría en la veintena, luego sería una señora de mediana edad, luego una anciana y, al final, me moriría. Y los demás también estaban envejeciendo a la velocidad del rayo. En un abrir y cerrar de ojos habrían muerto. Mis padres se iban a morir. Mis amigos se iban a morir. Mi gato se iba a morir. Mi hermana mayor ya estaba casi en el instituto; la recordaba perfectamente cuando entró en primero con sus calcetines por las rodillas, ¿y ya estaba casi en el instituto? Estaba claro que le quedaba poco para morirse. ¿Qué sentido tenía todo aquello?
Lo más curioso de la crisis es que no tenía ningún origen concreto. No se me había muerto ningún amigo o familiar, haciéndome entrar en contacto con la muerte, ni había leído o visto nada relacionado con la muerte; ni siquiera había leído Peter Pan todavía. Ese pánico que me entró a los 10 años no era ni más ni menos que el descubrimiento espontáneo y completo del inevitable progreso de la mortalidad y, obviamente, no tenía el vocabulario espiritual adecuado para afrontarla. Mi familia es protestante, pero no somos muy religiosos, la verdad. Rezábamos sólo antes de las cenas de Navidad y Acción de Gracias y a misa íbamos de vez en cuando. Mi padre se quedaba en casa los domingos por la mañana y su liturgia religiosa era su trabajo de granjero. Yo cantaba en el coro de la iglesia porque me gustaba cantar y mi hermana -que es muy mona- hizo de ángel en el auto de Navidad. Mi madre usaba la iglesia como centro de reuniones para organizar los actos benéficos de la comunidad. Pero tampoco recuerdo que en esa iglesia se hablara mucho de Dios. Hay que tener en cuenta que estábamos en Nueva Inglaterra y a los yanquis les pone nerviosos hablar de Dios.
Lo que recuerdo es lo pequeña e inútil que me sentía. Quería tirar de un freno de emergencia para parar el universo, como los frenos que había visto al ir en metro a Nueva York. Quería pedir un tiempo muerto, decir a la gente que se estuviera quieta hasta que yo lograra entender de qué iba el tema. Supongo que esa necesidad de obligar al universo a pararse debió de ser el principio de lo que mi querido amigo Richard llama mi «adicción al control». Obviamente, toda aquella inquietud y preocupación no sirvió de nada. Cuanto más pensaba en el paso del tiempo, más deprisa pasaba, y ese verano pasó tan rápido que me dio dolor de cabeza, y recuerdo que cada vez que anochecía pensaba: «Uno menos» y me echaba a llorar.
Uno de mis amigos del instituto trabaja ahora en un centro de discapacitados mentales y dice que sus pacientes auristas son especialmente sensibles al paso del tiempo, como si no tuviesen ese filtro mental que nos permite a los demás olvidarnos de la mortalidad de vez en cuando y vivir por las buenas. Uno de los pacientes de Rob le pregunta todas las mañanas qué día es y al caer la tarde siempre le dice, por ejemplo: «Rob, ¿cuándo volverá a ser 4 de febrero?». Antes de que Bob le pueda contestar el chico mueve la cabeza apenado y dice: «Ya, ya, déjalo... No será hasta el año que viene, ¿verdad?».
Esa sensación la conozco perfectamente. Sé muy bien lo que es querer estirar un 4 de febrero para que dure más. Esa tristeza es uno de los grandes padecimientos del experimento humano. Todo parece indicar que somos la única especie del planeta con el don -o la maldición, más bien- de ser conscientes de nuestra propia mortalidad. Todo lo que nos rodea acaba muriendo, pero somos los únicos afortunados que se pasan la vida pensando en el tema. ¿Qué se puede hacer para asimilar una información semejante? A los 9 años lo único que pude hacer fue llorar. Después, al ir pasando los años, esa hipersensibilidad ante el paso del tiempo me llevó a vivir la vida a toda velocidad. Dado que nuestra visita a la tierra es tan corta, cuanto antes lo experimentara todo, mejor. De ahí tanto viaje, tanto amor, tanta ambición y tanto comer pasta. Mi hermana tenía una amiga convencida de que Catherine tenía dos o tres hermanas menores, porque oía historias de la hermana que estaba en Africa, la hermana que trabajaba en un rancho en Wyoming, la hermana que era camarera en Nueva York, la hermana que estaba escribiendo tm libro, la hermana que se iba a casar... ¿Una sola persona haciendo toda esa cantidad de cosas...? Pues sí. Y si hubiera podido convertirme en muchas Liz Gilbert, lo habría hecho encantada para no perderme un solo momento de la vida. Pero ¿qué estoy diciendo? Si fue justo lo que hice, convertirme en un montón de Liz Gilberts, que se desplomaron del agotamiento todas a la vez en un cuarto de baño de una casa de las afueras a los treinta y tantos años.
He de decir que soy consciente de que no todos pasan por una crisis metafísica como ésta. Algunos estamos programados para ponernos ansiosos con el tema de la mortalidad y otros parecen llevar el asunto mucho mejor. Es obvio que en este mundo hay muchas personas apáticas, pero también parece haber gente capaz de aceptar elegantemente el mecanismo de funcionamiento del universo sin que les agobien demasiado sus paradojas e injusticias. Tengo una amiga cuya abuela siempre le decía: «No existe ningún problema que no pueda curarse con un baño de agua caliente, un vaso de whisky y un devocionario». Hay personas a las que les basta con eso. Pero hay otras que requieren medidas más drásticas.
Y ahora sí que voy a mencionar a mi amigo el granjero irlandés que, aparentemente, no es el típico personaje al que uno espera encontrarse en un ashram indio. Pero Sean es como yo: una de esas personas que han nacido con tm ansia, tm anhelo insaciable de entender el mecanismo de la existencia. Su pequeña aldea de Country Cork no parecía tener respuestas que darle, así que en la década de 1980 abandonó su granja y se fue a recorrer India para hallar la paz interior a través del yoga. Al cabo de unos años regresó a la vaquería irlandesa. Estaba sentado en la cocina de la vieja casona de piedra con su padre -un anciano granjero parco en palabras- y Sean le estaba hablando de los descubrimientos espirituales que había hecho en el exótico Oriente. El padre de Sean le escuchaba con un cierto interés, mirando al fuego y fumando su pipa. No abrió la boca hasta que Sean le dijo: «Papá, esto de la meditación es muy importante para alcanzar la serenidad. Te puede salvar la vida, en serio. Te enseña a apaciguarte la mente».
Su padre se volvió hacia él y le dijo amablemente: «Ya tengo la mente serena, hijo» y siguió mirando el fuego.
Puede que él, sí, pero yo, no. Y Sean, tampoco. Como muchos de nosotros. Muchos miramos al fuego y vemos sólo el infierno. Yo tengo que aprender a poner en práctica lo que el padre de Sean, según parece, nació sabiendo hacer. Es decir, eso que Walt Whitman describía como mantenerse «apartado de la lucha y la brega... entretenido, complaciente, compasivo, ocioso, unitario... dentro y fuera del juego y contemplándolo todo asombrado». Pero yo, en lugar de estar entretenida, lo que estoy es estresada. En lugar de contemplar, siempre me meto e interfiero. El otro día, rezando, le dije a Dios: «Oye, yo entiendo que no merece la pena vivir la vida sin analizarla, pero ¿crees al menos que conseguiré tomarme una comida sin analizarla?».
Los budistas cuentan una historia sobre los momentos posteriores a la trascendencia de Buda hacia la iluminación. Cuando -tras treinta y nueve días de meditación- al fin cayó el velo de la ilusión y al gran maestro se le reveló el verdadero mecanismo del universo, parece ser que abrió los ojos y lo primero que dijo fue: «Esto no puede enseñarse». Pero entonces cambió de parecer y decidió que saldría al mundo, pese a todo, para intentar enseñar el ejercicio de la meditación a un pequeño puñado de estudiantes. Sabía que sólo a un escaso porcentaje de personas le servirían (o interesarían) sus enseñanzas. La mayoría de la humanidad, dijo, tiene los ojos velados por la cortina de la falsedad y jamás verá la verdad por mucho que intentemos ayudarlos. Unos pocos (como el padre de Sean, quizá) tienen una perspicacia y una tranquilidad natural que no precisan enseñanza ni asistencia alguna. Pero también están los que tienen los ojos ligeramente velados por la cortina de la falsedad, y que podrían, con la ayuda del maestro adecuado, llegar a ver con claridad algún día. Buda decidió que se haría maestro de esa pequeña minoría, de «los cegados por una leve cortina de polvo».
Espero encarecidamente ser una de esas personas cegadas sólo por una cortinilla de polvo, pero no lo sé. Sólo sé que me he visto abocada a buscar la paz interior en circunstancias que a los demás les pueden parecer algo drásticas. (Por ejemplo, cuando conté a un amigo mío de Nueva York que me iba a India a vivir en un ashram para buscar la paz divina, suspiró y me dijo: «Ah, pues hay una parte de mí que está deseando hacer eso mismo... pero la verdad es que no me apetece lo más mínimo».) Pero a mí me da la sensación de que no me queda más remedio. Llevo tantos años intentando hallar la satisfacción, histéricamente, probándolo todo, acumulando cosas, triunfando profesionalmente, que al final sólo he conseguido estar agotada. Si corres para intentar atrapar la vida, morirás en el intento. Si persigues al tiempo como si fuese un bandido, se acabará comportando como tal; siempre te sacará muchos metros o kilómetros de ventaja, se cambiará de nombre o de color de pelo para darte el esquinazo, se escabullirá por la puerta trasera del hotel justo cuando tú entras por la puerta principal con una orden de registro, dejando una colilla humeante en el cenicero para molestar. En algún momento no te quedará más remedio que dejarlo, porque el tiempo no se va aparar nunca. Tendrás que admitir que no puedes darle caza. Y que, además, tampoco tienes por qué hacerlo. En algún momento, como siempre me dice Richard, tienes que aceptar las cosas como son y quedarte quieta y dejar que las cosas pasen solas.
