Román y yo permanecemos estáticos mientras observamos a través del sucio ventanal de la recepción; afuera, la blancura de la nieve se intensifica cuando los rayos solares aparecen cada tanto a medida que las nubes grises cubren y descubren el sol. Al otro lado de la plaza, justo donde los turistas y pueblerinos compran bebidas calientes en los pequeños carritos de comida, Andy se adentra por una puerta de madera que da paso al pequeño museo local. Tal parece que, entre copas de vodka y palabras convincentes, accedí a la locura que Andy y Román terminaron de planear en tan solo una hora de desayuno.
Mi respiración irregular se traduce en el empañamiento del cristal, obstruyendo mi vista cada tanto. No puedo evitar remover mis manos con intranquilidad al ser consciente de que estamos llevando a cabo un acto ilegal. Sin embargo, ellos parecen estar tan relajados como si se tratase de una ocasión común. Ambos actúan con la naturalidad de un niño cometiendo locuras sin tener en cuenta las posibles consecuencias que mencionadas locuras pueden traer. Ahora me encuentro observando con nerviosismo cómo Andy intenta «tomar prestados» ciertos manuscritos antiguos que fueron mencionados en la noche de apertura del festival de invierno.
Roman compró mi atención con un extenso discurso sobre cómo salirme un poco de las estrictas líneas de la norma podría quitar un peso de mis hombros: el peso de la aburrida vida de un adulto asalariado. «Nunca cometiste ninguna locura cuando eras adolescente», decía, «¿no quieres sentir un poco de adrenalina?». Y, aunque me cueste admitirlo, tal vez tiene razón.
Él ladea su mirada hacia mí sólo un poco y levanta las cejas con diversión.
—¿Qué te tiene tan nerviosa?
—Pudimos sólo tomarle fotos —murmuro, con mis ojos puestos en el museo a la distancia.
—¿Nunca viste películas de fantasía? Los objetos encantados sólo funcionan si los tienes en tus manos.
—Son objetos invaluables y antiguos...
—De un pueblo que ni siquiera aparece en los mapas —resalta por enésima vez—. Vamos, no me digas que no existe dentro de ti una pizca de emoción.
Y los pensamientos que estaba teniendo hace un rato vuelven a mi mente: sí, a pesar del nerviosismo y de los imperantes regaños de mi moralidad, siento un poco de emoción.
—Bueno, sólo serán unos minutos —aclaro, ignorando su pregunta.
Román ríe mientras vuelve su mirada hacia Andy, quien acaba de salir del museo con una mirada victoriosa en su rostro.
—Sí, sí... Sólo unos minutos —responde, antes de salir disparado por la puerta.
Lo sigo hacia el exterior, donde el gélido frío entumece mi rostro casi de inmediato. Andy sonríe como si hubiese obtenido el mayor tesoro de su vida. Sus manos sacan de su bolsillo una caja cilíndrica de madera con grabados extraños que no logro reconocer.
—¡Hasta traje el empaque! —exclama con entusiasmo, meneando el objeto de un lado a otro.
Yo lo tomo de su mano con extremo cuidado con el fin de evitar que termine lanzándolo al suelo como producto de su incontrolable emoción. Al tener el pesado cilindro entre mis manos siento una punzante sensación de miedo. Comienzo por observar a mi alrededor, esperando que en cualquier momento un par de policías aparezcan de la nada con las esposas listas para llevarnos a prisión o deportarnos del país. No obstante, a los pocos presentes en esta enorme plaza podría importarles menos lo que sea que estamos haciendo.
Román me arrebata el objeto y se lo lleva al bolsillo de su abrigo.
—Tranquila, Anya. Nadie se ha dado cuenta.
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El mañana nunca llegó
VampireHan pasado quince años desde que Cantabria fue azotada por misteriosas desapariciones; las autoridades locales no pudieron hacer más que archivar el caso en una sucia estantería. Anya, una joven psicóloga, carga con la amargura de su oscuro pasado...