Calle Violeta

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La mañana afectaba el provecho de la noche

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La mañana afectaba el provecho de la noche. Parecía que las aves estaban molestas porque su descanso se miraba lejos. Las plumas se movían con queja, buscando desempolvar la pena que quedaba con el mal tiempo.

En una suerte de desfile, una de las pequeñas avecillas azules empezó a avanzar hacia la ventana. Esa empañada y mal puesta, que se mostraba envuelta en trabajo de herrería.

Su pico chocó contra el vidrio frío, alejando a la hermosa avecilla del lugar. Nadie quería estar cerca de la casa de los Ortega.

Tampoco nadie se preguntaba por qué, si había vivido suficiente tiempo en ese sitio. Nadie tenía un cuestionamiento sobre los hechos, porque lo cierto era que en cada una de esas casas, vivía una familia Ortega a su propia manera.

Quizá en aquella, la casa era rosa, el señor Ortega era chaparro y calvo. La señora Ortega, usaría vestidos lisos que contrastarían con los estampados que la original adoraba portar. Probablemente, la señorita estaría de buenas siempre y no con las palabras encerradas, como Yazbeth, que despertaba esa mañana con la misma expresión vacía que la acompañaba.

El olor a humedad le asaltó la nariz antes de que pudiera decidirse a quitar las ligeras sábanas para después colocar la mano sobre su cabeza. Dejó que su vista pudiera enfocar  bien la forma de los pies hasta levantarse y posteriormente caminar hacia el pasillo de su casa.

Su reflejo se miraba a medias, pero no le sorprendía, porque todo se miraba a medias en su vida. Los rizos se levantaban por encima de las manchas irrevocables de aquel vidrio afectado, así que tan solo se dispuso a ir al baño, como era su costumbre.

Aquel era tan pequeño que siempre se raspaba el codo cuando intentaba lavarse el rostro. Cómo le hubiera encantado que la fantasía se volviera realidad. Cuando cerraba los ojos, un precioso sitio color blanco llenaba sus alrededores. Ahí, entre la fibrosa realidad, se entretejía una modelo de Instagram sonriente con un baño perfecto. Sobre su lavamanos reposaba un aromatizante de lavanda y cremas importadas.

—Yazbeth —se escuchó la voz fuerte de su madre—. Ya te tardaste.

Tan solo un jabón Zote adornaba. Se preguntó si acaso era sensato seguir soñando, porque cada mañana tenía la sensación de que su alma estaba colada sin salvación alguna. Observó su rostro demacrado en el espejo, procuró recorrer cada resquebrajo invisible, después se colocó un poco de agua fría tras la nuca y se fortaleció para lo que seguía.

—Tú crees que todos somos unos haraganes como tú —comenzó a decir su madre agitando la mano—. No puede ser que sigas con ese mismo sueño, ¡Espabila, niña floja, espabila!

El portazo cerró aquella interacción matutina. Abrió la delgada cortina que separaba a su cuarto del resto de la casa y se dejó caer en la cama destendida. Contempló de manera infinita el concepto de que ella era una floja. ¿Sería posible que ese fuera el problema? ¿Sería esa la razón por la que sentía un yunque existencial cada vez más pesado?

La alarma de su teléfono sonó. Intentó deslizar para apagarla, pero estaba trabado. Nuevamente chocó con su reflejo en un espejo empañado. Lucía como el humo, pero menos real.

El viento trajo a sus oídos los distantes gritos de su padre. Estaba furioso por algún desperfecto, siempre lo estaba. La comida mal calentada, la impuntualidad de alguien, la sonrisa mal ejecutada; todas claras muestras de la mediocridad humana. Eso era lo que siempre repetía el señor Ortega, mientras se sumergía en sus propias imperfecciones.

Después de unos largos minutos de inexistencia, Yazbeth se arrastró hasta sus cajones para tomar el uniforme verde con gris. La imaginación escapó un segundo de su caja para recordarle lo emocionada que debería estar por el último año de secundaria. Imágenes en redes sociales, fragmentos de películas, todas le clavaban la mirada con reclamo porque lo único que ella quería era desaparecer.

Cerró la mochila con tantos papeles desordenados como su propia cabeza. Hubiera querido desayunar, pero el menor tiempo en su casa era lo más conveniente todos los días. Tuvo la fortuna de no toparse a ninguno de sus padres, hasta que al fin, escuchó el sonido de su zaguán cerrándose y dejando la angustia detrás.

La hilera de casas moradas enmarcó la mañana. Lucía como un desfile de esperanza que se hilvanaba con cada paso recorrido. En la acera, miradas curiosas de los visitantes observaban con deleite ese recorrido inusual, pero a los ojos de Yazbeth y de muchos otros Ortega, todo era lo mismo. Se podría decir que la luz se reflejaba de manera diferente, porque el violeta tampoco era de dicho tono, sino de un color apagado, casi gris (por no querer decir gris).

Entre la gente, habían más compañeros. Su presencia era innegable, empapada de risas, de retos, de gritos. No pasaban nunca desapercibidos. Cuchicheaban como lobos planeando un ataque, lo hacían cada que Yazbeth estaba cerca, porque para ellos esa chica era tan rara que merecía la mención de aquello hasta el cansancio.

Tampoco nadie se acercaba a decírselo en la cara, porque era un acuerdo invisible. Una unión para otorgarle lo que más le dolía cada día: la soledad.

Ni siquiera el aroma de fresca mañana, de los cafés de olla escapando las ventanas, o de la vendimia que iniciaba a plagar toda la banqueta, podían despertar el espíritu de la muchacha. Miraba el pavimento, buscando en sus pies el único guía que tenía a la mano. No levantaba las pupilas negras, las mantenía cobijadas por esas cejas tupidas. Una lástima, puesto que sus rasgos eran dignos de una alabanza, pero ignorados por el mundo.

Sujetó con más fuerza la mochila al tiempo que el límite entre la calle y su secundaria era atravesado. La imaginación inquieta, ella la detenía con un lazo, porque ya no quería ilusionarse con la tétrica semblanza de que las cosas mejorarían.

El futuro era pura bruma, ella era bruma, y esta historia, también lo es.

El futuro era pura bruma, ella era bruma, y esta historia, también lo es

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