Pero eso de aceptar las cosas como son nos asusta mucho a los que creemos que el mundo se mueve porque tiene una manivela que movemos nosotros, y que si soltamos esa manivela un solo instante, pues... será el fin del universo. Pero déjalo ya, Zampa. Ese es el mensaje que tengo que asimilar. Quédate quietecita y deja de meterte en todo sin parar. Y a ver qué pasa. Seguro que los pájaros no van a dejar de volar y caer muertos del cielo, por ejemplo. Ni los árboles se van a marchitar y morir, ni los ríos se van a teñir de rojo sangre. La vida seguirá. Hasta la oficina de correos italiana seguirá funcionando a trancas y barrancas, yendo a su bola sin ti. ¿De dónde te has sacado eso de que tienes que ser la microdirectora del mundo entero a todas horas? ¿Por qué no lo dejas en paz?
Cuando oigo ese argumento, me suena convincente. Intelec tualmente, me lo creo. En serio. Pero después me planteo -con ese anhelo inexorable, con toda mi histeria febril y ese absurdo carácter hambriento que tengo- ¿a qué voy a dedicar mi energía, entonces?
Para eso también recibo una respuesta:
Busca a Dios, me sugiere mi gurú. Busca a Dios como busca el agua un hombre con la cabeza en llamas.
La mañana siguiente, mientras medito, vuelvo a encontrarme con todos mis pensamientos cáusticos y odiosos. Son como esos agentes de telemarketing, que siempre llaman en el momento más inoportuno. Lo que más me asusta de la meditación es descubrir que mi mente no es ese sitio fascinante que a mí me parecía. La verdad es que sólo pienso en un par de cosas, siempre las mismas, y pienso en ellas sin parar. Creo que el término más común es «comerse el coco». Me como el coco con mi divorcio, el drama de mi matrimonio, las cosas en las que me equivoqué, las cosas en las que se equivocó mi marido y al final (y siempre me atasco en este tema espinoso) empiezo a comerme el coco con David...
Esto último me da bastante vergüenza, la verdad. Porque aquí estoy, en tm templo sagrado de la India, ¿y no hago más que pensar en mi ex novio? Pero ¿quién soy? ¿Una colegiala, o qué?
Y entonces recuerdo la historia que me contó mi amiga De borah, la psicóloga. En la década de 1980 el Ayuntamiento de Filadelfia le pidió que diera asistencia psicológica a un grupo de refugiados camboyanos que acababan de llegar -en barcos abarrotados- a la ciudad. Deborah es una psicóloga excelente, pero ese trabajo le supuso un verdadero reto. Los camboyanos aquellos habían sufrido los peores padecimientos que los humanos pueden infligirse unos a otros: genocidio, violación, tortura, inanición, la contemplación del asesinato de sus parientes, largos años de encierro en campos de refugiados y arriesgadas travesías en barco hacia Occidente con peligro de morir ahogados y devorados por los tiburones. ¿Qué podía hacer una psicóloga como Deborah para ayudar a unas personas así? ¿Cómo iba a poder comprender el nivel de sufrimiento que habían padecido?
-¿A que no sabes de qué quería hablar esta gente cuando les dijeron que iban a tener asistencia psicológica? -me preguntó Deborah.
Lo único que decían era: Conocía un tipo cuando estaba en el campo de refugiados y nos enamoramos. Yo creía que él me quería, pero nos tocó ir en barcos separados y él se enredó con mi prima. Se casó con ella, pero dice que me quiere a mí y no hace más que llamarme, y sé que le debería decir que me deje en paz, pero lo sigo queriendo y no puedo dejar de pensar en él. Y no sé qué hacer...
Así es como somos los seres humanos. Colectivamente, como especie, ése es nuestro paisaje sentimental. Una señora muy mayor, que tenía casi 100 años, me dijo: «A lo largo de la historia las dos preguntas que han traído de cabeza a la humanidad son éstas: ¿Cuánto me quieres? y ¿Quién manda aquí?». Todo lo demás tiene solución, pero el asunto del amor y el control nos saca lo peor, nos desquicia, nos lleva a la guerra y nos hace padecer enormes sufrimientos. Y ambos temas desgraciadamente (o puede que obligadamente) afloran de manera constante en el ashram. Cuando me siento en silencio y me contemplo la mente, me pongo a pensar en cosas relacionadas con la nostalgia y el control, y me agobio, y ese agobio me impide evolucionar.
Esta mañana, después de pasar una hora sufriendo por los pensamientos que me venían a la cabeza, intenté meditar usando una idea nueva: la compasión. Le pedí a mi corazón que, por favor, le diera a mi alma una mayor generosidad a la hora de juzgar el funcionamiento de mi mente. En lugar de considerarme una fracasada, ¿no podía considerarme un ser humano más (y bastante normal, por cierto)? Los pensamientos afloraron como siempre -muy bien, así será- y después salieron los sentimientos reprimidos. Empecé a sentirme frustrada y a verme como una persona solitaria y amargada. Pero entonces brotó una enfurecida respuesta de las profundidades de mi corazón y me dije a mí misma: «Esta vez no te voy a juzgar por pensar eso».
Mi mente intentó protestar, diciendo: «Sí, pero eres una fracasada, una perdedora, y nunca llegarás a nada...».
Y, de repente, fue como si me rugiera un león dentro del pecho, ahogando con su furia todos aquellos disparates. Una voz me bramó por dentro, una voz atronadora que no había oído en mi vida. Era tan potente -internamente, eternamente- que me tapé la boca con la mano por miedo a que si la abría y dejaba salir el sonido resquebrajaría los cimientos de todos los edificios de aquí a Detroit.
Y esto fue lo que bramó la voz:
¡NO tienes ni la menor idea de lo fuerte que es mi amor!
La galerna que acompañaba a esta frase desperdigó la basura negativa de mi mente; las ideas huyeron como pájaros y liebres y antílopes, largándose aterrorizadas. Y se hizo el silencio. Un silencio intenso, vibrante y estremecido. El león de la selva de mi corazón miró su apaciguado reino con aire satisfecho. Entonces se relamió, cerró sus ojos dorados y se durmió otra vez.
Y entonces, en medio de ese regio silencio, al fin empecé a meditar sobre (y con) Dios.
Richard el Texano tiene cosas que son para matarlo. Cuando se cruza conmigo en el ashram y se da cuenta por la expresión de mi cara de que estoy a kilómetros de distancia, siempre me dice:
-Dale recuerdos a David.
-Déjame en paz -le contesto-. No tienes ni idea de lo que estoy pensando, listillo. Por supuesto, tiene toda la razón.
Otra de sus costumbres es esperarme cuando salgo de la sala de meditación, porque le gusta ver la cara de descontrol y enajenación que tengo al salir de ahí. Como si me hubiera estado peleando con cocodrilos y fantasmas. Dice que nunca ha visto a nadie luchar tanto contra sí misma. Eso no sé si será verdad o no, pero lo cierto es que lo que vivo en la oscuridad de la sala de meditación es bastante intenso. La experiencia más temible es cuando aflojo con miedo la reserva de energía que me queda y me sube por la columna una auténtica turbina. Me río al pensar que haya podido tachar la idea del kundalini shakti de simple mito. Cuando la energía ésta me atraviesa, ruge como un motor diésel en primera y lo único que me pide es una cosa muy simple: ¿Me puedes hacer el favor de ponerte del revés, con los pulmones y el corazón y las visceras por fuera y el universo entero por dentro? ¿Y puedes hacer eso mismo sentimentalmente también? En este sitio ensordecedor el tiempo se pone a hacer cosas raras y me veo transportada -entumecida, atontada y atónita- a mundos muy extraños, donde experimento todas las sensaciones posibles: el fuego, el frío, el odio, la lujuria, el miedo... Cuando se acaba, me pongo en pie y me tambaleo hacia la luz del día en tal estado -con un hambre devorador, una sed tremenda, excitada sexualmente- que parezco un soldado desembarcando con tres días de permiso. Richard suele estarme esperando, dispuesto a reírse de mí. Siempre me molesta con lo mismo cuando ve la cara desconcertada y agotada con la que salgo:
-¿Crees que alguna vez sacarás algo en claro, Zampa? Pero esta mañana, después de haber oído rugir al león eso de NO TIENES NI LA MENOR IDEA DE LO FUERTE QUE ES MI AMOR, salgo de meditar sintiéndome la reina de todas las batallas. A Richard no le da ni tiempo de preguntarme si me voy a enterar de algo en esta vida, porque lo miro a la cara y le digo: -Ya está, listillo.
-Mírala -dice Richard-. Esto sí que es para celebrarlo. Dale, nena, vamos al pueblo, te invito a un ThumbsUp .
El ThumbsUp es un refresco indio, una especie de CocaCola pero con nueve veces más azúcar y el triple de cafeína. Creo que también es posible que tenga algo de metanfetamina. Yo, cuando lo tomo, veo doble. Un par de veces a la semana Richard y yo vamos andando al pueblo y compartimos una botella pequeña de ThumbsUp -un deporte de riesgo después de la pureza de la comida vegetariana del ashram-, siempre procurando no tocar la botella con los labios. Richard tiene una norma bastante sensata para viajar por India: «No tocar nada excepto a ti mismo». (Sí, también me planteé esa frase como título del libro.)
En el pueblo tenemos nuestros sitios preferidos: siempre pasamos a decir una breve oración en el templo y vamos a saludar al señor Panicar, el sastre, que nos da la mano y nos dice: «¡Enhorabuena de conocerte!», todas las veces. Vemos unas vacas que se pasean tan campantes, disfrutando de su estatus de animal sagrado (la verdad es que abusan de sus privilegios con eso de tumbarse en mitad de la calle para demostrar lo benditas que son) y vemos a unos perros rascarse como preguntándose qué hacen ellos en un sitio como ése. Vemos a unas mujeres construyendo calles bajo el sol abrasador, partiendo piedras con unos mazos enormes, descalzas, increíblemente hermosas con sus saris coloreados como joyas y sus collares y pulseras. Nos dedican unas sonrisas deslumbrantes que a mí me cuesta mucho comprender. ¿Cómo pueden estar felices haciendo un trabajo tan duro en unas circunstancias tan terribles? ¿Cómo es posible que no se desmayen todas y se mueran a los quince minutos de estar a pleno sol con tm mazo en la mano? Le pido al señor Panicar, el sastre, que me lo explique y me dice que así son todos los paisanos de aquí, que las gentes de estas tierras han nacido acostumbradas a trabajar duro y es lo único que saben hacer.
-Además -añade como el que no quiere la cosa-, las gentes de aquí no viven muchos años.
Es un pueblo pobre, por supuesto, pero no misérrimo para lo que hay en India; la presencia (y la caridad) del ashram y el hecho de que circule algo de dinero occidental suponen una diferencia importante.
