Capítulo 4

644 116 163
                                    

Ezequiel estaba estudiando, una vez más, el mapa que tenía frente a él. Desde temprano que venía dándole vueltas a una idea y, aunque no solía ignorar su intuición, en este caso esta le parecía demasiado descabellada. Ni siquiera se lo había mencionado a sus hermanos cuando, al regresar a la casa, se había cruzado con Jeremías quien salía en ese instante hacia el lugar donde había ocurrido el más reciente ataque.

A pesar de las nuevas medidas de seguridad que habían adoptado, emboscaron a otro de sus guías en medio de una misión y necesitaban conseguir, aunque fuese, algún tipo de rastro o indicio antes de que este desapareciera. Por fortuna, sus guerreros habían estado preparados y, actuando de inmediato con precisión y rapidez, evitaron que sucediera otra masacre. Aun así, sufrieron heridas leves en el proceso y los responsables consiguieron escapar.

Con los ojos fijos en el plano, contemplaba los puntos rojos distribuidos en todas las áreas afectadas que marcaban cada lugar en el que se había llevado un asalto en el último tiempo. Si bien, de momento, no veía un patrón establecido, notaba cómo los mismos, al principio efectuados de forma imprecisa y en zonas lejanas, con el tiempo se volvían más certeros; como si, con cada movimiento, consiguieran dar un paso más cerca, arrinconándolos.

¡Mierda! Al ritmo que iban no tardarían mucho más en dar con la casa y, por consiguiente, con ellos.

—¡No puedo entenderlo! —La voz grave y profunda de Rafael lo sacó de sus pensamientos—. Ayer en la reunión ordenamos a los jefes de zona que dieran las instrucciones unos minutos antes de cada operación. ¿Cómo hicieron para saber dónde estarían? Y peor, ¿cómo pudieron planear un ataque con tan poca anticipación?

Alzó los ojos y los posó en su hermano. Este caminaba, de un lado a otro, nervioso. Al igual que él, se sentía inquieto e impotente y un peligroso sentimiento de ira y venganza comenzaba a crecer en su interior. Rara vez un sanador permitía que la oscuridad emergiera, pero cuando lo hacía, las consecuencias eran catastróficas.

—No lo hicieron —replicó a la vez que apoyó ambas manos sobre la mesa para volver a mirar el mapa. Su cuerpo estaba tenso, rígido, y sus músculos, por completo contraídos—. Por eso no hubo bajas y tuvieron que huir.

Rafael se dejó caer en la silla, derrotado. Se notaba lo mucho que esto lo corroía por dentro llevándolo al límite.

—Pero los interceptaron, Ezequiel. Eso quiere decir que sabían dónde encontrarlos.

—No necesariamente —murmuró sin apartar la mirada del papel—. Fijate esto —continuó señalando las áreas más alejadas—. Los primeros ataques claramente fueron azarosos. No hubo estrategia ni planificación alguna. Sin embargo, los que le siguieron fueron mucho más certeros, precisos, como si nuestra respuesta a cada asalto les hubiese dado la información necesaria para acercarse más a nosotros.

Su hermano frunció el ceño evaluando su teoría. Tanto él como Jeremías estaban convencidos de que había un traidor, alguien que, oculto entre los suyos, recopilaba data para luego entregarla al enemigo. No obstante, lo que estaba diciendo Ezequiel tenía sentido. Parte de una guerra era estudiar al otro para encontrar sus puntos débiles, sus falencias, y utilizarlas en su contra. Sin duda, ellos habían encontrado las suyas y eso lo sorprendía. No creía que las tenían.

—Por supuesto que sí —replicó el líder—. Todos tenemos debilidades.

Rafael bufó al darse cuenta de que había leído su mente. Odiaba que se metiera en su cabeza.

—No necesito hacerlo, hermano. Puedo oír tus pensamientos sin esfuerzo. Tu frustración hace que los grites a los cuatro vientos.

—¡Eso no es verdad! —exclamó a la defensiva.

Su ángel guardiánDonde viven las historias. Descúbrelo ahora