Capítulo 4 | Tormenta

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Tal vez todos seríamos más felices si no pudiésemos sentir miedo. ¿Cuántas cosas haríamos? ¿A cuánto nos atreveríamos? El miedo es la gran maquinaria que usa tu cuerpo para impedirte llevar a cabo incluso las cosas que más deseas; sin embargo, ¿cuánto tiempo podríamos sobrevivir realmente, si nos faltase aquella emoción básica? ¿Qué nos mantendría alejados del peligro? El miedo es a menudo necesario: activa los sentidos y aquel motor indispensable al que hemos bautizado como «instinto de supervivencia».

¿Pero y qué sucede cuando los eventos son tan inexplicables que ni el mismo miedo puede indicarte qué camino seguir? En mí sólo reina la razón, y no la dejo pasar desapercibida ni un solo minuto mientras mis ojos se posan con fijeza en la entrada iluminada de las escaleras de la torre.

A pesar de que mi corazón por poco se sale de mi pecho decido mantener la lógica a flote. Ni siquiera este pedazo de papel antiguo podría hacerme creer que algo extraordinario acaba de suceder, porque ha de haber una explicación racional, por supuesto que sí.

Mantengo mis nervios a la ras una vez mi cabeza formula un posible escenario ante lo que acaba de suceder.

—Las antorchas han de ser eléctricas —explico, sin soltar el manuscrito ni un solo segundo—. Tal vez se dieron cuenta de que estamos aquí y las han encendido.

Andy parece querer decir algo, pero puedo presentir que en este momento está experimentando aquella horrible sensación que se asimila a la de un nudo atorado en la garganta. Sus ojos no se alejan ni un segundo de la entrada de las escaleras, a través de la cual se escurre la luz cálida y anaranjada que tiene un leve movimiento ondeante, como el que produce una chimenea cuando está encendida. ¿Y si es fuego real y no luz eléctrica?

Y en este momento de incertidumbre y quietud producto de la sorpresa, existen un par de ojos que se han vuelto a fijar en mí. La mirada intensa de Roman comienza a incomodarme; esta noche particularmente sus ojos guardan algo que no sé interpretar, algo que tal vez quiere decirme. Pero no es como las otras veces que presiento en mi interior, aunque no quiera admitirlo, que entre él y yo flota en el aire una especie de tensión extraña, aunque agradable; no, esta vez no se trata de ese tipo de miradas. Esta vez me encuentro ante un papel en blanco.

Sus ojos se desvían brevemente hacia el pergamino que aún tengo entre mis manos, el cual no me atrevo a soltar por algún motivo. ¿Qué es aquello que lo inquieta?

—Anya. —Se aclara la garganta antes de continuar—. ¿Qué acaba de suceder?

Levanto mis cejas, confundida.

—No lo sé, nadie lo sabe. Tal vez es momento de regresar al pueblo.

Él coloca su mano sobre la mía y una corriente eléctrica recorre mi espalda.

—Sucedió cuando terminaste de leer.

No puedo evitar soltar una pequeña pero notoria risita. Enrollo el pergamino con cuidado, introduciéndolo nuevamente en el cilindro de madera.

—¿Terminar de leer qué, Roman? Quedamos en que no sabemos de qué idioma se trata.

Los ojos temerosos de Andy ahora están sobre mí también. Ambos hombres me observan como si estuviese loca y aquella sensación resulta especialmente desagradable. No puedo evitar comenzar a molestarme aunque sea un poco, y al observar nuevamente la luz que proviene de las escaleras pienso que todo esto se trata de una absurda broma.

El ambiente, aunque frío de por sí, parece comenzar a congelarse, como si la temperatura pudiese tener cambios abruptos de un momento a otro.

—No quiero más juegos —murmuro ante la falta de respuesta—, en algún punto dejará de ser divertido.

El mañana nunca llegóDonde viven las historias. Descúbrelo ahora