Tampoco es que haya mucho que comprar aquí aunque a Richard y a mí nos gusta mirar las tienduchas donde venden collares y estatuillas. Hay unos tipos de Cachemira -muy buenos vendedores, la verdad- que se pasan la vida intentando vendernos sus trastos. Hoy uno de ellos me ha dado una matraca de cuidado, preguntándome si «la señora no quiere comprar una magnífica alfombra de Cachemira para su casa».
Al oírle, a Richard le entra la risa. Uno de sus deportes preferidos es reírse de mí por no tener casa.
-No sigas, hermano -le dice al vendedor de alfombras-. Esta pobre mujer no tiene ningún suelo en el que poner una alfombra.
Sin acobardarse el vendedor nos dice: «Entonces, ¿tal vez la señora quiera colgar una alfombra en su pared?».
-Pues, lo que son las cosas -contesta Richard-, el caso es que también anda tm poco escasa de paredes. -¡Pero tengo un alma valerosa! -me defiendo.
-Y otras cualidades magníficas -añade Richard, echándome un cumplido por una vez en su vida.
Lo más arduo de mi experiencia en el ashram no es la meditación, a decir verdad. Porque eso es duro, obviamente, pero no fatídico. Aquí hay otra cosa que se me hace aún más cuesta arriba. Lo verdaderamente fatídico es lo que hacemos todas las mañanas después
de meditar y antes de desayunar (por Dios, qué largas se me hacen las mañanas): un cántico llamado el Gurugita. Richard le llama «El Regurgita» y a mí se me ha atragantado desde el primer momento. No me gusta nada; nunca me ha gustado, desde la primera vez que lo escuché, en el ashram de los montes de Nueva York. Me encantan todos los demás cánticos e himnos de este tipo de yoga, pero el Gurugita me parece largo, agotador, ruidoso e insufrible. Es una opinión personal, evidentemente; a otras personas les encanta, cosa que me parece incomprensible.
El Gurugita tiene 182 versos. Vamos, es para tirarse de los pelos (cosa que a veces hago) y cada verso es un párrafo escrito en un sánscrito impenetrable. Con el cántico del preámbulo y el estribillo del final se tarda como una hora y media en cantarlo entero. Todo esto es antes de desayunar, como ya he dicho, y después de habernos pasado una hora meditando y veinte minutos cantando el primer himno de la mañana. Bien mirado, el Gurugita es el motivo por el que nos tenemos que levantar a las tres de la mañana en este sitio.
No me gusta la melodía y no me gustan las palabras. Cuando esto se lo cuento a alguno de los estudiantes del ashram, me dicen: «¡Ay, pero es un texto sagrado!» Ya, pero el Libro de Job también y no me pongo a cantármelo entero todas las mañanas antes de desayunar.
El Gurugita tiene un linaje espiritual impresionante, eso sí; es un extracto de un libro sagrado del yoga llamado el Skanda Pura na, del que sólo se conserva un pequeño fragmento, traducido del sánscrito. Como la mayor parte de los textos del yoga, está escrito en forma de conversación, casi como un diálogo socrático. La conversación es entre la diosa Parvati y el todopoderoso y omnipresente dios Siva. Parvati y Siva son la encarnación divina de la creatividad (femenina) y la conciencia (masculina). Ella es la energía generativa del universo; él es la sabiduría indeterminada. A todo lo que Siva imagina Parvati le da vida. El lo sueña; ella lo materializa. Su danza, su unión (su yoga), es tanto la causa del universo como su manifestación.
En el Gurugita la diosa pregunta al dios cuáles son los secretos de la satisfacción mundana y él se los cuenta. Pero es un himno que me pone de nervios, la verdad. Esperaba que mi opinión sobre el Gurugita cambiara durante mi estancia en el ashram. Pensaba que, estando en un entorno indio, aprendería a amarlo. Pero, curiosamente, me ha pasado justo lo contrario. En las semanas que llevo aquí he pasado de tenerle manía a odiarlo a muerte. He empezado a saltármelo y a dedicar la mañana a hacer otras cosas que me parecen mucho mejores para mi desarrollo espiritual, como escribir en mi cuaderno, o ducharme, o llamar a mi hermana a Pensilvania a preguntarle por los niños.
Richard el Texano siempre me echa la bronca por pirarme.
-Me he dado cuenta de que esta mañana te has saltado «El Regurgita» -me dice. Y yo le contesto:
-Me estoy comunicando con Dios de otra manera.
-¿Cómo? ¿Durmiendo? -me pregunta.
Pero, cuando hago un esfuerzo y voy al cántico, lo único que consigo es agobiarme. Me refiero a que me entra agobio físico. Más que cantar yo, me da la sensación de que el himno me lleva a rastras. Me hace sudar. Y eso sí que es raro, porque yo soy una de esas personas que siempre tienen frío y en esta parte de India en enero hace frío antes de que salga el sol. Todos los demás se pasan lo que dura el cántico tapados con mantas de lana y llevan gorros para mantener el calor mientras yo me voy quitando cosas conforme avanza el canturreo, chorreando como tm caballo de granja agotado de trabajar. Cuando salgo del templo después del Gurugita, el sudor que me cubre la piel humea al entrar en contacto con el aire frío, como una horrible niebla verde y apestosa. Pero esa reacción física es poca cosa comparada con las oleadas de calor que me invaden cuando intento cantar ese bodrio. Además, soy incapaz de cantarlo. Sólo me sale una especie de graznido. De graznido enojado.
¿Había dicho que tiene 182 versos?
Así que hace unos días, durante una sesión de cántico especialmente asquerosa, decidí ir a hablar con el maestro que más me gusta de los que hay aquí: un monje con un nombre sánscrito maravillosamente largo que significa «El que habita en el corazón del Dios que habita en su corazón». Este monje es estadounidense, tiene sesenta y tantos años, es listo y culto. En tiempos fue profesor de arte dramático en la Universidad de Nueva York (NYU) y sigue teniendo un porte bastante venerable. Pronunció sus votos monásticos hace casi treinta años. Me cae bien porque no dice tonterías, pero es gracioso. En tm momento de confusión por el tema de David le conté mis desgracias amorosas. Después de escucharme
respetuosamente me dio el consejo más amable que se le ocurrió y luego dijo: -Y ahora me voy a besar la túnica.
Alzando el dobladillo de su hábito, le dio un sonoro beso a la tela de color azafrán. Pensando que tal vez fuese un rito religioso sólo apto para iniciados, le pregunté por qué hacía eso.
-Es lo que hago siempre cuando viene gente a pedirme consejos amorosos -me dijo-. Así doy gracias a Dios por ser un monje y no tener que vérmelas con este tipo de historias.
Así que sabía que podía confiar en él para hablarle sinceramente de mis problemas con el Gurugita. Una noche, después de cenar, fuimos a dar un paseo por el jardín y después de contarle lo poco que me gustaba el dichoso himno le pedí permiso para dejar de cantarlo. Al oírme, se echó a reír y me dijo:
-No tienes que cantarlo si no quieres. Aquí nadie te va a obligar a hacer nada que no quieras hacer.
-Pero la gente dice que es un ejercicio espiritual vital.
-Lo es. Pero no te puedo decir que vayas a ir al infierno por no hacerlo. Lo único que sí te digo es que la gurú ha dejado ese tema muy claro: el Gurugita es un texto esencial de este yoga y puede que, junto con la meditación, sea el ejercicio más importante que puedas hacer. Si te vas a quedar en este ashram, se espera de ti que seas capaz de levantarte todas las mañanas a cantarlo.
-Si no es que me importe levantarme temprano... -Entonces, ¿qué te pasa?
Le expliqué al monje por qué había acabado odiando el Gurugita, la sensación tan siniestra que me producía.
-Anda, pues es verdad -me dijo-. Si sólo con hablar de ello ya has adoptado una mala postura. Era verdad. Las axilas se me estaban llenando de un sudor frío y pegajoso.
-¿Y no puedo aprovechar ese tiempo para hacer otros ejercicios? Alguna vez me ha pasado que al ir a la cueva durante el Gurugita he conseguido concentrarme bien para meditar.
-Ah, pues Swamiji te habría gritado por hacer eso. Te habría llamado bribona por aprovecharte de la energía que viene del trabajo de los demás. Mira, el Gurugita no hay que tomárselo como una canción más o menos divertida. Tiene una función distinta. Es un texto con un poder inimaginable. Es un poderoso ejercicio de purificación. Te quema toda la basura que has ido acumulando, todos los sentimientos negativos. Y te tiene que estar haciendo un efecto positivo si te produce sentimientos y reacciones físicas tan fuertes al cantarlo. Estos ejercicios pueden ser angustiosos, pero también son muy beneficiosos.
-¿Cómo consigues mantenerte motivado para seguir cantándolo?
-¿Qué otra alternativa hay? ¿Abandonar todo aquello que nos resulte difícil? ¿Pasarte la vida dando vueltas, aburrida e insatisfecha?
-¿Has dicho «aburrida»? -Pues sí.
-¿Y qué hago?
-Eso lo tienes que decidir tú. Pero el consejo que te doy, ya que me lo has pedido, es que sigas cantando el Gurugita mientras estés aquí precisamente por la reacción tan intensa que te produce. Si algo te afecta de esa manera, puedes estar segura de que te está sirviendo para algo. Eso es lo que hace el Gurugita. Te quema el ego, te convierte en pura ceniza. Por supuesto que es duro, Liz. El poder que tiene rebasa nuestra comprensión racional. Sólo te queda una semana de estar en el ashram, ¿verdad? Y entonces tendrás libertad para viajar y divertirte. Pues cántalo siete veces más y nunca tendrás que volver a hacerlo.
Recuerda lo que dice nuestra gurú: tienes que estudiar científicamente tu propia experiencia. No has venido aquí de turista o periodista; has venido como exploradora. Así que ponte a explorar.
-Entonces, ¿no me liberas?
-Puedes liberarte a ti misma cuando te dé la gana, Liz. Lo pone en el contrato celestial que regula lo que llamamos el libre albedrío.
