La tranquilidad de sanguijuela

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Me presento, Ricardo Acevedo, reportero del canal siete, tengo treinta y tres años y cerca de diez años lejos de esta ciudad. Había olvidado casi por completo el olor distintivo de las gotas de lluvia que caen delicadamente de las fascinantes nubes verdes que adornan el cielo, había olvidado los rostros tristes que se paseaban como almas en pena entre la niebla mañanera, no recordaba el camino a la casa de mi abuela, la que me vio crecer y me arropó en las heladas noches que congelan las pestañas de las personas.

Fue en una de esas mañanas de neblina espesa cuando llegué aquí, el vigilante del terminal fue la primera persona que me recibió, "ya llegó el hijo prodigo" dijo, que ironía, el "hijo pródigo", así les llaman a las personas que se van de su hogar, sin embargo, el hijo prodigo volvió arrepentido a los misericordiosos brazos de su padre, yo no, con la primera pisada sentí el helado suelo que me ahuyentaba y decía sin palabras que no era bienvenido.

Las piernas me temblaban, no solo por el frío, la razón iba mucho más allá, el canal me había enviado a mi territorio para seguir el rastro de tragedias que dejaba un asesino en serie al que la gente popular había llamado "sanguijuela", pues todas sus víctimas habían sido asesinadas de un solo corte horizontal en la garganta y al momento de encontrar el cadáver no había ni un solo rastro de sangre, eran expuestas en los espacios públicos con la ropa que llevaban el día del asesinato, pero con la expresión del rostro desnuda, haciendo notar el sufrimiento anterior a su defunción.

Pasé semanas entrevistando a los familiares de las mortales víctimas, a las vecinas chismosas que se alegran cuando tienen una historia ajena que contar, al alcalde de la ciudad, concejales y cualquier persona que pasara por el parque central con la mirada perdida en sus adentros. "A mí no me importa, solo mata a mujeres", pronunció un hombre calvo y barbado, las palabras del infeliz me regresaron a la realidad y pude observar el tipo de ciudad en la que estaba, ¿acaso aquí las mujeres no son personas?. Siempre terminaba agotado al intentar inútilmente conseguir alguna primicia o algo interesante para mi trabajo, al jefe solo le interesaban las muertas, ganaría la lotería si lograba captar el momento exacto de la muerte de alguna desdichada que caminaba sola por un lugar cualquiera, sería repudiado si hago de detective y alcanzo a percibir algún vestigio de la enigmática identidad de sanguijuela, la orden era clara, yo estaba ahí para documentar y alimentar el morbo de los televidentes.

Al terminar mi recorrido volvía a la casa de mi abuela pidiendo indicaciones y esforzando mi mente para traer la imagen de las laberínticas calles. Mi tía es la residente actual de aquella construcción, su única compañía son las fotos infantiles de todos los miembros de la familia, artefactos que intentan devolver la vida que alguna vez tuvo el lugar. Recuerdo el instante en que le arrebataron la vida al hogar. Recibí La muerte de mi abuela cuando apenas iniciaba la universidad, la motivación de mi vida partió un día viernes, no pude asistir a su funeral, aunque estoy seguro de que mis lágrimas y gritos llegaron a su destino, pues mi tía cuenta que pasea por los pasillos y la cocina del establecimiento, de vez en cuando aparece preguntando por qué no había vuelto a visitarla y predicaba su preocupación por mi llanto. Escucho en las profundas noches sus manos huesudas tocando las tazas para preparar un café, siento sus livianas pisadas acercándose a mi cama y cuando llega conectamos con un abrazo, "todo está bien", me dice al enterarse de mi preocupación laboral, continúa diciendo ,"él solo asesina mujeres" y duermo con los ojos inundados en lágrimas, tan solo duermo.

Pude olvidar muchas cosas, pero no había olvidado la indicación de una noticia, la gran aglomeración de personas en la plaza central, era la señal de que ahí se encontraba mi salvación, la señal que mi trabajo tanto espera, saqué mi cámara y me abrí paso entre toda la multitud, quería tomar fotos para que aparecieran con mi nombre y testimonio en la programación estelar de las siete de la noche, por cada paso imaginaba los ojos que se posarían sobre mis fotos y los oídos atentos a mi voz. Al momento en que me posicioné como el primero entre los primeros, miré el horrendo espectáculo, una chica delgada y rubia, entre los veinte y veintidós años de edad, vestida con ropa elegante y un collar de oro, esto indicaba que no había violación, no poseía marca alguna en su cuerpo que indique un forcejeo anterior y la existencia del collar hacía intuir que no había robo alguno, la mirada señalaba un terror imposible de describir, sus brazos extendidos en el suelo en posición de cruz y sus piernas totalmente cerradas, la rajada de un cuchillo en su cuello y ningún rastro de sangre.

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