Prólogo

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Invierno de 1714

El fuego de la gran chimenea envuelve las paredes de piedra y otorga al lugar una calidez ficticia. Ella está sentada frente al gran ventanal, observando con fijeza el desolado paisaje. Los demás van de un lado a otro, sus enormes y distorsionadas sombras se reflejan en el muro cada que caminan frente a la chimenea. Aquellas sombras podrían ser aterradoras, pues parecen monstruos que asechan en silencio; sin embargo, a ella no le importan esas sombras, lo único que le importa es lo que sucede afuera del castillo.

Y lo ve: el primer copo de nieve que llega del cielo aparece frente la ventana. Sus ojos ámbar lo siguen con fijeza hasta que finalmente se posa en el alféizar de piedra. Se levanta de su silla y se acerca a la ventana; la abre, el viento gélido roza su rostro. Con su dedo índice toca el pequeñísimo punto blanco sobre la piedra oscura, el cual se deshace de manera inmediata ante el calor de su cuerpo.

Y así, en cuestión de pocos minutos, más puntos blancos caen con delicadeza desde arriba, hasta que pronto es imposible contarlos todos. Sabe que ha llegado el momento definitivo, el momento en el cual el sol dormirá más temprano y despertará más tarde. Ahora, por un largo periodo de tiempo, reinarán en el cielo la luna, las estrellas y la oscuridad.

No, no importan las sombras dentro del castillo. Lo verdaderamente importante se esconde afuera, asechando en los bosques, en las calles solitarias; esas son las sombras con las que todo el mundo teme encontrarse.

Todavía no saben cómo erradicarlos de manera definitiva, pero no se detendrán hasta encontrar respuesta. Este mero pensamiento genera en ella una corriente de adrenalina y una corazonada que no puede detener. Toma su pesada ballesta y los virotes empapados de agua bendita. Los demás esperan por ella. Y como cada año, cuando el invierno comienza, sus labios susurran:

—Que inicie la cacería.

El mañana nunca llegóDonde viven las historias. Descúbrelo ahora