Así que a la mañana siguiente fui a la sesión de cántico llena de buenas intenciones, y el Gurugita me tiró por una escalera de cemento de diez metros de altura o eso me pareció a mí. El día siguiente fue aún peor. Me levanté hecha una furia y fui al templo sudando, hirviendo por dentro, rebosando ira. No hacía más que pensar: «Sólo es una hora y media. Eres perfectamente capaz de aguantar una hora y media haciendo algo. Por el amor de Dios, si tienes amigas que han soportado partos de catorce horas...». Pero, si me hubieran pegado a la silla, no habría estado más incómoda de lo que estaba. Notaba unas bolas de fuego, como unas oleadas de sofoco menopáusico, y me parecía que me iba a desmayar en cualquier momento o que iba a morder a alguien de lo indignada que estaba.
Sentía una furia descomunal. Iba contra todas las personas del mundo, pero sobre todo contra Swamiji, el maestro de la gurú, que era el que había establecido el rito de cantar el Gurugita. Y no era mi primer encontronazo con el gran yogui difunto. Era él quien se me había aparecido en el sueño de la playa, insistiendo en que le dijera cómo pensaba detener el mar, y siempre me parecía que se estaba burlando de mí.
Durante toda su vida Swamiji fue implacable, un látigo espiritual, por así decirlo. Igual que san Francisco de Asís, pertenecía a una familia adinerada y debería haberse ocupado del negocio familiar. Pero siendo joven conoció a un santo en tm pueblo próximo al suyo y aquella experiencia lo marcaría para siempre. Sin haber cumplido los 20 Swamiji se fue de casa vestido con tm simple calzón y pasó años haciendo peregrinajes a todos los lugares sagrados de India, buscando a un verdadero maestro espiritual. Parece ser que conoció a más de sesenta santos y gurús sin hallar al maestro que buscaba. Ayunó, caminó descalzo, durmió al aire libre en plena tormenta del Himalaya, tuvo malaria y disentería, pero siempre dijo que los años más felices de su vida fueron aquéllos, mientras buscaba un maestro que pudiera mostrarle a Dios. Swamiji fue sucesivamente hathayogui, experto en medicina ayurvé dica, cocinero, arquitecto, jardinero, músico y espadachín (cómo me gusta eso). Llegó a la mediana edad sin haber encontrado tm gurú, hasta que un día se cruzó con un sabio loco que iba desnudo y que le aconsejó volver a su pueblo, al lugar donde había conocido al santo siendo niño, y que tomara a ese gran santo por maestro.
Swamiji le obedeció. Volvió a su pueblo y se convirtió en el estudiante más devoto del gran sabio; al fin alcanzó la iluminación gracias a las enseñanzas de su maestro. Finalmente, el propio Swamiji llegó a ser un gurú. Con el tiempo su ashram en India pasó de ser una granja baldía con una casucha de tres habitaciones al exuberante jardín que es hoy. Entonces tuvo una inspiración y emprendió una revolución para lograr la meditación mundial. En la década de 1970 llegó a Estados Unidos y dejó a todo el mundo pasmado. Todos los días daba la iniciación divina -el shaktipat- a centenares de miles de personas. Tenía un poder inmediato y transformativo. El reverendo Eugene Ca llender (un respetado defensor de los derechos civiles, compañero de Martin Luther King y hoy pastor de una iglesia baptis ta de Harlem) recuerda haber conocido a Swamiji en aquellos años y cuenta que al ver a aquel hombre indio cayó de rodillas asombrado, pensando: «Esto no es un engaño ni una vendida de moto, esto es verdad pura y dura... Este hombre te mira y lo sabe todo de ti».
Swamiji exigía entusiasmo, entrega y autocontrol. Siempre regañaba a la gente por ser jad, una palabra hindi que significa «inerte». Trajo el clásico concepto de la disciplina a la vida de sus rebeldes seguidores occidentales, mandándoles que dejaran de perder tanto tiempo y energía (propios y ajenos) con toda esa bobada de la indiferencia hippy. Tan pronto te tiraba su bastón a la cara como te daba un abrazo. Fue un hombre complejo, a menudo polémico, pero también muy influyente. Si en Occidente tenemos acceso a muchos de los textos de yoga clásicos es gracias a que Swamiji organizó y dirigió la traducción y la recuperación de textos filosóficos que se habían olvidado incluso en India.
Mi gurú fue la discípula más entregada que tuvo Swamiji. Nació, literalmente, para ser su discípula; sus padres, también indios, estaban entre sus primeros seguidores. De pequeña a veces se pasaba dieciocho horas seguidas entonando un cántico religioso, incansable en su devoción. Swamiji supo ver el potencial que tenía y cuando era aún una niña la eligió como traductora. Viajó por el mundo entero con él, prestándole tanta atención, según contaría ella después, que le parecía oírle hablar incluso a través de las rodillas. En 1982, sin haber cumplido los 20, se convirtió en su sucesora.
Todos los gurús verdaderos se parecen porque viven en un constante estado de autorrealización, pero sus características externas difieren. Las diferencias aparentes entre mi gurú y su maestro son enormes: ella es una mujer femenina, políglota, universitaria y profesional; él era un viejo león nacido en el sur de la India, unas veces caprichoso y otras tiránico. A mí, que soy una buena chica nacida en Nueva Inglaterra, me es más fácil seguir a mi maestra tan viva y convincente, una gurú de esas que puedes lle var a casa y presentársela a papá y mamá. Porque Swamiji... era demasiado. Cuando entré en contacto con este yoga y empecé a ver fotos suyas y a oír historias sobre él, pensé: «Voy a procurar no tener nada que ver con este personaje. Es demasiado grande. Me pone nerviosa».
Pero ahora que estoy aquí en India, en el ashram que fue su casa, al que busco es a él. La única presencia que noto es la suya. Es él con quien hablo cuando rezo y medito. Me paso veinticuatro horas enganchada a Swamiji. Aquí estoy, metida en el horno de Swamiji, y el efecto que me produce es patente. Ha muerto, pero tiene una cuahdad muy terrenal y omnipresente. Es el maestro que necesito cuando estoy pasando por un momento complicado, porque aunque le insulte y le muestre todos mis fallos y defectos lo único que hace es reírse. Reírse, pero queriéndome.
Y esa risa me indigna y esa indignación me hace moverme. Y cuando más próximo lo noto es cuando me empeño en cantar el Gurugita con sus insondables versos en sánscrito. Me paso el himno entero discutiendo con Swamiji dentro de mi cabeza, diciéndole cosas del tipo: «¡Pues a ver si haces algo por mí, porque yo estoy haciendo esto por ti! ¡A ver si veo algún resultado palpable! ¡A ver si es verdad que salgo de esta historia purificada!» Ayer me indigné tanto al mirar el devocionario y ver que estábamos sólo en el Verso Veinticinco y que yo ya estaba en pleno sofoco, sudando (pero no como una persona normal, sino como un pollo), que solté en voz alta: «¡Ya, basta de tonterías!»
Y unas cuantas mujeres se volvieron y me miraron asustadas, esperando, sin duda, verme la cabeza girando diabólicamente sobre el cuello.
Cada cierto tiempo recuerdo que hace poco vivía en Roma y me pasaba las mañanas comiendo pasteles, bebiendo capuchinos y leyendo el periódico.
Ésos sí que eran buenos tiempos. Aunque ya parecen muy lejanos.
Esta mañana me quedé dormida. Como soy una vaga de mucho cuidado me he quedado adormilada en la cama hasta pasadas las cuatro de la madrugada. Cuando me desperté, faltaban un par de minutos para que empezara el Gurugita, así que me levanté a regañadientes, me eché agua en la cara, me vestí y - sucia, malhumorada y resentida- me dispuse a salir de mi habitación en la negrura previa al amanecer... encontrándome con la desagradable sorpresa de que mi compañera de cuarto, que ya se había ido, me había dejado encerrada.
La verdad es que hacer una cosa así molesta. La habitación no es muy grande y fijarte en que la otra sigue metida en la cama no parece tan complicado. Mi compañera de habitación es una mujer responsable y práctica, una australiana que tiene cinco hijos. No le queda nada hacer una cosa así. Pero lo ha hecho. Me ha dejado encerrada -con candado- en nuestro cuarto.
Lo primero que he pensado es: Si estabas buscando una buena excusa para no ir al Gurugita, aquí la tienes. ¿Y lo segundo? Pues lo segundo no ha sido un pensamiento, sino un acto.
Salí por la ventana.
Más concretamente, me he subido a la barandilla de mi ventana del segundo piso, agarrándome a ella con manos sudorosas y quedándome colgada a oscuras durante unos minutos, antes de hacerme una pregunta de lo más sensata: «¿Por qué estás saltando por la ventana de esta casa?». Una voz impersonal me responde con una convicción feroz: Tengo que llegar al Gurugita. Entonces me dejo caer a oscuras y caigo de espaldas unos cuatro o cinco metros hasta llegar a la acera de cemento, rozando algo que me arranca una larga tira de piel de la pierna derecha, pero no me importa. Me levanto y corro descalza con el pulso latiéndome en las sienes, hasta el templo, donde encuentro un asiento libre, abro el devocionario justo cuando estaba empezando el cántico y -sangrando sin parar- me pongo a cantar el Gurugita.
Cuando ya llevábamos varios versos, al fin recuperé el aliento y pude pensar lo que pensaba todas las mañanas instintivamente: No quiero estar aquí. Y la carcajada de Swamiji me tronó por toda la cabeza mientras su voz me decía: Pues tiene gracia, porque parece que quieres estar aquí a toda costa.
Y yo le contesté: Muy bien. Tú ganas.
Me quedé ahí sentada, cantando, sangrando y pensando que quizá había llegado el momento de plantearme cambiar mi relación con este ejercicio espiritual en concreto. El Gurugita debía ser un himno de amor puro, pero algo me estaba impidiendo ofrecer ese amor de una manera sincera. Así que al ir cantando los versos me di cuenta de que necesitaba algo -o alguien- a quien dedicar este himno para hallar el amor puro en mi interior. Fue al llegar al verso vigésimo cuando se me ocurrió: Nick.
Nick, mi sobrino, es un niño de 8 años, delgaducho para su edad, tan listo, ocurrente, sensible y complicado que da casi miedo. Pocos minutos después de nacer, de todos los recién nacidos que berrean en la unidad infantil, el único que no llora es él, que mira a su alrededor con una mirada adulta, sabia y sensible, como si ya hubiera pasado por el trance varias veces y no le quedaran muchas ganas de repetirlo. Es un niño a quien la vida no le resulta sencilla, un niño que oye, ve y siente las cosas intensamente, un niño que a veces tiene arrebatos emotivos que nos desquician a todos. Yo le tengo un cariño enorme y, además, me saca el instinto protector. Caí en la cuenta -calculando la diferencia horaria entre India y Pensilvania- de que estaría a punto de irse a la cama. Así que canté el Gurugita a mi sobrino Nick para ayudarlo a dormir. A veces le cuesta dormirse, porque tiene una mente muy inquieta. Por eso le dediqué las palabras piadosas del himno a Nick. Llené el cántico con todo lo que hubiera querido enseñarle de la vida. Procuré usar cada frase para explicarle que el mundo a veces es duro e injusto, pero que él tiene la suerte de ser un ruño muy querido. Está rodeado de personas dispuestas a hacer lo que sea para ayudarlo. Y no sólo eso, sino que en el fondo de su ser tiene una sabiduría y una paciencia que se van a revelar con el tiempo y lo van a sacar de cualquier apuro. Mi sobrino es un regalo de Dios a todos nosotros. Usé el viejo texto sánscrito para contárselo a él y al poco tiempo vi que estaba llorando unas lágrimas frías. Pero, cuando iba a secármelas, me di cuenta de que el Gurugita había acabado. La hora y media había pasado ya. Y a mí me habían parecido diez minutos. Asombrada, comprendí que era Nick el que me había guiado. Ese pequeño ser al que había querido ayudar me había ayudado a mí.
Caminé hacia el altar del templo y me arrodillé hasta tocar el suelo con la frente para dar las gracias a mi Dios, al poder revolucionario del amor, a mí misma, a mi gurú y a mi sobrino, entendiendo de golpe a nivel molecular (no a nivel intelectual) que todas esas palabras, ideas y personas eran, en realidad, lo mismo. Entonces me metí en la cueva de meditación, me salté el desayuno y pasé casi dos horas notando vibrar el silencio. Obviamente, Richard el Texano hizo todo lo posible para burlarse de mí por haber saltado por la ventana, pues me decía todas las noches después de cenar: «Mañana nos vemos en "El Regurgita", Zampa. Pero, una cosa, procura bajar por las escaleras esta vez, ¿De acuerdo?». Y, por cierto, cuando llamé a mi hermana una semana después, me contó que, inexplicablemente, Nick había empezado a dormirse sin ningún problema. Y, cómo no, varios días después estaba en la biblioteca leyendo un texto sobre el santo indio Sri Ramakrisna, cuando me topé con la historia de una devota que vino a ver al gran maestro y le confesó que temía no tener la suficiente fe ni el suficiente amor a Dios. Y el santo le dijo: «¿No hay nada que ames?». La mujer admitió que adoraba a su joven sobrino más que nada en el mundo. El santo le respondió: «Pues bien. El será tu Krisna; será tu venerado. El culto que rindas a tu sobrino será tu culto a Dios».
Pero todo esto tiene poca importancia. El suceso verdaderamente sorprendente ocurrió el mismo día en que salté por la ventana. Esa tarde me encontré con Delia, mi compañera de cuarto. Le conté que me había dejado encerrada en nuestra habitación. Se quedó atónita.
-¡Pero cómo he podido hacer eso! -exclamó-. Además, llevo toda la mañana pensando en ti. Anoche soñé contigo y las imágenes se me han quedado marcadas. Llevo todo el día acordándome.
-Cuéntamelo -le pedí.
-Te veía envuelta en llamas -me confesó Delia-. Y tu cama estaba incendiada también. Yo me levantaba de mi cama para ayudarte, pero al acercarme ya no quedaba de ti más que un mon toncillo de ceniza blanca.
Fue entonces cuando decidí que tenía que quedarme más tiempo en el ashram. La verdad es que no entraba dentro de mis planes para nada. Pensaba pasar aquí sólo seis semanas, vivir una experiencia trascendental y seguir viajando por India para... ejem... encontrar a Dios. ¡Ya tenía los correspondientes mapas y guías y botas de montaña y todo! Pensaba visitar una serie de templos y mezquitas para conocerlos y hablar con una serie de hombres santos. Al fin y al cabo ¡estaba en India! Si hay un país con cosas que ver y vivir, es éste. Tenía kilómetros por andar, templos por explorar, elefantes y camellos por montar. Y sería una verdadera lástima perderse el Ganges, el gran desierto del Rajastán, los excéntricos cines de Mumbai, el Himalaya, las viejas plantaciones de té y los ricksbaws de Calcuta haciendo carreras como la escena de las cuadrigas de Ben Hur. Hasta pensaba conocer al Dalai Lama en marzo en Dharam sala. Esperaba que él sí fuera capaz de mostrarme a Dios.
Pero quedarme parada, inmovilizada en un pequeño ashram, en un pueblo en mitad de la nada... No, eso no entraba en mis planes.
Por otra parte, los maestros zen siempre dicen que no vemos nuestro reflejo en el agua en movimiento, sino en el agua quieta. Algo me decía que sería una negligencia espiritual salir corriendo ahora, cuando estaban pasando tantas cosas en este pequeño lugar enclaustrado donde cada minuto del día estaba organizado para facilitar la autoexploración y la vida espiritual. ¿Qué se me había perdido en un montón de trenes donde iba a acabar con no sé cuántas infecciones intestinales y rodeada de una panda de mochileros? ¿No podía dejar eso para más adelante? ¿No podía conocer al Dalai Lama en algún otro momento? Además, el Dalai Lama siempre está ahí, ¿no? (Y en caso de que muriese -Dios no lo quiera- ¿no pondrán a otro en su lugar y punto?) ¿No tenía un pasaporte que parecía la mujer tatuada de un circo? ¿Seguir viajando de verdad me iba a revelar la divinidad?
No sabía qué hacer. Me pasé un día entero dándole vueltas al tema. Como de costumbre, fue Richard el Texano el que dijo la última palabra.
-Quédate quietecita, Zampa -me soltó-. Pasa de hacer turismo. Tienes toda la vida para hacer turismo. Esto es un viaje espiritual, nena. No te largues a la mitad, no te quedes sólo a la mitad de tus posibilidades. Aquí eres una invitada de Dios. ¿De verdad vas a largarte así como así?
-Y todas las cosas bonitas que hay en India, ¿qué? -le pregunté-. ¿No da un poco de pena viajar por medio mundo para acabar encerrada en un ashram diminuto?
-Zampa, nena, haz caso a tu amigo Richard. Si eres capaz de mover ese culo blanco como la leche y plantarlo en la cueva de meditación todos los días durante los siguientes tres meses, te prometo que vas a ver cosas tan bonitas que te van a dar ganas de tirar piedras al Taj Mahal.
Esto es lo que me ha dado por pensar esta mañana mientras meditaba.
No sé adonde irme a vivir cuando acabe este año de viajar. No quiero volver a Nueva York mecánicamente. Puede que sea buena idea irme a una ciudad nueva. Se supone que Austin, en Texas, está bien. Y Chicago tiene una arquitectura maravillosa. Aunque los inviernos son horribles, eso sí. O puede que me vaya al extranjero. Me han hablado bien de Sydney... Si viviera en un sitio más barato que Nueva York, tendría una casa más grande y entonces ¡podría poner una habitación para meditar! Eso estaría bien. La pintaría de dorado. O mejor, un azul profundo. No, dorado. No, azul...
Cuando me sorprendí a mí misma pensando toda esta historia, me quedé atónita. Pensé: Aquí estás, en India, en un ashram en uno de los centros de peregrinación sagrados del planeta. Y en lugar de comulgar con la divinidad estás pensando en dónde vas a meditar dentro de un año en una casa inexistente de una ciudad que aún está por decidir. A ver si te pones las pilas, so tarada. ¿ Qué tal si te dedicas a meditar aquí mismo, ahora mismo, en el sitio donde estás en este momento?
Volví a concentrarme en la repetición silenciosa del mantra.
Minutos después me detuve durante unos segundos a retirar ese insulto que me había dedicado a mí misma cuando me había llamado tarada. No era muy cariñoso, la verdad.
Seguro que sí-pensé al momento siguiente-. Un cuarto de meditación dorado quedaría bien, seguro. Abrí los ojos y suspiré. ¿No podrías hacerlo un poco mejor?
Esa misma noche puse en práctica una cosa nueva. Acababa de conocer a una mujer del ashram que había estado estudiando la meditación vipassana, una técnica de meditación budista ul traortodoxa, simple pero intensa. Consiste en sentarse, sencillamente. Un curso de preparación para la meditación vipassana dura diez días y consiste en sentarse durante diez horas al día en tramos de silencio de entre dos y tres horas. Es el «deporte de riesgo» de la trascendencia. El maestro de vipassana ni siquiera te da un mantra, porque eso se considera una especie de trampa. La meditación vipassana es la práctica de la contemplación pura; consiste en observarte la mente y examinar exhaustivamente elmecanismo de tu pensamiento sin levantarte de tu sitio en ningún momento.
También es físicamente agotador. Está prohibido mover el cuerpo una vez que se haya uno sentado por muy incómodo que se esté. La cosa consiste en estar ahí sentado y pensar: «No existe absolutamente ningún motivo para moverme en las dos horas siguientes». Si estás incómodo, debes meditar sobre esa incomodidad, estudiando el efecto que te produce el dolor físico. En la vida real no hacemos más que adaptarnos a la incomodidad -física, sentimental y psicológica- para evadirnos de esa realidad llena de sufrimiento y molestias. La meditación vipassana nos enseña que el sufrimiento y las molestias son inevitables en esta vida, pero si experimentas la quietud necesaria con el tiempo descubrirás que todo (lo incómodo y lo hermoso) pasa con el tiempo.
«El mundo está lleno de muerte y podredumbre, pero los sabios no sufren, porque conocen las urdimbres del mundo», dice un clásico axioma budista. En otras palabras: «Es lo que hay. Acostúmbrate».
No creo que la vipassana sea necesariamente el camino adecuado para mí. Es demasiado austero para mi noción de ejercicio espiritual, que tiene más que ver con la compasión y el amor y las mariposas y la felicidad y un Dios amable (lo que mi amiga Darcy llama la «Teología para Adolescentes»). En la vipassana ni siquiera se habla de «Dios», porque ciertos budistas consideran que la idea de Dios es la base de la dependencia, la manta que nos protege de la inseguridad, lo último que hay que abandonar en el camino hacia el desapego total. A mí lo del desapego no acaba de convencerme del todo. He conocido personas muy espirituales que parecen vivir en un estado de desconexión total de los demás seres humanos y a los que, cuando me hablan de su sagrado anhelo de desapego, me dan ganas de sacudirles y gritar: «¡Oye, si eso es lo último que necesitas!»
Aun así, entiendo que un cierto grado de desapego inteligente puede ser un valioso instrumento de paz en esta vida. Un día, después de pasarme la tarde leyendo sobre la meditación vipassana, me dio por pensar que me paso la vida boqueando como un pez, la mitad de las veces huyendo de alguna molestia y la otra mitad lanzándome ansiosa hacia algo que promete un mayor placer. Y me planteé si podría servirme de algo (a mí y a los que me sufren porque me quieren) aprender a estarme quieta y aguantar un poco sin lanzarme a la farragosa carretera de la circunstancia.
Esta tarde he vuelto a plantearme todos estos temas en un banco tranquilo que he encontrado en los jardines del ashram, donde me he instalado para meditar durante una hora al estilo vipassana. Sin movimiento, sin ansiedad, sin mantras... Contemplación pura y dura. Vamos a ver qué pasa. Por desgracia había olvidado lo que pasa en India al anochecer: se llena todo de mosquitos. No había hecho más que sentarme en ese banco de ese sitio tan bonito cuando oí a los mosquitos lanzarse hacia mí, rozándome la cara y embistiéndome -en formación- la cabeza, los tobillos, los brazos. Y cómo ardían sus fieros picotazos. Aquello no me gustó nada. Pensé: «No parece una buena hora para la meditación vipassana».
Por otra parte, ¿cuándo es un buen momento del día, o de la vida, para sentarse a practicar una quietud desapegada? ¿En qué momento no tenemos algo revoloteándonos alrededor, intentando distraernos y sacarnos de quicio? Así que tomé una decisión (inspirada de nuevo por el precepto de mi gurú de que tenemos que estudiar científicamente nuestra propia experiencia). Me propuse hacer el siguiente experimento: ¿ Qué tal si acepto la situación por una vez en la vida? En lugar de dar manotazos a los mosquitos y quejarme, ¿por qué no intentaba soportar la incomodidad durante una hora de mi larga vida?
Y eso fue lo que hice. Completamente quieta, me contemplé a mí misma mientras me devoraban los mosquitos. La verdad es que, por un lado, me preguntaba de qué me iba a servir aquella especie de demostración de mi «hombría», pero también sabía que aquello era el primer paso hacia el autocontrol. Si lograba soportar esa incomodidad física que, obviamente, no ponía en peligro mi vida, entonces ¿qué incomodidades sería capaz de soportar en el futuro? ¿Soportaría las incomodidades sentimentales, que son las que me resultan más difíciles? ¿Y los celos, la ira, el miedo, la desilusión, la soledad, la vergüenza, el aburrimiento?
Al principio el picor era enloquecedor, pero acabó convirtiéndose en un escozor generalizado y al lograr sobrellevarlo experimenté una ligera euforia. Desligué el dolor de sus asociaciones concretas y le permití convertirse en una sensación pura -ni buena ni mala; sólo intensa- y esa intensidad me elevó fuera de mí, llevándome a la meditación. Pasé dos horas allí sentada. Si se me hubiera posado un pájaro en la cabeza, no lo habría notado.
Quiero dejar una cosa clara. Sé que este experimento no fue el acto de fortaleza más estoico de la historia de la humanidad y no estoy pidiendo una Medalla al Mérito ni nada parecido. Pero sí me hizo una cierta ilusión darme cuenta de que, en los 34 años que llevo sobre la tierra, nunca me había picado un mosquito sin que le diera un manotazo. A lo largo de mi vida he sido una marioneta dependiente de millones de señales como ésa -grandes y pequeñas-, que nos indican cuándo y cómo sentir el placer o el dolor. Pase lo que pase, yo siempre reacciono. Pero ahí estaba, indiferente al acto reflejo. Era algo que no había hecho jamás en la vida. Era un hecho nimio, pero ¿cuántas veces había podido lograr una cosa así? ¿Y qué podré hacer mañana que todavía no pueda hacer hoy?
Al acabar el experimento, me puse en pie, fui a mi habitación y valoré los daños. Conté veinte picaduras de mosquito. Pero a la media hora todas habían disminuido. Todo pasa. Con el tiempo todo pasa.
El anhelo de hallar a Dios es una inversión del orden terrenal normal. En nuestra búsqueda de Dios nos apartamos de lo que nos atrae y nadamos hacia lo difícil. Abandonamos nuestras cómodas costumbres con la esperanza (la mera esperanza) de que se nos ofrezca algo mejor que lo que hemos abandonado. Todas las religiones del mundo describen de un modo parecido a un buen discípulo: aquel que se levanta temprano para rezar a su Dios procura ser virtuoso, es un buen vecino, se respeta a sí mismo y a los demás y domina sus ansias. A todos nos gusta más levantarnos tarde, pero hay personas que llevan milenios levantándose antes de que salga el sol para lavarse la cara e ir a rezar. Y después luchan ferozmente para mantener sus convicciones durante la locura del día correspondiente.
Los devotos del mundo entero practican sus ritos sin tener garantizado que les sirva de nada. Obviamente, hay un sinfín de escrituras y un sinfín de curas que hacen un sinfín de promesas sobre los parabienes que te pueden deparar tus buenas obras (o amenazas sobre los castigos que te esperan si no cumples), pero incluso creerse todo esto es un acto de fe, porque ninguno de nosotros sabemos cómo va a acabar la partida. La fe es diligencia sin garantías. Tener fe equivale a decir: «Sí, acepto de antemano los términos del universo y acepto de antemano lo que ahora mismo soy incapaz de entender». Es lógico que exista lo que llamamos un «acto de fe», porque la decisión de aprobar la noción de la divinidad supone dar un salto gigantesco desde lo racional hacia lo desconocido y me da igual que los diligentes sabios de todas las religiones nos metan sus libros por los ojos para intentar demostrarnos con textos que su fe es racional, porque no lo es. Si la fe fuese racional, no sería fe. La fe es la creencia en lo que no se puede ver ni tocar. La fe es caminar -de frente y a toda velocidad- hacia las tinieblas. Si realmente tuviéramos todas las respuestas en cuanto al significado de la vida y la naturaleza de Dios y el destino del alma, la religión no sería un acto de fe ni un valiente acto de humanidad; sería simplemente... una prudente póliza de seguros.
El mundo de los seguros no me interesa. Estoy harta de ser una escéptica; la prudencia espiritual me fastidia y la controversia empírica me aburre y agota. No quiero oír ni una palabra más. Me importan un bledo las evidencias y las pruebas y las demostraciones. Lo único que busco es a Dios. Quiero tener a Dios dentro de mí. Quiero que Dios corra por mis venas como el sol corretea la superficie del agua.
Mis oraciones se han vuelto más pausadas y concretas. He pensado que no debe servir de mucho enviar al universo oraciones perezosas. Todas las mañanas, antes de meditar, me arrodillo en el templo y paso unos minutos hablando con Dios. Cuando acababa de llegar al ashram, creo que no parecía demasiado ocurrente en mis conversaciones divinas. Como estaba cansada, confusa y aburrida, todas mis oraciones sonaban igual. Recuerdo que una mañana me arrodillé, posé la frente en el suelo y le dije a mi creador: «Pues no sé lo que ando buscando... pero tú debes de tener alguna sugerencia que hacerme... así que ponte las pilas, ¿está bien?».
Se parece bastante a lo que suelo decir a mi peluquero.
Y es bastante simplón, la verdad. Es fácil imaginarse a Dios levantando las cejas al recibir la plegaria y enviando un mensaje de respuesta: «Vuelve a llamarme cuando decidas tomarte el asunto en serio».
Obviamente, Dios sabe con claridad lo que ando buscando. La cuestión es: ¿lo sé yo? Postrarte desesperadamente a los pies de Dios está muy bien -¡pero si no lo habré hecho yo!-, cuanto más pongas de tu parte, más provecho le sacarás a la experiencia. Hay un chiste italiano maravilloso sobre un pobre hombre que va todos los días a la iglesia y se pone a rezar ante la estatua de un gran santo, diciendo: «Querido santo, por favor, por favor, por favor, concédeme el don de que me toque la lotería». Y esta letanía se repite durante cuatro meses. Hasta que un día la estatua cobra vida, baja la cabeza hacia el hombre suplicante y le dice con un cansancio infinito: «Hijo mío, por favor, por favor, por favor... compra un décimo».
Rezar es relacionarse; la mitad de la tarea es mía. Si pretendo transformarme, pero no me tomo la molestia de explicar exactamente qué quiero conseguir, ¿cómo se me va a cumplir? La mitad del provecho de una oración está en la pregunta en sí, en el planteamiento de una intención claramente expuesta y bien pensada. Sin él tus ruegos y deseos serán endebles, quebradizos, inertes; formarán una fría bruma que se arremolinará en torno a ti, incapaz de despegarse. Por eso todas las mañanas dedico un rato a precisar qué es exactamente lo que ando buscando. Me arrodillo en el templo con la cara apoyada en el frío mármol, y me tomo todo el tiempo necesario para formular una oración auténtica. Si no me parece sincero lo que he pensado, me quedo postrada en el suelo hasta conseguirlo. Lo que me sirvió ayer no tiene por qué servirme hoy. Las oraciones empiezan a sonar rancias y se convierten en una cantinela soporífera si no las ponemos al día cada cierto tiempo. Estando bien alerta, podré asumir responsablemente la labor de mantenimiento de mi alma.
En mi opinión el destino también es una relación entre dos partes, una partida entre la gracia de Dios y un esfuerzo humano consciente. Hay una mitad que no controlamos en absoluto; la otra mitad está totalmente en nuestras manos y nuestros actos tendrán manifiestas consecuencias. Un ser humano no es enteramente un títere de los dioses ni enteramente dueño de su destino; es una mezcla de ambas cosas. Galopamos por la vida como artistas de circo que se bambolean precariamente a lomos de dos veloces caballos; un pie va sobre el caballo llamado «Destino» y el otro, sobre el caballo llamado «Libre Albedrío». Y la pregunta que nos hacemos todos los días es: ¿cuál caballo es cuál? ¿A cuál de los dos lo puedo dejar ir por su cuenta, porque no está bajo mi control, y a cuál lo tengo que llevar de las riendas bien sujetas?
En mi destino hay muchas cosas que se me escapan, pero hay otras que sí están bajo mi jurisdicción. Hay una serie de billetes de lotería que puedo comprar, aumentando mis posibilidades de llegar a ser feliz. Puedo decidir cómo paso el tiempo, con quién me relaciono, con quién comparto mi vida, mi dinero, mi cuerpo y mi energía. Puedo seleccionar lo que como, leo y estudio. Puedo establecer cómo voy a reaccionar antes las circunstancias desfavorables de la vida; si voy a considerarlas maldiciones u oportunidades (y cuando no consiga ser optimista, porque esté pasando por un momento de bajón, puedo decidir intentar cambiar de actitud). Puedo elegir las palabras que uso y el tono de voz que empleo para hablar con los demás. Y, por encima de todo, puedo elegir mis pensamientos.
Este último concepto es todo un descubrimiento para mí. Se lo debo a Richard el Texano que, cuando me estaba quejando de lo neura que soy, me dijo: «Zampa, tienes que aprender a seleccionar tus pensamientos, igual que eliges la ropa que te vas a poner todos los días. Es una capacidad que tienes y que puedes llegar a dominar. Si quieres controlar tu vida, tienes que controlar tu mente. En lugar de intentar controlar todo lo demás, céntrate en eso. Olvídate de todo lo demás. Porque, si no aprendes a dominar tu pensamiento, nunca vas a levantar cabeza».
De buenas a primeras parece una tarea casi imposible. ¿Controlar tus pensamientos? ¿No era al revés? Pero ¿y si es verdad que se puede? El tema no tiene nada que ver con la represión ni con la negación. La represión y la negación son complicados artificios que sirven para disimular los sentimientos negativos. Lo que dice Richard es que debemos admitir la existencia de las ideas negativas, entender de dónde vienen y por qué; y entonces -con mucha misericordia y entereza- descartarlas. Esta capacidad encaja perfectamente con toda la labor psicológica que se hace durante una terapia. La consulta de un psiquiatra nos sirve para entender por qué tenemos estas ideas destructivas; los ejercicios espirituales pueden usarse para sobreponernos a ellas. Obviamente, nos cuesta quitárnoslas de encima. Supone abandonar nuestras viejas costumbres, las reconfortantes manías de toda la vida y las estampas familiares de siempre. Es evidente que el asunto requiere una práctica y un esfuerzo firme. No es una lección que se oiga una vez y se aprenda a dominar de manera inmediata. Requiere una rutina y una buena disposición. Debemos decirnos: «Tengo que hacerlo para ser fuerte». Devofarmi le ossa, es como lo dicen en italiano. Una expresión equivalente sería «hay que hacer callo».
Por eso ahora me dedico a vigilar mis pensamientos durante todo el día; les hago un seguimiento constante. Repito este juramento unas 700 veces al día: «No daré cobijo a mis pensamientos insanos». Cada vez que veo aflorar un pensamiento denigrante, pronuncio el juramento. No daré cobijo a mis pensamientos insanos. La primera vez que me escucho decirlo me detengo en la palabra «cobijo», que cada vez se usa menos. Significa amparo, refugio, puerto. Un puerto es, obviamente, un lugar resguardado, pero abierto al exterior. Me imagino el puerto de mi mente, un poco desvencijado, marcado por las tormentas, pero bien situado y con un buen calado. El puerto de mi mente es una bahía grande, el único acceso a la isla de Yo (que es una isla volcánica joven, pero fértil y prometedora). Ha sufrido alguna que otra guerra, eso sí, pero ahora sólo busca la paz bajo una nueva gobernanta (una servidora) con un programa político destinado a lograr la protección de la zona. Y ahora -a ver si se corre la noticia por los siete mares- las leyes son mucho más estrictas en cuanto a quién tiene acceso al puerto y quién no.
Ya no se puede entrar cargado de ideas crueles e injustas, con torpederos apestados de ideas, con mercantes esclavistas atestados de ideas, con buques de guerra atiborrados de ideas. Todos ellos serán rechazados. Tampoco se dará paso a los pensamientos de los desterrados furiosos o famélicos, de los amargados y los propagandistas, de los amotinados y los asesinos violentos, de las prostitutas, los chulos y los polizones insurrectos. Las ideas antropófagas, por motivos evidentes, tampoco tendrán acceso. Todos los que arriben a puerto serán filtrados, hasta los misioneros para ver si son realmente sinceros. Este es un puerto de paz, la vía de entrada a una isla estupenda y orgullosa donde al fin reina algo de tranquilidad. Si respetan estas nuevas leyes, queridos pensamientos, serán bienvenidos a mi mente. De no ser así, los haré zarpar rumbo a los procelosos mares de donde vinieron.
Tal es mi misión y jamás cejaré en su desempeño.
Me he hecho amiga de una niña india de 17 años que se llama Tul si. Fregamos juntas el suelo del templo todos los días. A última hora de la tarde nos damos un paseo por los jardines del ashram y hablamos de Dios y de música hiphop, dos temas que a ella le parecen igual de apasionantes. Tulsi es una niña muy mona y muy estudiosa; y ahora está todavía más graciosa, porque la semana pasada se le cayeron las «lentes» (como ella dice) y, aunque el cristal roto parece una telaraña casi de cómic, ella sigue llevando las gafas. Tul si tiene muchas cosas interesantes y exóticas: es una adolescente un poco «chicazo», es india, es la rebelde de su familia y está tan obsesionada con Dios que casi parece una colegiala enamorada. Además, habla un inglés británico maravilloso -esa versión cantarína que sólo se oye en India- y que incluye reminiscencias coloniales como: «¡Espléndido!» o «¡Paparruchas!» y que a veces produce frases elocuentes tipo: «Es agradable pasear por la hierba en las primeras horas del día, cuando ya se ha condensado el rocío, porque baja la temperatura corporal de una manera grata y natural». Cuando le dije que iba a pasar un día en Mumbai, Tulsi me dijo: «Por favor, presta atención al caminar, pues verás autobuses veloces por todas partes».Tiene exactamente la mitad de años que yo y abulta prácticamente la mitad que yo.
Últimamente, Tulsi y yo hablamos del matrimonio durante nuestros paseos. Dentro de poco cumple 18 años, hecho que la convierte en una mujer casadera. La cosa será más o menos así: a partir de su decimoctavo cumpleaños tendrá que asistir a las bodas familiares vestida de sari para dejar claro su estatus de mujer. Una amable Amma (tía) se sentará a su lado y le hará un montón de preguntas para irla conociendo. «¿Qué edad tienes? ¿Cómo es tu familia? ¿A qué se dedica tu padre? ¿En qué universidades te gustaría estudiar? ¿Qué temas te interesan? ¿Cuándo es tu cumpleaños?». Y poco después el padre de Tulsi recibirá por correo un abultado sobre con la foto del nieto de esa mujer, un chico que estudia informática en Delhi, incluyendo su carta astral, su expediente académico y la inevitable pregunta: «¿Querría su hija casarse con él?».
A Tulsi todo el tema le parece «un asco».
Pero para una familia es muy importante que los hijos se casen bien. Tulsi tiene una tía que se acaba de afeitar la cabeza para dar las gracias a Dios porque su hija mayor -que tiene la jurásica edad de veintiocho años- se ha casado por fin. Era una chica difícil de casar, porque tenía muchas cosas en contra. Cuando pregunté a Tulsi qué problemas puede haber para casar a una mujer india, me dice que son incontables.
-Que tenga un mal horóscopo, que sea demasiado mayor, que tenga la piel demasiado oscura -me explica-. También puede que sea demasiado culta y no encuentren un hombre con un nivel más alto que el suyo. Ese es un problema muy común hoy en día, porque una mujer no puede ser más culta que su marido. O puede que haya tenido un novio y todo el mundo lo sepa. Uf, entonces sería bastante complicado encontrarle un marido
Hago un rápido repaso mental de la lista para ver las posibilidades que tendría yo de casarme con un indio. No sé si mi horóscopo es bueno o malo, pero está claro que soy demasiado mayor, excesivamente culta y tengo una moralidad reprobable que he exhibido en público sin ningún recato... No parezco una candida ta muy halagüeña. Al menos tengo la' piel clara. Es lo único que tengo a mi favor.
La semana pasada Tulsi fue a la boda de otra prima y después me contaba (con una actitud impropia de una chica india) lo mucho que odia las bodas. Todo consiste en bailar y cotillear. Y qué aburrimiento lo de ir tan elegante. Me dice que le gusta mucho más estar en el ashram, fregando suelos y meditando. En su familia nadie la entiende; su devoción por Dios no les parece nada normal.
-Los de mi familia me consideran tan rara que ya ni siquiera me dicen nada -me explica-. Tengo fama de ser una persona a la que si le dices que haga una cosa, hará justo la contraria. Además, tengo mal carácter. Y no he sido demasiado estudiosa aunque a partir de ahora lo voy a ser, porque en la universidad podré decidir yo sola los temas que me interesan. Quiero estudiar psicología, como hizo nuestra gurú en la universidad. Pero se me considera una chica difícil. Los que me conocen saben que para convencerme de que haga algo hay que darme un buen motivo. Mi madre lo entiende y siempre intenta razonarme las cosas, pero mi padre, no. Y cuando me intenta convencer, sus argumentos no siempre me parecen válidos. A veces no sé por qué tengo una familia como la mía, porque no me parezco a ellos en absoluto.
La prima de Tulsi que se casó la semana pasada sólo tiene 21 años y la siguiente de la lista es su hermana mayor, que sólo tiene 20, así que cuando le llegue el turno la van a presionar mucho para que se case. Le pregunto si quiere casarse y me contesta:
-Nooooooooooooooooooooo...
Su respuesta se prolonga más que la puesta de sol que estamos viendo desde el jardín.
-¡Yo quiero viajar por el mundo! -exclama-. Como tú.
-Tulsi, yo no puedo pasarme la vida viajando, sabes. Y he estado casada.
Frunce el ceño y me mira desconcertada con sus gafas rotas, como si acabara de decirle que antes era morena y le costara imaginarlo. Al cabo de unos segundos me pregunta:
-¿Tú, casada? Me cuesta creer algo así.
-Pues es verdad.
-¿Fuiste tú la que puso fin al matrimonio? -Sí.
-Me parece muy loable que hayas puesto fin a tu matrimonio. Ahora pareces estar espléndidamente feliz. Pero yo ¿cómo he llegado aquí? ¿Por qué nací siendo una niña india? ¡Es indignante! ¿Por qué nací en esta familia? ¿Por qué me veo obligada a ir a tantas bodas?
Entonces Tulsi echó a correr en círculos para descargar su frustración, gritando bastante alto (para estar en un ashram):
-¡Quiero vivir en Hawai!
Richard el Texano también estuvo casado. Tiene dos hijos, ya mayores, que se llevan muy bien con su padre. A veces Richard menciona a su mujer al contar alguna anécdota y siempre habla de ella con cariño. A mí me entra un poco de envidia al oírlo, porque me parece que Richard tiene suerte de llevarse bien con su ex aunque
ya se hayan separado. Éste es un curioso efecto secundario de mi terrible divorcio; cuando oigo hablar de parejas que se han separado amistosamente, me pongo celosa. Peor aún, me parece muy romántico que un matrimonio acabe de manera tan civilizada. Pienso: «Mira qué bien... Seguro que se querían mucho...».
Así que un día le hablo a Richard del tema.
-Hablas con cariño de tu ex mujer. ¿Se siguen llevando bien?
-Qué va -me contesta muy tranquilo-. Dice que me he cambiado de nombre y que ahora me llamo «Hijo de puta».
La calma con la que se lo toma Richard me impresiona. Mi ex marido también dice que me he cambiado de nombre, pero a mí me deprime mucho que lo diga. Una de las cosas más doloro sas de mi divorcio fue que mi ex marido nunca me perdonó que me hubiera marchado; le importaba un bledo que le diera toneladas de disculpas o explicaciones, que asumiera toda la culpa de lo sucedido, que le ofreciera una serie de activos y actos de contrición a cambio de mi libertad. Jamás se le pasó por la cabeza felicitarme y decirme: «Oye, me han impresionado mucho tu generosidad y tu sinceridad y quiero decirte que ha sido un placer que te divorcies de mí». Eso nunca. Lo mío era imperdonable. Y yo seguía llevando dentro ese oscuro agujero imperdonable. Incluso en los momentos de felicidad y emoción (sobre todo en los momentos de felicidad y emoción) no lograba quitarme esa pena de encima. El me sigue odiando. Y me daba la sensación de que era algo que llevaría conmigo siempre, algo de lo que no me iba a librar jamás.
Un día estaba hablando de este tema con mis amigos del ashram con la reciente incorporación de un fontanero de Nueva Zelanda, un tipo al que le han contado que soy escritora y que ha querido conocerme para decirme que él también escribe. Es un poeta que acaba de publicar en su país un magnífico relato testimonial que se llama El progreso del fontanero sobre su viaje espiritual. El fontanero/poeta de Nueva Zelanda, Richard el Texano, el granjero irlandés, Tulsi, la chicazo india, y Vivian -una mujer mayor de pelo canoso y alborotado y ojos burlones e incandescentes que ha sido monja en Sudáfrica- son mis amigos de aquí, un grupo ameno formado por unos personajes que jamás hubiera esperado conocer en un ashram indio.
Un día estamos todos comiendo juntos y, cuando sale el tema del matrimonio, el fontanero/poeta de Nueva Zelanda dice:
-Yo el matrimonio lo veo como una cirugía que une a dos personas con una sutura y el divorcio es una especie de amputación que puede tardar mucho tiempo en curarse. Cuanto más tiempo lleves casado o más brusca sea la amputación, más tardarás en recuperarte.
Eso explicaría la sensación de tener un miembro amputado que llevo años notando desde mi divorcio, como si acarreara una pierna fantasma que me hace tirar cosas de las estanterías y tal.
Richard el Texano me pregunta si voy a pasarme la vida pensando de mí misma lo que pensaba mi ex marido y le contesto que aún no lo tengo muy claro. La verdad es que mi ex me influía mucho y tengo que reconocer que sigo medio esperando que el hombre me perdone, me libere y me deje seguir mi camino tranquilamente.
El granjero irlandés comenta:
-Ponerte a esperar a que ese día llegue no parece una manera muy racional de emplear tu tiempo.
-Gente, ¿qué quieren que diga? -me defiendo-. La culpa es lo mío. Hay otras mujeres que se dedican a la moda, por ejemplo.
La ex monja católica (que debe de ser experta en el tema de la culpa, digo yo) no se traga mis excusas.
-La culpa es el truco que usa tu ego para convencerte de que estás progresando moralmente. No te dejes engañar, querida.
-Lo peor del final de mi matrimonio es que no hubo final -les explico-. Es como una herida abierta que no se cura nunca.
-Si te empeñas, allá tú -me dice Richard-. Si te lo quieres tomar así, no seré yo quien te lo impida.
-Un día de éstos tengo que solucionar este asunto -afirmo-. Lo que no sé es cómo.
Al acabar de comer, el fontanero/poeta de Nueva Zelanda me pasó una nota. Decía que quería verme después de cenar para enseñarme una cosa. Esa noche me reuní con él junto a las cuevas de meditación y me dijo que tenía un regalo para mí. Me llevó a la otra punta del ashram, entramos en una casa donde yo no había estado nunca, abrió una puerta que estaba cerrada con llave y subimos por unas escaleras traseras. Pensé que debía de conocer toda aquella zona, porque era él quien se encargaba del mantenimiento del aire acondicionado y varios de los módulos estaban allí. Arriba de las escaleras había una puerta que tuvo que abrir con una combinación, cosa que hizo rápidamente, como si la supiera de memoria. Entonces salimos a una hermosa azotea con un suelo de mosaico que brillaba bajo la luz del crepúsculo como el fondo de un lago resplandeciente. Cruzamos juntos la azotea y llegamos a un torreón, una especie de minarete, en cuya puerta me mostró unas escaleras que llevaban arriba del todo. Señalando el torreón, me dijo:
-Y yo ahora me voy. Tú vas a subir hasta arriba y te vas a quedar ahí hasta que se acabe. -¿Hasta que se acabe el qué? -le pregunté.
Con una sonrisa el fontanero me dio una linterna «para que veas las escaleras cuando bajes» y me dio un papel doblado. Después se fue.
Subí hasta la cúspide del torreón. Estaba en lo más alto del ashram y veía entero el valle fluvial donde estábamos, en mitad de la campiña india. Hasta donde me alcanzaba la vista había montañas y granjas por todas partes. Lo más seguro es que a los estudiantes no les dejaran subir al torreón, pero el lugar era bellísimo. Pensé que era posible que la gurú subiera allí a ver las puestas de sol, cuando estaba en el ashram. Y el sol se estaba poniendo precisamente en ese momento. Soplaba una brisa cálida. Desdoblé la hoja de papel que me había dado el fontanero/poeta.
Había escrito lo siguiente: INSTRUCCIONES PARA LA LIBERTAD:
1. Las metáforas de la vida son las instrucciones de Dios.
2. Acabas de subir a lo más alto del tejado. No hay nada que te separe del infinito. Déjate llevar.
3. El día está acabando. Ha llegado el momento de convertir algo que era bello en otra cosa bella.
Déjate llevar.
4. Tu anhelo de hallar una solución es una plegaria. Estar aquí es la respuesta de Dios. Déjate llevar y mira las estrellas cuando salgan por friera y por dentro.
5. Con todo tu corazón ruega por la gracia de Dios y déjate llevar.
6. Con todo tu corazón perdónale, PERDÓNATE A TI MISMA y déjate llevar.
7. Procura mantenerte libre del sufrimiento inútil. Y déjate llevar.
8. Observa cómo el calor del día deja paso al frío de la noche. Déjate llevar.
9. Cuando se acaba el karma de una relación, sólo queda el amor. Y eso es bueno. Déjate llevar.
10. Cuando tu pasado haya pasado al fin, déjalo ir. Ahora puedes bajar y empezar a vivir el resto de tu vida. Déjate llevar.
Durante los primeros minutos no pude parar de reírme. Veía el valle entero por encima del paraguas que formaban los árboles de mango y el viento me alborotaba el pelo como una bandera. Vi ponerse el sol, me tumbé de espaldas en la azotea y vi salir las estrellas. Pronuncié una pequeña oración en sánscrito y la fui repitiendo cada vez que veía salir una estrella en el cielo oscurecido, casi como si las estuviera llamando por su nombre, pero entonces empezaron a salir demasiado rápido y no pude seguirles el ritmo. En poco tiempo el cielo se convirtió en un fulgurante espectáculo de estrellas. Lo único que me separaba de Dios era... nada.
Entonces cerré los ojos y dije:
-Querido Dios, por favor, enséñame todo lo que me queda por aprender sobre el perdón y la rendición.
Lo que había querido durante mucho tiempo era tener una buena conversación con mi ex marido, pero era evidente que eso no iba a suceder. Lo que buscaba era una solución del conflicto, una cumbre por la paz, de la que saliéramos habiendo comprendido los dos lo que nos había pasado en nuestro matrimonio y siendo capaces de perdonarnos lo siniestro que había sido nuestro divorcio. Pero muchos meses de terapia y mediación sólo habían servido para separarnos más y enquistarnos en nuestras respectivas posturas, convirtiéndonos en dos personas absolutamente incapaces de darnos tregua uno al otro. Sin embargo, era lo que ambos necesitábamos, de eso estaba segura. Como estaba segura de que las normas de trascendencia insisten en que no te vas a aproximar ni mi centímetro a la divinidad mientras te rindas a la seducción de la culpa, aunque sea un solo ápice. Tan malo como el tabaco para los pulmones es el rencor para el alma; una sola bocanada ya es nociva. Porque, vamos a ver, ¿cómo vamos a rezar algo tipo «El rencor nuestro de cada día, dánosle hoy»? Ya puedes ir abandonando el tema y despidiéndote de Dios si piensas culpar los demás de los fallos de tu propia vida. Lo que pedí a Dios esa noche en la azotea del ashram fue -dado que probablemente no iba a volver a hablar con mi ex marido en mi vida- si había algo que pudiéramos hacer para comunicarnos. ¿Había algo que pudiéramos hacer para perdonarnos?
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COMER REZAR AMAR
RomantikDespués de un divorcio traumático seguido de un desengaño amoroso u en plena crisis emocional y espiritual, Elizabeth Gilbert decide empezar de nuevo y emprende un largo viaje que la llevara sucesivamente a Italia, Indonesia e India tres escalas geo...